En la mayoría de los casos, un humano promedio deja de crecer durante los últimos años de la adolescencia; algunos, incluso, luego de alcanzar la etapa adulta. En el caso de los hombres, es entre los 21 y los 25 años de edad que se produce el cierre de las placas de crecimiento, donde se solidifican las áreas compuestas por cartílago que se encuentran en los huesos largos del cuerpo y este deja de expandirse.
Al enterarse de todo esto un día después de cumplir los 27, Saúl Torres se hincha de furia y lanza sus manuales de biología y fisiología humana por los aires. Y es que teniendo en cuenta todo lo que su madre se esforzó para que él no heredara su metro cincuenta de altura: intentando embarazarse solo de hombres por encima del metro noventa que no usaran calzoncillos ajustados; brindándole durante su infancia una dieta equilibrada y llena de todo el testículo de toro que pudiese comer; y hasta sacrificando perros y gatos callejeros a dioses de piedra y deidades filisteas para que la bendijeran con un niño que llegara a crecer tan sano, fuerte y alto como el gran Goliat, antiguo campeón de la ciudad de Gat; el hecho de tan solo haber podido alcanzar un penoso metro ochenta y cinco, significaban para él una enorme vergüenza y decepción, y lo empujaba a sentirse en exceso insignificante.
La vida de Saúl Torres se hallaba desbordada de días malos en los que lo abrumaba la existencia del cielo, las montañas, los gigantescos edificios y los longevos y titánicos árboles. Y aquellos días se le sumaban los otros días, especialmente malísimos, en los que ni siquiera podía soportar el estar junto a algún mueble o electrodoméstico, poste eléctrico o semáforo que le quitara dos o tres cabezas. Por alguna razón, que escapaba a su compresión, creía que todo lo que se alzaba por encima de la copa de sí mismo, estaba allí para humillarlo; como si fuese él poco menos que una diminuta hormiga.
Con el paso del tiempo, y de manera preocupante, había comenzado a negarse a recurrir a banquetas, andamios o escaleras para poder acceder a objetos o espacios más elevados, pues veía todo aquello como un cobarde acto de resignación; y él no se rebajaría ni ante los fanfarrones ascensores.
La neurosis había estado creciendo día con día, y, ahora que la ciencia le confirmaba sus aterradoras sospechas de que ya había alcanzado su límite, la neurosis era total; tanto que había comenzado a manifestarse en la forma de una molesta picazón localizada en el dedo anular.
Aquella picazón —que pronto hará de él solo la plasta de lo que fue— se hizo notar con más fuerza la misma mañana en la que Joanna, su alivio amoroso de un metro sesenta, que distendía todo el peso de ser él en este imposible e infinito mundo, lo cita en el bar que entre semana suelen frecuentar. Saúl sabe que Joanna ya no lo soporta y que aquella reunión antecede la descontinuación de sus días como pareja; también sabe que, posiblemente, ayudaría el rogar por una última oportunidad, pero él, fiel solo a su orgullo, jamás se rebajará tanto.
Llega la tarde, llega Joanna y llega aquel momento que él sabía que llegaría. Mientras ella, sentada frente a él, se despalabra en argumentos fríamente ensayados, Saúl disocia y examina las botellas de whisky enaltecidas en uno de los últimos anaqueles que descansa por sobre la cabeza del bartender. Al mismo tiempo, la picazón en el anular no deja de aumentar, algo que para él significa una batalla más, ya que ni siquiera a aquel dolor le permitirá crecer hasta superarlo en tamaño. Sádico, obliga al dedo a repiquetear con brutalidad la madera de la barra. Tan feroz se torna el nervioso martilleo, que termina por clavar en él la atención de Joanna, el bartender y gran parte de los allí presentes. La presión vuelva tanta que decide detenerse antes de que aquella situación lo sobrepase y tome una dimensión innecesariamente desproporcionada; “no exageres”, “no le des más importancia de la que merece”, “no lo hagas más grande de lo que es”, piensa y repiensa, en un intento por calmarse.
Una vez que se calma, aunque sea por escasos minutos, logra ignorar la insistente comezón y pretende que todo está bajo control. Sin embargo, nadie, ni siquiera él, ni aun siendo el mismísimo Goliat en carne, hueso e imponencia, podría haber llegado a controlar todo lo que acaba aconteciendo.
La picazón comienza a extenderse y cubre cada vez más terreno en su mano derecha. Cuando ya casi llega al antebrazo, una voz de un volumen menor al de la conciencia, irrumpe en sus oídos. Saúl busca entre todo lo que lo rodea, pero no da con la fuente. Cuando aquella voz crece, hasta parecerse molesto zumbido de un esquivo insecto de indescifrable identidad, sacude su mano en el aire con intención de espantar a aquel invisible intruso que ha traspasado su espacio personal, provocando así que su interlocutora se percate de lo rojo e hinchado que su dedo anular se ha puesto. Joanna le ataja la mano en pleno vaivén, y ambos logran ver en su dedo a aquello que crece con gran velocidad.
El bartender se voltea hacia la pareja y otros clientes del bar hacen lo mismo, pues ahora todos pueden oír a aquella voz que aumenta en volumen y claridad; voz que repetía a gritos aquella palabra que sería la última que todos en ese bar, y en ese planeta, y en esa galaxia, y en ese universo, alguna vez oirían: ¡Basta!
Saúl es el primero en irse. Muere aplastado cuando aquello en su dedo se hace enorme y pesado; sin embargo, antes puede ver en aquello su propio rostro, además de distinguir tanto su voz como el miedo y la desesperación que a esta la modulan. El bartender queda aprisionado entre la dura madera de la barra y el frágil vidrio de las botellas, hasta que aquel ser, que no deja de crecer, lo empuja hacia ellas; creando, con los huesos y los cristales rotos, una pasta homogénea y viscosa. Joanna —que desde que había leído en internet que su nombre significaba “Dios es misericordioso”, no había dejado de repetirlo—, reflexiona en sus últimos milisegundos, quizás con desencanto, que aquel dios no es misericordioso en lo absoluto, o, que simplemente, este no existe; pues, aquella tortura extrema que le significa el sentir, de manera tan vivida, como cada centímetro de su cuerpo se estruja contra la resistente pared del bar, hasta provocar que escupa sus entrañas, no sería admisible bajo la gestión de una entidad suprema capaz de empatizar y de practicar la compasión. El resto de los presentes, sufre destinos similares.
En cuanto aquello, que ha crecido sin detenerse de aquel hinchado anular, y que resulta no ser otro que él mismo —tan mismo, tan él y tan otro a la vez—: su destino no queda libre de desgracia.
Este Saúl perpetúa su crecimiento sin descanso. Derriba de un solo golpe a todos aquellos árboles que altivos, alguna vez, lo menospreciaron; reduce a los más imponentes rascacielos a paupérrimos escombros que acaban sin poder rascar otra cosa que no sean las plantas de sus pies; toda titánica montaña con aires de inderrocable monarca se arrodilla ante él hasta no ser más que otra sumisa llanura en el paisaje. —¿Y el cielo?—. El cielo, aunque extenso y formidable a la hora de dar batalla, acaba por ser atravesado como atraviesa la decidida y valiente espada cuando ejecuta la final y piadosa estocada en el pecho de un honorable rival.
Tan mismo, tan él y tan otro a la vez, sin importar la determinación con la que lo desea, no logra abandonar aquel arrasador propósito de solo crecer. Lejos ya del cadáver de sus antiguos enemigos, en todo lo que sigue, no encuentra gloriosas victorias. Y, aunque Saúl esperaba hallar en el espacio exterior la compañía y el consuelo de un amigo que compartía y comprendía la complejidad de su pena, descubre que el universo, tan vasto y tan mágico como parece, carece, sin embargo, de un latente y benévolo corazón, pues resulta no ser más que un indiferente anfitrión que se ocupa solo de su propia expansión; ignorando con crueldad cuanto sus estrellas lo queman; o cuanto sus planetas y sus satélites lo golpean; o cuantos de sus asteroides y cometas se lanzan sobre él con espíritu kamikaze.
Ya fuera del cosmos conocido, todos los meteoritos, que se alojan en su nariz, irritan sus fosas nasales causando que estornude y que en el proceso, al abrir la boca, se trague un agujero negro que no lo había visto venir. De repente, se topa con destellos fulminantes de partículas y luces de colores extraños que parecen relámpagos de otro mundo detonando en cámara lenta; explosiones que liberan ondas de apariencia espectral; ondas que en su trayecto revelan cuerpos —o seres— ocultos en la oscuridad, y que, como las ondas que crean las burbujas al estallar en un charco, chocan con las otras ondas de las otras explosiones, mezclándose de forma confusa y espectacular. Algunos años luz más lejos, la materia oscura comienza a espesarse de forma gradual, hasta que todo se siente como el fondo de un gran estanque de pelotas de plástico. La velocidad con la que Saúl crece y la progresiva dureza de estos cuerpos, causan una fricción por la cual se manifiesta un fenómeno estático que da como resultado una sucesión de pellizcos eléctricos intermitentes y dolorosos; tan dolorosos que él, a pesar de saber que nadie escucha y sin una real esperanza en que todo aquello se pueda detener, grita y grita con todas su fuerza: «¡Basta! ¡Basta!». Es entonces cuando ve aquel blanco resplandor que rápidamente lo absorbe todo.
Inmediatamente a aquel dramático fundido a blanco, que resulta no ser más que la luz de aquella lámpara bajo la que siempre se sentaba cuando se reunía con Joanna en su bar favorito, Saúl ve su propio rostro en el rostro de alguien que lo observa aterrado y que se va haciendo cada vez más pequeño. Tan pequeños se hacen aquel que usurpaba su identidad y todos los demás en el bar, que inevitablemente acaban aplastados y estrujados hasta la muerte. Luego se repite todo lo de antes: los árboles, las construcciones y los colosos naturales se reducen a polvo bajo sus uñas; el cielo, el espacio exterior y todo lo que abarca el universo, son solo un rejunte de cosas caóticas sin la capacidad de interés o voluntad alguna. Por último, la zona indefinible del cosmos, explosiones, ondas, relámpagos y todos los procesos inefables que en aquella frontera acontecen. Todo para acabar de nuevo como el germen de la masacre en el bar y de la destrucción del planeta tierra bajo las plantas de sus pies; todo para seguir creciendo y acabar de nuevo como el germen de la masacre en el bar y de la destrucción del planeta tierra bajo las plantas de sus pies. Todo para repetirlo todo una y otra y tantas otras infinitas veces.
Con el crecer del tiempo, Saúl descubre algunas cocas, cosas que al no poder compartirlas con nadie va olvidando; solo para ser nuevamente descubiertas y nuevamente olvidadas. Cosas como que la tierra no es redonda ni plana; o como que en ciertas distancias del espacio hay oxígeno no contaminado; o como que luego de los jardines de galaxias, si uno sabe bien dónde mirar, se pueden ver seres extracósmicos y ovnis que bien pueden ser naves espaciales; incluso, y para su sorpresa, en alguna ocasión le pareció haber visto un extenso tren completamente blanco, viajando a lo lejos y entre la nada. Sin embargo, ni el crecer del tiempo, ni la expansión de su mente, pueden arrebatarle aquella certeza de que, mientras exista en su destino siempre otra frontera a traspasar, en comparación con el todo, él jamás dejará ser…
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