Abrió la alhacena y mentalmente hizo el inventario:

-Lentejas, cuatro libras.

-Arroz, seis.

-Harina, dos.

-Aceite, un poco.

Destapó otros recipientes, estaban vacíos; cabalmente lo sabía. Lo hacía para cerciorarse que su memoria funcionaba, sin embargo deseaba estar aturdido por algún tipo de amnesia.

Se sentó a pensar en el invulnerable refugio; al menos creía en ello. Detonaciones lejanas suponían una tarde sosegada. Estudiaba salir a mediodía para rebuscar azúcar, aceite y harina. Los escasos alimentos le preocupaban, lo frustraba ser incapaz de proveer a la familia.

El azúcar fue utilizada en el cumpleaños once de Iván, hoy le permitió salir; su madre pariría en horas.

No estaba al frente, la nueva guerra le era extraña. Su brazo amputado en el conflicto anterior no le permitió alistarse como soldado y se arrepentía de haberse quedado.

Hubiera sido mejor ir al frente bajo las condiciones que le imponían, pero no aceptó.

Ahora, esperar un hijo en su condición, lo abrumaba. De haber participado en la guerra no hubiera engendrado y quizás resultara muerto en el campo de batalla, esa habría sido una salida justa y decorosa.

Sobresaltado por el sonido de vuelos rasantes abrió la escotilla y asomó hasta la cintura. Los aviones se perdían en el horizonte.

Iván corría hacia el refugio antiaéreo. El niño traía algo en manos.

― ¡Gorras blancas papá! ¡Promesa de paz!

Adentro, el llanto del recién nacido, avisó.

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