Hoy mi voz, en su cordura

Hoy mi voz, en su cordura

Fue el eco de la crónica el que me privó de voz y, tal vez, de cordura. La historia está escrita por hombres y a su mirada pasó ciega la lid en mis entrañas, la devota madre, la sumisa hija…

Miráis juzgando con ojos de vuestro tiempo, mas no entendéis mi duelo en el mío. Fui mujer, sí, del S. XVI. Tan sólo espero que en los renglones de la historia, alguien me vea en mi contienda sin el velo del romance con el que, dos siglos más tarde, me vistió la pasión de una leyenda.

Amé y perdí. Eso es verdad. Mas hoy alzo mi voz y os digo que fue mi luto el que os dio la biografía que hoy tiene vuestra tierra. Sin mi locura, todo hubiese sido distinto.

Soy culpable de celos, cierto. De mi ira contra esas mujeres que se deleitaron, como yo, al calor del torso soberano. El único pecho donde alguna vez, en ese efímero momento en el que yo aún fui su capricho, alguien me otorgó valor. Bello y vanidoso en su corte la diversión era tributo. Aunque católica en rebeldía, yo venía de Castilla. Poco podía hacer ante sus ojos, que me reconocían por limosna.

Duro fue perder, en la distancia, a mis hermanos dos años seguidos. Negro destino me aguardaba, con ello, recibiendo como herencia una Corona. Por mi sangre Trastámara provenía, mas la tomó como suya, mi esposo borgoñés. Una noche Cisneros, el poderoso Cardenal castellano, y sus secuaces políticos, constituyeron un Consejo de Regencia y al día siguiente el vigor joven de mi hermoso marido, sorprendentemente, se apagó.

El rey ha muerto, que el Cardenal no pise palacio. Ordené.

Me llamaron loca. Loca me sentenció mi madre por mi escasa fe. Por mis celos, fui loca también. Y con loca desacreditaron mis órdenes, quienes yo sabía traidores.

Al grito de Maximiliano de unos, Cisneros no perdió el tiempo y fue a Nápoles en busca de El Católico, mi padre. Comenzaba, sin yo saberlo, la sinrazón de mi calvario.

De luto lecho y trono, en este tablero yo ya no era reina, era la figura del rey y el cardenal, el caballo. Una pieza que cuando hace jaque sólo te deja una opción, con suerte dos: comerte al equino o, lo ansiado, mover al soberano. Pero no hay ficha que puedas interponer que proteja tu corona. En eso me equivoqué. Mi padre ni siquiera era una pieza mía y mucho menos me quitaría el acecho del penco: él era el monarca de la nueva partida.

Yo no tenía piezas en este lance, no lo vi. Era un rey ahorcado.

Mi padre acudió a la llamada del clérigo y me pidió cordura, su cordura.

Reponte -dijo- Toma un tiempo de reposo, yo gobierno.

A la postre, yo tampoco sabía cómo reinar. Me educaron para acompañar. Obedecí.

Sólo puse una condición: mi marido, conmigo, sin enterrar. Nadie entendió. Loca otra vez. Yo sabía porqué. Fueron meses de corte fúnebre para nobles, clérigos y damas. Por tiempo largo, todos hartos. Debieron dejar sus haciendas, sus familias, sus vidas… su posición les obligaba a seguir al féretro real que yo no dejaba ni a sol ni a sombra. Una golosina para románticos y psicólogos, más tarde: pasión ciega, celos necrológicos… Juzgaron.

Nadie vio mi dudoso privilegio de ser reina. El instrumento para un pacto de Estado. Si viuda soy, dejadme viuda. Sabía que aguardaban el entierro de mi esposo, entre otros, El Avaro. Me llamaban loca pero era en la presencia de su ausencia, cuando mi marido más me aguardaba y prevenía. Con él de cuerpo presente, nadie osaría pretenderme por esposa.

No quería sobre mi nuca el aliento jadeante del pseudoamor lento de un anciano. Ni el tacto áspero de unas manos ajadas por el tiempo sobre mi pecho. No. No quería nada de eso. Ni en mi lecho, a Enrique VII, ni en el trono de Castilla un Tudor. La corona sería para sangre de mi sangre. El inglés tenía dos hijos. Sin mi locura, pudo ser rey español Enrique VIII.

En este breve lapso, en el que el cuerpo que amé yacía cerca con su efervescencia pérfidamente extinguida es en el único capítulo de mi vida en el que sentí posible una fugaz promesa de libertad. Su lujuria me hizo presa. La ambición de mi padre y de mi hijo, también.

Fui traicionada por los tres. Mi locura legitimaba el gobierno de mi padre. Cumplió su ambición: volver uno el reino de Castilla y Aragón, Navarra y Granada.

Viví presa, esperando, sin noticias, sin afectos, sola. Con la única compañía de mi última hija, Catalina, póstuma de mi marido, y que también me arrebataron, como joyas y recuerdos que desaparecían tras las escasas visitas de mi gente y de lo que culpé a mis siervos, carceleros. Me llamaron “Loca”. Todos, salvo el tribunal de la Corte. Que no me vieran, que no supieran… Silencio y refrende Majestad: hija, madre. Y mis manos firmaban con su firma de reina y sus caricias yermas. ¿Qué sentido tenía arrancarme el luto, vestir color, peinarme o sonreír? Era un luto del alma. ¿Dónde estaban los hombres que me amaban? Uno muerto, ya sé. ¿Y los demás? Tardé en saber cuándo en mi luto hacía tiempo que también iba mi padre. Mi hijo arribó a la corona tras él. Nada me dijo. Los comuneros me contaron cuando vinieron a saber la verdad de mi locura.

Majestad, reina Carlos.

Nada he sabido ¿Por qué?

Y escuché. Escuché en los silencios de su discurso que no era mi reinado el que pedían sino arrancar de él a mi hijo. Rey temporal, según les dijo, mientras yo alcanzase la cordura.

La corona ya era suya. Al fin y al cabo, mi deseo. Yo, legítima reina de una etapa que cambió el perfil de un mapa y con él el rumbo de sus pueblos, decido:

-Dejad todo como está.

Por siempre, Juana, “La Loca”. Sin entidad. Una mujer cautiva por el deseo del viril empuje de un hombre Hermoso, Felipe. Qué importa mi razón. Loca… por amor. Así de simple.

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