Un muchacho de edad indeterminada que lleva una gorra de los Yankees y unas gafas Ray-Ban baja de un coche que acaba de detenerse. Sale con cuidado, sacando primero un pie y después el otro, como si fuera una araña trepando por una grieta. Después saca un macuto del maletero del coche, sin que los dos hombres sentados delante hagan ademán de ayudarle. Son antiguos militares y, aunque no le hayan dicho nada, sabe que la gente como él no les merece muy buena opinión. Se echa el macuto al hombro y asiente en gesto de agradecimiento a los dos ocupantes del vehículo. Estos apartan la mirada con manifiesto desdén; no quieren aceptar su gratitud. Él sonríe con fanfarronería juvenil, sin delatar en modo alguno la inquietud que siente. No quiere fracasar; no puede permitírselo. Es consciente de la enorme diferencia que hay entre ser un mártir y meter la pata y conseguir que te maten. Por supuesto, no quiere morir; no hasta haber hecho realidad su sueño. Es de estatura pequeña y de ambiciones enormes. Durante su primer día como recluta de Al Shabab, el instructor, molesto con él, lo agarró por el pescuezo a la vez que le gritaba en somalí: Waxyahow yar! («¡Jovenzuelo!»). Se quedó con el apodo, y ahora responde a él. No ha tenido educación digna de ese nombre, pero se considera rico en visiones del paraíso. El coche da marcha atrás y él avanza por la carretera de tierra, jadeando con fuerza bajo la carga que acarrea. Hace calor, y justo antes del mediodía se encuentra de frente con una mujer enfundada de pies a cabeza en un velo que la cubre como un toldo. La mujer siente curiosidad al ver esa figura de huesos menudos que apenas mide más de metro treinta y cinco —un enano, es lo primero que ha pensado— y lleva un macuto más grande y más pesado que él. Lo observa en silencio mientras deja el macuto en el suelo, suspirando con alivio. Ella espera a que se quite las Ray-Ban y le muestre la dureza de su mirada antes de pensar siquiera en retirarse el velo o contemplar cualquier pregunta que pueda hacerle. —Me llamo Cambara —dice ella—. ¿Y tú? —A mí me llaman Jovenzuelo —dice él. A continuación, tartamudeando levemente, le pide que le diga «Cómo llegar a la quibla». Ella se toma su tiempo. Cree que el chico debe de estar confundiendo la quibla —palabra árabe que designa la dirección hacia la que rezan los musulmanes— con el norte. Se pregunta si será un hombre hecho y derecho con voz de niño, o un niño metido en un cuerpo de hombre. Están en mitad de una carretera de tierra en el este de Waldhiigley, un distrito de Mogadiscio venido a menos, evaluándose mutuamente. Cambara va camino del mercado de Bakhaaraha; necesita comprar unos últimos detalles con los que acabar de decorar el piso para sus huéspedes, Jeebleh y su yerno periodista, Malik, que llegan mañana. De repente, mientras estudia al jovenzuelo se le ocurre la idea de que quizá se esté haciendo pasar por quien no es, del mismo modo que ella se cubre con ese gran toldo antes de salir de casa como parte de su disfraz, como escenografía. Las mujeres somalíes, que antes nunca llevaban velos, recurrieron a ellos cuando empezó el conflicto, en 1991. Así se sentían más a salvo del acoso sexual por parte de jóvenes armados. No obstante, últimamente, desde que la Unión de Cortes Islámicas se ha hecho con el control de Mogadiscio y ha extendido la jurisdicción de la saría, el velo integral se ha vuelto de rigor. Se castiga a las mujeres si aparecen vestidas con pantalones o con los vestidos menos restrictivos habituales antes de la guerra civil. Él tiene el pelo de color ceniza y tan crespo que no hay peine capaz de alisarlo. Por las pocas palabras que ha dicho, ella deduce que aún no le ha cambiado la voz. Sin embargo, su cara está llena de los hondos surcos que ella asocia con los rasgos endurecidos de un pastor de la región central, donde se originaron todas las inestabilidades políticas recientes de Somalia. Al Shabab, el ala militar de la Unión de Cortes Islámicas, ha estado intentando someter mediante el terror a los residentes de la ciudad, y parece haberlo logrado hasta cierto punto. Ella da por supuesto que el chico es uno de los reclutas de Al Shabab encargados de «consagrar» —o mejor dicho, de confiscar— una vivienda en el barrio, desde la que él y sus colegas lanzarán ataques contra sus objetivos. Cambara señala hacia el sur, orientándolo en la dirección equivocada, bien lejos de la parte nororiental de la ciudad donde vive ella. Jovenzuelo levanta su macuto y camina en la dirección que le ha indicado la mujer. Cambia la carga de un hombro al otro mientras respira ruidosamente por la nariz, y de vez en cuando descansa. Juega a ser más duro de lo que es; intenta andar con pies de plomo, aunque resulte obvio que el intento es una farsa; no puede dar dos pasos sin titubear. Baldado por el peso que tiene que llevar, ya no puede recordar los detalles de las instrucciones que ha recibido. Sin duda se siente afortunado de que lo hayan elegido para este encargo envuelto en secretismo, su primera misión. Hará cualquier cosa para impresionar a los comandantes de la célula de la que ahora es miembro de pleno derecho. Eso le hace sonreír e imprime energía renovada a sus andares. Pierde el equilibrio justo cuando recuerda haber recogido el macuto unas horas antes. Le habían enviado a ver a un hombre con una gran barba, que le había granjeado su nombre de guerra: Garweyne o «Barba Cerrada». Barba Cerrada es el director de una de las tiendas de informática más grandes del mercado de Bakhaaraha, el epicentro de la resistencia, un santuario desde cuyas laberínticas madrigueras los insurrectos emprenden frecuentes ofensivas. El complejo del mercado confunde a cualquiera que no esté familiarizado con sus numerosos pasillos sin salida, delimitados por casetas y puestos que requieren medio día para instalar y solo un par de horas para desmantelar. En el macuto, Barba Cerrada ha colocado minas antipersona, granadas y otros artilugios explosivos, armas pequeñas destinadas a agujerear el fuselaje de los aviones en el caso de una incursión etíope, supone Jovenzuelo. Lo cierto es que Barba Cerrada compartió poca información con él de manera directa, y Jovenzuelo sabe que no está ahí para hacer preguntas. No puede dejarse vencer por la curiosidad, ya que desviarse de su misión del modo que sea acarreará un castigo severo. Jovenzuelo entiende hasta aquí: su papel es ser la avanzadilla de un comando que prepara el terreno para que Al Shabab pueda responder inmediatamente a una eventual invasión etíope de Mogadiscio. Lo han adiestrado en el manejo de explosivos, pero hoy su trabajo consiste en consagrar un piso franco. El contingente del que forma parte está compuesto por un selecto grupo de combatientes que tienen el mismo mando central, formado por dos hombres. El nombre de guerra de uno de ellos es Dableh: Soldado Raso. Temido por quienes le conocen, Soldado Raso, de voz suave, fue coronel en el ya extinto Ejército Nacional. En 1991 estaba al mando del mayor arsenal de armamento del país, puesto para el que lo nombró directamente el anterior dictador. Tras el comienzo de la guerra civil, el coronel cambió de bando y concedió al señor de la guerra conocido como el Cacique del Sur acceso ilimitado a ese arsenal armamentístico, equipando así a su desharrapada milicia de clan y permitiendo a esta expulsar de la ciudad al jefe del Estado. Cuando Cacique del Sur murió, el coronel transfirió sus lealtades a las Cortes y contribuyó a su triunfo final sobre los señores de la guerra en 2006. Ahora, unos meses después, aporta su pericia militar al plan para invadir Baidoa, sede del débil Gobierno Federal de Transición, y se prepara ante un posible ataque etíope para apoyar al Gobierno. El número dos en la estructura de mando lleva el nombre de guerra de Al Xaqq, que significa «la Verdad», término que posee atributos divinos, ya que es uno de los noventa y nueve nombres de Alá. Hombre modesto, Al Xaqq atribuye un significado más temporal a su nombre y prefiere que lo llamen Portador de la Verdad. No solo es un genio de los explosivos, sino también miembro de las altas esferas de las Cortes, un hombre muy sabio acostumbrado a tener a grupos de hombres a su cargo. Se enorgullece de su formidable capacidad de identificar a posibles terroristas suicidas, con los que trabaja de forma muy estrecha. Duerme y come con ellos para establecer complicidad antes de que cumplan una misión, y los somete a duras y desagradables experiencias que ponen a prueba su perseverancia. En ocasiones es el único que está informado de los detalles de una incursión, porque las diseña a la medida del mártir elegido por él. Hace unos pocos meses, después de que Jovenzuelo no acabara de dar la talla para ser terrorista suicida, Portador de la Verdad le sugirió que se adiestrara en materia de explosivos y lo transfirió a la unidad de Soldado Raso. Jovenzuelo conoce el protocolo: Barba Cerrada le habrá enviado un SMS tanto a Soldado Raso como a Portador de la Verdad confirmando que Jovenzuelo ha recogido el macuto. Los acontecimientos especiales exigen rituales especiales, que se repiten muchas veces, y en cada ocasión un insurgente recibe un alijo de armas o un fajo de billetes de los hombres que dirigen la insurrección. Agotado de llevar el macuto, Jovenzuelo se toma un largo descanso y empieza a dudar de que vaya en la buena dirección. Según el conductor, la casa debería de haber estado muy cerca. Pero, o bien ha estado caminando en círculo, o la mujer envuelta en el enorme velo lo ha engañado. Presiente que no va a llegar a la hora acordada. Acelera el paso, tuerce primero a la izquierda y luego a la derecha, y después otra vez a la derecha. Se tropieza con dos hombres que están conversando y cree que deben de ser los dos simpatizantes de Al Shabab que tenían que proporcionarle indicaciones. Al principio no le hacen ningún caso, a pesar de que se ha parado muy cerca de ellos. A Jovenzuelo le parece que no saben qué pensar de él. Entonces se acuerda del código acordado. Con la voz ensayada de un actor recitando sus diálogos, pregunta: —¿Podría uno de ustedes decirme dónde queda el norte? A Jovenzuelo no parece preocuparle que estos dos hombres no se ajusten exactamente a las descripciones que le dieron sus instructores. Como tiene hambre, no presta tanta atención a los detalles como debiera. El mayor de los dos es delgado, de piel muy oscura, atractivo, y de mirada inteligente; lleva un sarong. Su acompañante, más joven, más bajo y fornido, lleva una librea beduina. El hombre de librea, con los dientes renegridos, es el primero en hablar. Se vuelve hacia su compañero y con el ademán característico con el que los hombres muy cultos hablan a los no instruidos, dice: —Este jovenzuelo quiere saber cómo ir al norte. —¿Qué te hace pensar que quiere saber cómo ir al norte cuando lo que quiere saber es la dirección de la quibla? —responde el más anciano. Jovenzuelo ya no recuerda a qué desconocido ni en qué esquina de la calle tenía que pedir direcciones utilizando la palabra clave «quibla». Deduce del tono del mayor de los dos que lo están engañando. Cuando los mira más detenidamente, se siente más confundido todavía. El hombre de librea se comporta de forma curiosa, como si quisiera estirar el brazo y abrir el macuto. Entonces, intentando demostrar que sus conocimientos son superiores a los del más anciano, desencadena una incertidumbre aún mayor en la mente de Jovenzuelo. —¿Creerá este joven que el camino al norte siempre indica el camino a la quibla? Ahora la duda se ha despertado en los ojos del más anciano, y él también fija su mirada en el macuto. Le dice a Jovenzuelo que vuelva por donde ha venido hasta que encuentre una casa grande con una verja verde en la que están recién pintadas de color rojo las palabras Allahu Akbar. —¿A qué distancia está esa casa? —A unos cien pasos del cruce —responde el más anciano—. Luego tuerces a la derecha, y después a la derecha otra vez. Esa es la dirección norte, hacia la quibla, hacia La Meca, la dirección correcta. Ni la verja verde ni la inscripción en rojo tienen pérdida. Es allí donde quieres ir. Jovenzuelo apenas se ha alejado hasta donde ya no puede oírlos cuando el hombre de librea estalla en una carcajada burlona, divertido por la idea de que acaban de enviar al muchacho al inmueble equivocado, que pertenece a un rival en los negocios del más anciano de los dos. El propietario de la vivienda está fuera del país y se la está alquilando a una familia de dudosas afiliaciones políticas que pertenece a un clan rival al del hombre de librea. «Dos pájaros de un tiro», sentencia. Mientras Jovenzuelo busca la casa con la verja verde y la inscripción, atribuye la fragilidad de su memoria al hecho de no haber desayunado y a que un joven como él no puede comprender los intrincados juegos políticos de los adultos. Sospecha que lo están utilizando. Todo resulta confuso. De repente, sin embargo, encuentra la verja con la inscripción y deja de lado sus dudas. Pasa de largo y gira a la izquierda. Quiere entrar por la puerta de atrás, de acuerdo con sus instrucciones. Hay una valla alta que tendrá que escalar. Con el pulso acelerado envía un mensaje de texto de una sola palabra para informar a su coordinador de que se encuentra en la puerta de atrás, y recibe una respuesta indicándole entrar inmediatamente. Abre el macuto y saca una ametralladora y un cinturón lleno de balas. Se echa la ametralladora plegable al hombro, se ciñe el cinturón y tira el macuto por encima de la valla, y a continuación espera unos minutos. Jovenzuelo se desea buena suerte. Con pasos tan ligeros como una joven madoqua, coge carrerilla y trepa la valla. Se deja caer del otro lado con un ruido sordo y permanece agazapado durante un minuto aproximadamente, con el arma a punto, como ha visto en las películas. Ante él se extiende un jardín desatendido, con arbustos bajos y desaliñados, árboles atrofiados y la pared de la casa cubierta de enredaderas. Avanza sigilosamente, tan silencioso como los leopardos de las historias que le han contado. Está convencido de que los instructores de la madrasa estarían satisfechos con él, y confía en que su breve entrenamiento le haya convertido en un cadete preparado para ser un mártir al servicio de la insurrección. Sobresaltado, hace una pausa de una fracción de segundo al oír que algo se mueve en las inmediaciones. De forma veloz y decidida, recupera el macuto y se sitúa, firme y sin miedo, detrás de los arbustos; al fin y al cabo, piensa, ser pequeño tiene sus ventajas. No obstante, ahora se topa con una valla más baja de 16 la que nadie le había hablado, lo cual demuestra, se dice a sí mismo, que hasta los agentes de inteligencia de Al Shabab pueden fallar. Con todo, no se vuelve a mirar atrás, pensando que ese es el camino de la perdición. Además, un mártir no puede tener miedo. Si hace falta, utilizará el arma, disparará y matará. Retrocede tres pasos, respirando agitadamente hasta notar una sensación de ardor en los pulmones. Al no mencionar la segunda valla, puede que a los agentes les pasara desapercibido algo más insidioso, por lo que debe de estar listo para cualquier eventualidad. A menos, por supuesto, que la omisión haya sido deliberada a fin de poner a prueba su fortaleza de carácter. Su coordinador le ha recalcado la importancia de utilizar el arma solo cuando resulte imperativo o en defensa propia, y en tal caso, de utilizar el silenciador. Efectúa un movimiento nervioso tras otro. Arroja el macuto por encima de la valla. Aguarda unos minutos, y luego corre hacia la valla, la rebasa de un salto, y al aterrizar, se hace un ovillo compacto: esto lo ha aprendido viendo vídeos en una página web yihadista. En uno de ellos, los instructores animaban a los jóvenes yihadistas a guardar las cabelleras de los rehenes más prominentes como trofeos. Jovenzuelo duda de que alguna vez vaya a querer quedarse con la cabeza de un hombre al que haya matado. De hecho, no hay ninguna posibilidad de que quiera hacerlo, y en cualquier caso, no tiene dónde esconder la cabeza de un muerto; no dispone de un hogar que pueda llamar propio. Ahora se topa con una segunda discrepancia respecto de las directivas recibidas: encuentra una ventana entreabierta, pero que no parece conducir a un cuarto de baño, como le habían dicho, sino a lo que parece ser una cocina. Se esconde detrás de un árbol enorme con un tronco tan grande como el de un baobab. Permanece tan inmóvil como un fiel esperando al imán para reanudar sus postraciones. Entonces, entregándose plenamente a cada uno de sus movimientos, como un yihadista encabezando el ataque frontal contra el enemigo, alcanza el patio trasero de un par de zancadas largas y veloces. Escudriña el área en busca de indicios de que esté habitada: la presencia delatora de una silla de mimbre que alguien ha sacado 17 al exterior para sentarse; un gato dormido enroscado, y ropa secándose en un tendedero. Entra en el inmueble colándose por la ventana de la cocina, gracias a Dios que es pequeño y ágil como un gato al acecho. Por supuesto, no existen instrucciones capaces de prepararle a uno para cualquier contingencia. Hay decisiones que hay que tomar in situ y sin ayuda. Hasta donde él puede ver, en el interior todo está en calma. Camina un poco por la casa con una sensación triunfal, y luego sale a coger el macuto y meterlo dentro. Hace una llamada de teléfono para decirle a su coordinador que está en la casa y que todo va bien. Su coordinador le pide que describa el exterior de la casa que ha «consagrado». De hecho, le pide que le repita varias veces cómo ha llegado allí. Al principio, Jovenzuelo lo achaca a una mala conexión telefónica. Luego empieza a dudar de que haya venido al inmueble indicado. Termina la llamada y se embarca en un reconocimiento a fondo, cosa que debería haber hecho desde el principio. Sube por las escaleras y entra en los dormitorios. Constata, con gran consternación, la presencia de señales de vida. El cuarto parece habitado: cajones entreabiertos por uso reciente, calcetines mugrientos, ropa interior todavía húmeda. Se ha equivocado de casa, vuelve a pensar. Pero ¿qué puede hacer? La nevera de la cocina zumba tanto que parece a punto de cobrar vida. Al abrirla y ver los recipientes de plástico llenos de las sobras de la noche anterior, le entra hambre y se enfada. Por una parte, hace tiempo que no come carne y se siente tentado de atiborrarse de buenos alimentos, como si esta fuera a ser su última comida; por otra, se arrepiente de haber hecho ya la llamada. Oye movimientos procedentes del porche delantero. Se vuelve y ve a través de la puerta abierta a un hombre muy viejo, sin afeitar y vestido en bata y zapatillas, tambaleándose hacia la casa. El anciano parece igualmente sorprendido de verlo a él. Sin embargo, confunde a Jovenzuelo con uno de sus muchos nietos y dice: —¡Vaya, qué pronto has vuelto! Verás, el viento cerró la puerta y cuando vi que no podía volver a entrar, me quedé dormido en el banco bajo el árbol del jardín de delante.
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