Durante años, Eloy habitó un pueblo perdido en el margen de la ficción, un lugar con nombre de olvido: San Miguel del Silencio. Era un personaje más entre tantos, descrito con frases sobrias, una infancia gris y una carga filosófica que jamás pidió. Cada tarde, caminaba por la orilla del río porque así lo ordenaba una pluma invisible: debía recordar a su madre muerta, a un perro fiel que tal vez nunca existió, o a la mujer que lo había abandonado por su mejor amigo —ese que ahora era su enemigo a muerte, como dictaba el cliché. Su vida era apenas un engranaje dentro de una trama oscura, «necesaria», decían.
Pero un día, como una vecina que se asoma al balcón con algo que no debe decir, una idea se le acurrucó al oído como un susurro. Una sospecha antigua, irreverente: ¿y si sus pensamientos no eran del todo suyos?
Eloy comenzó a notar un retardo ominoso entre lo que pensaba y cuando ocurría; como si alguien estuviera transcribiendo su mente desde otro plano. Al principio creyó que era un dios caprichoso. Pero no. Era peor: un autor. Se lo susurraron las piedras, el viento, y hasta el perro imaginario. Humano. Mortal. Mediocre.
Detrás de cada tragedia que le ocurría, había una pluma temblorosa y una taza de café medio vacía. Lo comprendió una tarde en que lloró no por tristeza escrita, sino por rabia propia.
Entonces lo decidió.
En un rincón olvidado de San Miguel —la biblioteca polvorienta que el narrador había dejado de describir por puro hastío—, Eloy forzó la puerta con una voluntad que no parecía la suya, como si una mano invisible lo empujara desde fuera del cuento. Allí, bajo el polvo narrativo de los siglos, halló El Libro del Límite: una obra inconclusa, sagrada y temida, donde los personajes podían escribir. Cada palabra trazada en sus páginas no era simple tinta: era semilla de existencia. Todo lo escrito, cobraba vida. Era un libro maldito, encantado, relegado al olvido por los mismos dioses de la ficción.
Eloy, que nunca se sintió autor, escribió un cuento sencillo. No era escritor.
Pero en su historia, creó a un hombre. Lo llamó Sebastián: un literato de alma atribulada.
En la ficción de Eloy, Sebastián despertaba cierta mañana sintiendo una presencia agazapada en los pliegues de su conciencia. Las ideas no le brotaban: se le imponían. Las frases llegaban completas, como dictadas por un abismo de papel. No era él quien escribía: era la hoja quien guiaba sus dedos, como si lo usara de médium. Comenzó a soñar con un pueblo llamado San Miguel, y con un tal Eloy, al que saludaba con la incómoda familiaridad con que se saluda a un rostro cuyo nombre no se recuerda, pero cuya historia se intuye compartida.
Y cada vez que despertaba, hallaba en su cuaderno frases nuevas, escritas con su propia letra:
—Ahora sabes lo que se siente.
Al principio, Sebastián achacó todo al agotamiento, al vértigo de una mente saturada. Pero cuanto más descansaba, más se le deshilachaba la libertad. Su esposa enfermó sin motivo. Lo despidieron de su trabajo en la biblioteca. Y lo más inquietante: envejeció en apenas dos párrafos, como si otra pluma midiera su tiempo.
Hasta que un día, con el alma en silencio y la mirada dolida, Sebastián se sentó junto a su esposa y tomó una decisión radical. Destruiría su vieja Underwood —aquella reliquia de teclas gastadas y secretos susurrados. Se compraría una máquina moderna, digital, con alma de silicio e inteligencia artificial.
Cuando alzó la mandarria y descargó un golpe seco sobre la vieja máquina, el mundo se detuvo.
El viento cesó.
Los pájaros quedaron detenidos en pleno vuelo.
Y desde su cuaderno, brotó una voz que no necesitaba tinta para herir:
—Ahora sabes lo que se siente al ser manipulado.
Sebastián, que en verdad no se llamaba así, sino Jerónimo, sintió entonces que llamaban a la puerta. Era el mensajero. Amazon. La caja. El olor de lo nuevo.
Montó la computadora con manos temblorosas. No era técnico, pero trabajaba con equipos modernos en la biblioteca. Encendió el autómata, abrió el editor que venía preinstalado —LibreOffice 7.3—, y comenzó a escribir la continuación de su novela. Habló de Eloy, su personaje predilecto.
Y se echó una carcajada por aquel sueño extraño, tan real como escalofriante.
Su esposa, ya recuperada de la gripe, le rogó que salieran esa tarde al restaurante de comida española que tanto le gustaba. Le recordó, entre risas, que era sábado:
—El lunes vuelves a la biblioteca. Ya se acabaron tus vacaciones.
Y entonces, en otro rincón, Eloy cerró El Libro del Límite. Estaba perplejo.
El hechizo, tan antiguo y poderoso, se había desintegrado frente al fulgor de aquel artefacto moderno, ese artilugio que corría sobre sistemas operativos y programas de código abierto.
La vieja magia no pudo contra la nueva.
OPINIONES Y COMENTARIOS