Volver. Si, volver cualquier tarde, así, en silencio. Como un boomerang del tiempo. Volver a esa calle sin salida, donde las cuatro torres nos daban refugio. Sentarse en los troncos, (los palos les decíamos) que fueron testigos de los juegos, y más tarde, entre tempranas sombras, del primer beso. Volver no solamente a ver las huellas dejadas, sino también los viejos senderos, perdidos o muertos. Volver no es solamente, acostumbrar la mirada al maltrato del tiempo en las cosas. Es también enmudecer de repente, es susurrar ese recuerdo. Hay algo de llanto contenido en volver, pero también algo dulce que se saborea. Y mirando con atención, hasta se pueden encontrar diminutos trozos de inocencia, que dejamos allí hace ya mil vidas. Puede ser una carga volver. Peso enorme que uno carga, y no sabe muy bien donde, a veces, ni siquiera porqué. Volver es como una música leve y triste. Una música que te obliga a cerrar los ojos, para perderse en la noche, como se pierde en la voz, el silencio. Veo los árboles. Mucho más grandes y viejos. Que niegan o asienten con sus ramas al capricho del viento, y en esa especie de trance, creo que intentan revelarme algún secreto. Entonces, ocurre el milagro, todas las tardes juntas, vividas allí, se arremolinan en la calle y son mías de nuevo. Una vez más. En su dicha y en su pena. Volver. Hay tantos caminos que recorrimos juntos. Y tantos que decidimos, jamás recorrer.
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