Sentada en el jardín y pensando en la correspondencia de cartas, aquellas que se escribían a mano.

Me sentía como de antes, libre por haberme despojado de mi presencia en lo virtual, de la exposición barata de todo aquello que es preciado para mí. Plena e íntima, yo era la única conocedora de lo escrito. Disfrutaba de esos instantes mirando como el aire acariciaba los papeles, pensando en sucesos escalonados, unos que llevan a otros en una naturaleza de contacto o quizás red, en una especie de orden que unifica las decisiones y los movimientos que tomamos. 

Allí yo, sentada en el césped de casa, ese trozo de cielo conocido encima mío, que cada día mostraba una nueva coreografía aérea. El viento era femenino, si tuviera que decidir el sexo de las estaciones, ¿cuál sería? El peso de mi cuerpo sobre el suelo me recordaba la pertenencia que sentía, esa gravedad que me hacía más suya, solo fiel a la Tierra. Solo hija del cielo, y hermana de lo verde. Lo demás sería siempre algo imaginario, nunca me iría a Marte. Mi juventud, de la que regalaba unas palabras verdaderas en esas cartas que pronto volarían, era y es un regalo efímero, una sensación fugaz de lo que viene y se va sin dejarse conocer, solo pasa por encima nuestro sin dejar marcas. Porque las marcas ya pertenecen a otra edad, la que viene para quedarse. Morir joven me parece algo atractivo, pensaba, pero yo viviré hasta vieja, quiero conocerme hasta mi último día. 

Así, divagando mi pensamiento por el cielo, y en el momento más poco concreto, apareció un pelotón de cuerpos metálicos y agresivos que habían venido sin permiso a intrusar mi terreno, mi momento, mi trozo de cielo, mi casa y otras cosas que no hubiese podido imaginar. Tuve unos segundos para reconocer una decena de aviones de fuerza aérea rodeados de el doble de pequeños dispositivos volantes, todos ellos claramente provenientes de un sistema de rastreo militar inteligente, lo supe con certeza sin conocer el tema. También supe que no era denunciable; Su presencia y silencio cabal lo dejaba claro. 

Se mostraron, suspendidos sobre mi cabeza durante unos treinta segundos y el momento después me vi rodeada de los más pequeños, que habían bajado a examinar mi zona. En medio de mi estado aturdido que me privaba de reacción alguna, solo puede seguir con la mirada a uno de ellos, que fue directamente a mis escritos y, extrayendo de la parte inferior de su estructura un pequeño cuerpo a modo de cámara, gravó todo lo que allí estaba escrito, línea por línea. Sentí que la cámara succionaba mi derecho a la intimidad de forma como nunca antes había sentido.

Satisfechos con la extracción de las palabras de aquel momento que parecía, hasta justo antes, mío, se elevaron sobre mi cabeza hasta alcanzar al resto y desaparecieron en un vuelo rápido y coordinado.

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