Me cuesta decirlo, pues entiendo lo terrible que suena, sobre todo viniendo de un judío, pues de boca de cualquier otro es, quizás, una opinión popular hoy día, pero realmente estoy inmensamente agradecido con Dios por el holocausto, pues no dudo que fue él, de la mano de Hitler y el barbárico pueblo alemán, el artífice de aquella tragedia (por supuesto que reconozco que se trató de una tragedia) que indudablemente salvó mi vida. Y debo aclarar de antemano, que no soy uno de esos judíos que detesta su sangre y aborrece su linaje. Por el contrario, si bien no soy particularmente religioso, siento orgullo por mi pueblo y su peculiar y heróica historia. 

Afirmo esto, no solo, ni principalmente, porque el genocidio haya hecho posible la creación del estado de Israel, donde mi gente, por primera vez en más de dos mil años, encontró un lugar al cual llamar hogar, sino, me avergüenza aceptarlo, por razones mucho más egoístas, que podría explicar únicamente mediante un relato resumido de mi estadía en el campo de exterminio. Recuerdo con nostalgia y culpa la que fue a la vez la época más aterradora y valiosa de mi vida:

a diferencia de la mayoría, el día de mi captura no fue uno particularmente devastador. Hacía ya varios años que había renunciado a cualquier tipo de aspiraciones, ni se diga sueños. Por aquel entonces solía vagar por las calles de Varsovia, pidiendo plata para comprar vino y compañía. Cosa que resultaba particularmente difícil para mí y aquellos como yo, pues decir que los nazis inventaron el antisemitismo europeo sería una verdadera bestialidad. En realidad menos absurdo sería afirmar lo contrario, pero eso es tema para otra ocasión.

Al inicio de mi penosa etapa como vagabundo, mi violín era mi mejor amigo y mi principal fuente de ingresos. Sin embargo, a los pocos meses los ánimos me habían abandonado a tal punto que tocarlo me era físicamente imposible, y escuchar su chillido, emocionalmente intolerable. Lo vendí por un par de monedas, y desde entonces tomaba el peor de los vinos y pasaba casi la totalidad de mis días privado de contacto físico y cariño. Lo cierto es que detestaba mi existencia, pues ni me atrevería a llamarla vida, por lo cual la captura y posterior encierro no fueron para mí más que un nuevo capítulo en una ya trágica historia. 

Provengo de una adinerada y prestigiosa familia judía, con la cual había perdido total contacto hacía años, no por decisión propia. Mis familiares desaprobaron siempre de mis inclinaciones y estilo de vida, y la vergüenza fue superior al amor que, aun me esfuerzo por creer, me tenían. Por esto, nunca supe qué fue de ellos durante la guerra. Me gusta pensar que supieron hacer uso de su riqueza y sus conexiones para escapar al Nuevo Mundo antes de ser capturados, pero supongo que nunca lo sabré. El punto es que este distanciamiento significó la inexistencia de aquello que atormentaba más que cualquier otra cosa a mis hermanos judíos: el destino de sus seres queridos.

La humillación y el maltrato físico se sintieron merecidos desde el comienzo, y poco a poco fueron mucho más que eso; fueron liberadores. La culpa que cargaba desde crío encontró en la tortura una vía de escape, y mi alma impura, redención. Cada azote, puño, patada, escupitajo e isnulto, me libraba un poco más de la prisión de la vergüenza, y avivaba una pequeñísima llama de deseo en mi negro corazón. Y la cámara de gas era el destino. De eso no tenía duda. Así cada día mi alma se despertara poco a poco, tenía por certeza que de allí no saldría vivo. Y eso me gustaba. Era mi juicio y ejecución. Era, más que nada, Justicia. Mi castigo por una vida de vicio y pecado. Mi posibilidad de salvación. 

Por vez primera en mi corta vida debí ser disciplinado y trabajador. Conceptos que eran completamente ajenos a mí hasta aquel entonces. Y a diferencia de la mayoría de mis compañeros, no veía el trabajo duro (imposible sería un adjetivo más apropiado) al que nos sometían a diario, como la forma de permanecer con vida, sino más bien como un sentido de vida en sí mismo. Y aunque sin duda el castigo físico fue algo nuevo y por supuesto desgarrador, el maltrato verbal y emocional, al igual que el hambre, eran básicamente a lo que estaba acostumbrado hacía años.

Por otro lado, la razón principal de mi gratitud hacia la mayor barbaridad cometida por el hombre, es la misma que mayor vergüenza provoca en mí. Fue dentro de aquel Infierno en tierra que volví a sentir lo que es el amor al Otro. Encerrados y tratados como animales, fuimos, en muchos aspectos, más humanos que nunca. Claro que el instinto de supervivencia dictaba el actuar de la mayoría, pero la compasión inundó perpetuamente nuestras almas. Veíamos la muerte todos los días, al punto que la teníamos completamente normalizada, y aun así, siempre dolía ver que alguno de nuestros hermanos no volvía por la noche a la cama. Nos unía un vínculo único. Terrible y trágico, pero hermoso.

Amontonados unos sobre otros sentí por primera vez el calor de otros cuerpos. Y sin una verdadera ley que determinara nuestro vivir, pude, poco a poco, exponer mi verdad. Claro que judío y homosexual era peor que solo judío, pero ¿qué es menos que nada, realmente? Fui más libre que nunca hasta aquel entonces en esa prisión. Rodeado por hombres, muchos de los cuales compartían mis inclinaciones, aunque pocos, por no decir ninguno, abiertamente. Fui maltratado y atacado por mi forma de ser, pero también amado, acariciado y tomado. Me enamoré. Y muchas veces a decir verdad. Entendí, casi inmediatamente, una verdad que resultó ser salvadora. La única verdad del universo, que tantos conocen y tan pocos entienden. Que polvo somos y en polvo nos convertiremos.

¿Que si recuerdo con felicidad mi tiempo en el campo de la muerte? No me atrevería a decir que sí. Pero, puedo afirmar sin ninguna duda, que agradezco haber pasado por aquellos pisos repletos de sangre, lágrimas y heces. Lo que ha sido de mí desde la liberación y el final de la guerra lo mantendré secreto por respeto a los millones que no lograron salir con vida- con vida terrenal, por lo menos.- Lo que sí puedo decir con tanta vergüenza como convicción es que el infierno en vida no existe. Y que “en vida” solo quiere decir ahora.

– M

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