Ir hacia atrás como sociedad

En el barrio, todos sabíamos lo que pasaba cuando la furgoneta blanca se estacionaba en la esquina. No era un secreto, ni siquiera un rumor; era una realidad que acechaba como una sombra en cada callejuela. Los viejos decían que en sus tiempos no se veía esto, que todo era más sencillo, pero nosotros, los que crecimos con la mirada sobre el hombro, sabíamos que era parte del paisaje cotidiano.

Una tarde de sol rajante, mientras el mundo se escondía bajo los toldos y los abanicos se movían sin cesar, la furgoneta apareció de nuevo. Los chicos jugaban fútbol en la cancha de cemento, ajenos por un instante a la amenaza. Pero las madres, con ese instinto casi animal, empezaron a llamar a gritos a sus hijos, un grito desesperado que cortaba el aire denso del verano.

«¡Carlos, vení pa’ la casa ya mismo!», vociferó doña Marta, su voz temblando de miedo y autoridad.

Carlos, un muchacho de doce años, miró a su madre con los ojos grandes, sin entender del todo. Sus amigos lo empujaban, diciendo que era solo otra falsa alarma. Pero él, con un nudo en el estómago, obedeció.

Y fue en ese instante, cuando todo parecía volver a la calma, que la furgoneta se movió. Las puertas traseras se abrieron y como un depredador silencioso, dos hombres bajaron, rápidos como el rayo. En un parpadeo, agarraron a Jorge, el más pequeño del grupo, y lo subieron a la fuerza.

Los gritos de Jorge se mezclaron con los de las madres y los chicos. Todo el barrio se paralizó. Un silencio pesado, sólo roto por el motor que arrancaba, quedó en el aire. La furgoneta se desvaneció entre el polvo del camino, dejando atrás una estela de miedo y desolación.

Esa noche, el barrio entero se reunió en la plaza principal. Las velas encendidas titilaban bajo el viento, y los rostros, iluminados por la llama tenue, mostraban la mezcla de rabia, tristeza y una determinación férrea. Sabíamos que Jorge no sería el último, pero juramos que lucharíamos con todo lo que teníamos para traerlo de vuelta y proteger a los nuestros.

El barrio nunca volvió a ser el mismo después de ese día. La furgoneta blanca se convirtió en una leyenda oscura, una advertencia y un recordatorio constante de la fragilidad de nuestra seguridad. Pero también, en medio de la tragedia, encontramos una fuerza insospechada, una unión que nos hizo más fuertes, más vigilantes. La amenaza de los secuestros nos cambió, pero no nos quebró. Y así, bajo el manto de la noche, mientras las velas ardían, prometimos resistir, juntos, siempre juntos.

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