El humo me asfixiaba, pero era la única manera de sosegar las voces, conocía sus intenciones y sabia la conversación que querían tener, un hilo de arrepentimiento me corrió por los nervios mientras ella se cubría con la sabana su desnudo cuerpo, era una calurosa mañana. Con los pezones al aire y el sudor aun recorriéndole el cuello fumaba mirando hacia la ventana con esa mirada perdida que tanto conocía, tal vez de mí mismo. No tuve que preguntar para saber dónde estaba, se encontraba en ese lugar de su mente donde la privacidad cobra otro sentido, donde se habita esa parte que dice ser tú, donde el mundo se convierte en un tercero y nada fuera de ti existe.
El aire entre nosotros se llenó de un denso silencio más familiar que incomodo, recostado a su lado reconocía los pesados susurros que constituían ese silencio, susurros tan ruidosos que era como si nuestras conciencias pelearan por alejarse una de la otra avergonzadas de sí mismas. Supe que teníamos que despertar antes de que nuestras almas se odiaran, y nuestros seres se hicieran incompatibles. Con una caricia en el hombro la desperté de ese trance, ese profundo sueño donde una parte de ella se perdió, una lagrima de sangre que se asomaba por su mejilla demostraba una nueva ella ajena a mí, con tal vez un poco más de anhelo o impaciencia quizás más rota o inocente, no lo sé, esa respuesta está muy enterrada dentro de mí.
En un movimiento ensayado me besó, delicado y largo, con los parpados ligeramente forzados en despedida de ese pedazo de ella que paso a ser un recuerdo, donde las expectativas se vuelven ridículas y el presente un poco más vacío. De manera recíproca le doy un pedazo de mí, no por amor sino para maldecir ese recuerdo con un sabor que estremezca todo aquello que le sustenta si alguna vez decide volver a ese momento.
Dándome la espalda se puso su ropa interior con una naturalidad forzada y se dirigió a la cafetera, justo a tiempo porque las voces se han convertido en alaridos. “¿Que haces?”
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