_Esta vez sí me tomo el colectivo. _pensé

Valió la pena caminar desde Niebla, donde estuve acariciando con la mirada, la herrumbre de los cañones de lo que alguna vez fue, uno de los sitios más impenetrables de la tierra. Luego viene la historia de un Lord que sí pudo, pero eso no me ha calado tan hondo.

Caminando se vive la vida, se ve gente que con las manos embellecen, reparan, labran la tierra o quitan las tripas a un pescado. No solo por eso salí caminando de Niebla; quería cansarme y tener sed, para poder beber una cerveza artesanal. Cuando vi el cartel de Salzburg, solo tuve que entrar y pedirme una jarra de exquisita cerveza rubia, que unos alemanes nostálgicos comenzaron a elaborar cuando Chile les dio la bienvenida. Luego de ese refrescante descanso y con la garganta afinada, concluí que era una buena ocasión para caminar por Valdivia.

Me subí al colectivo en el primer asiento, detrás del conductor. A la ida había estado mirando el río y ahora tenía ganas de mirar la selva. Justo enfrente de mí, un papel escrito a mano ofrecía cinco corderos a la clientela. Quienes se habrán comido esos corderos?

Valdivia es una ciudad muy plural. Lo antiguo y lo moderno, los estudiantes y los mendigos, selva, ríos, brisas del pacífico, el abrazo colonial y nativo; y en una esquina descascarada, pintada de rosa viejo, anuncia un letrero tímido el nombre de un bar. Tres veces pasé por esa esquina y las tres veces la miré de reojo y no tan de reojo. A la cuarta enfilé para la puerta. Entré y me topé con un salón no más grande que una habitación y un poco más allá, se veía lo que parecía el salón principal. Lo delataba el último metro y medio de barra, donde se apoyaban las manos de un hombre. Lo miré, me miró, e hizo un ademán con las manos invitándome a pasar. Me enderecé un poco y me arrimé con una mezcla de curiosidad y cautela.

Mucho gusto, el Choro Gómez, para servirle_ se presentó quién hacía un instante me invitaba a un trozo de barra.

Hice lo propio y cuando no había terminado de pronunciar mi nombre me estaba invitando a un vaso de vino. Acepté por supuesto. En un bar de esos hay que beber y a un vinito chileno quién le dice que no! El Choro me contó casi toda su vida y luego de eso comenzó a hablarme de Dios. Para esto ya me había tomado tres vinos y empezaba a tener otro color. Cuando acabamos de hablar del bien y del mal, me presentó a varios parroquianos que me miraban estudiándome. Al principio con desconfianza. A los cinco minutos todos me decían boludo y algunos me contaban sus años en Argentina. Otro señor, muy bajito, que se presentó como Pil Pil el boxeador, me contó algunas de sus hazañas de cuadrilátero; don Alfonso me pidió una foto, pero como estaba muy ebrio, nunca le entendí su dirección. Me habría gustado enviársela para que tuviera un recuerdo de su esquina de siempre. Algunas de las fotos que les hice tenían algo en común; los señores hacían protagonista de la escena, a su copa de vino o licor. Era genial, si uno le quita un poco de dramatismo a las cosas.

Donde se puede comer algo Choro? _ pregunté

Aquí nomás po, en la parte de atrás sirven comida_ me indicó

Me fui para el restaurante con la imagen del Choro Gómez, con su típico bigote transandino, agradeciéndole en silencio su hermandad. Una especie de sopa de pollo y verduras me devolvió a la normalidad, y es que el vino chileno de bar, bebido en la barra, te afloja un poco las piernas.

La camarera me pidió una moneda de Argentina. Le di un billete de cinco pesos y ella me regaló un encendedor de color rosa, el mismo color de la fachada de aquel antiguo bar que me ha quedado grabado en la mente, porque también fue mi esquina por una noche.

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