Un niño observa dos imanes.

Los acerca, piensa:

es un juego,

ambas piedras quieren divertirlo.

Entonces, los enfrenta en un duelo.

Retenidos en sus manos,

los metales se miden, calculan

la prudente distancia, no caer

en la telaraña del otro.

El niño sonríe. Le divierte aquella voluntad

de la materia. Por experiencia conoce

la inercia del objeto y el vigor del cuerpo.

A sus ojos, las piedras comunes padecen un castigo:

su única instancia es la muerte.

Estos, al contrario, van despiertos.

Enfrentados, se arrojan entre sí,

como fríos amantes

de un reino sin placer.

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