Capítulo VII
El ultimo viaje
Al despertar, Hanna me pidió que la llevara a Muston. Me dijo que sentía una necesidad profunda de visitar aquel lugar, como si fuera un anhelo que llevaba dentro desde hacía mucho tiempo.
Así que al día siguiente, nos preparamos y emprendimos el viaje. En el coche abrió con calma un pequeño compartimento de la guantera del coche y guardo ahí una caja plana y alargada, de color azul, me dijo que era algo especial para mi pero que me lo daría de vuelta a Londres. La mire y sonreí en agradecimiento.
El trayecto estuvo cargado de emociones. Hablamos, reímos y, en algunos momentos, simplemente disfrutamos del silencio compartido. Llegar a Muston fue un alivio y una alegría, una promesa de experiencias y recuerdos nuevos. No visitó la casa donde había vivido, tampoco había querido ver a Florence que vivía a pocas calles de su casa y eso me sorprendió bastante, pero le reste importancia.
Primero, visitamos la playa. .
Aquel último viaje a la orilla del Mar del Norte fue diferente desde el principio. Había una sensación en el aire, algo intangible pero palpable, como si el mundo mismo supiera que esa sería nuestra última escapada juntos. El viento era frío, más frío de lo que recordaba, pero Hanna insistió en que quería sentir la brisa del mar en su rostro una vez más.
Dejé la silla de ruedas justo donde acababa el sendero de Rowellyn. Hasta ahí pude empujarla, el camino de grava era firme, pero más allá de ese punto, solo quedaba arena. Me agaché frente a ella, y en silencio, como si no necesitáramos palabras para entendernos, la cargué en brazos. Sus brazos se aferraron a mi cuello con suavidad, y sentí el leve peso de su cuerpo, tan frágil pero lleno de una fuerza silenciosa. Cada paso en la arena era un esfuerzo, pero el frío aire del mar nos envolvía, dándonos una sensación de paz, como si el mundo se detuviera por un momento.
La llevé hasta las rocas, donde el rugido del mar se hacía más fuerte, más áspero, y nos sentamos en la orilla. El mar, siempre imponente, estaba oscuro y frío, con olas que rompían con violencia contra las piedras, pero a su vez, nos ofrecía un consuelo inexplicable. Ella miraba el horizonte, perdida en sus pensamientos, mientras el viento enredaba su cabello. Sabía que este lugar era especial para ella, un refugio donde podía sentir, al menos por un instante, la libertad que tanto anhelaba. El aire frío nos golpeaba la piel, pero no importaba. Estábamos juntos, al borde de un mundo que, aunque hostil, nos ofrecía ese momento de quietud, de conexión profunda.
El tacto de su piel, el leve temblor en sus manos, el silencio que compartíamos… todo se sentía tan real, tan dolorosamente humano. En ese rincón del mundo, bajo el cielo roto y con el mar golpeando a nuestros pies, no había silla de ruedas, no había barreras. Solo estábamos nosotros, abrazados por la aspereza del viento y la inmensidad del océano, sintiendo que, a pesar de todo, éramos libres por un instante.
Le abroché la chaqueta con cuidado, mis dedos temblaban ligeramente por el frío, pero también por la delicadeza con la que la trataba. Sabía que, aunque sus palabras eran pocas, había un mundo entero de pensamientos y emociones detrás de su mirada. Después, le coloqué el gorro sobre su cabello, que el viento del norte azotaba con fuerza.
Mientras le colocaba el gorro, mis manos se detuvieron un instante. Algo en mí cambió cuando la miré, y por primera vez vi sus ojos azules de una manera diferente.
En ellos, la inmensidad del mar parecía palidecer, porque en esa mirada había una belleza indescriptible, un abismo profundo de dolor. Me quedé inmóvil, perdido en esos ojos que siempre había conocido, se me revelaban como un espejo de su alma. Eran tan hermosos como tristes, reflejaban todo lo que había sufrido, las cicatrices invisibles que cargaba consigo y los sueños rotos que llevaba en silencio.
Por un momento, no supe qué hacer. Sentí que en esa mirada se desbordaba todo lo que nunca había dicho en palabras: la soledad, el miedo, las preguntas que guardaba en su interior. Era como si ella, a través de esos ojos, me estuviera dejando entrar en lo más profundo de su ser, permitiéndome ver lo que siempre había ocultado detrás de una sonrisa o de una mirada fugaz. Su fragilidad y su fortaleza estaban ahí, entrelazadas en un solo instante, y yo, por primera vez, lo comprendí por completo.
No pude apartar la vista de sus ojos. Me sentí vulnerable, como si todo lo que había creído saber sobre ella quedara desnudo ante esa mirada que me desbordaba. Comprendí cuánto dolor cargaba y cuán profundamente lo había guardado.
Sentí cómo el viento se enroscaba a nuestro alrededor, frío y cortante, como si quisiera empujarnos de vuelta, alejarnos del lugar donde estábamos, pero ahí seguíamos, resistiendo.
El aire parecía querer arrancarnos la piel, colarse bajo nuestras ropas, pero yo la envolví con mis brazos, protegiéndola del frío que nos rodeaba. A pesar de todo, ella se mantuvo en silencio, observando el mar embravecido, como si esa naturaleza salvaje reflejara algo de lo que sentía por dentro. Estábamos juntos, pero el viento era implacable, y sin embargo, en ese momento, éramos solo dos almas en la orilla de un mundo frío, donde las palabras sobraban.
El sol se ocultaba lentamente, y la marea estaba baja, dejando al descubierto la vasta orilla que se extendía ante nosotros, casi desierta salvo por las gaviotas que graznaban a lo lejos.
Nos detuvimos al borde del agua, justo donde las olas llegaban tímidamente para besar la arena, retirándose suavemente después. El aire olía a sal y a algo antiguo, algo inmenso que te hacía sentir pequeño y vulnerable. Nos quedamos en silencio por un rato, escuchando el murmullo constante del mar. El sonido de las olas era reconfortante, pero también me llenaba de una especie de melancolía, como si el océano compartiera nuestro dolor, nuestra historia.
Hanna estaba más tranquila de lo habitual. Su mano, que siempre había sido tan delicada, ahora temblaba ligeramente. Noté ese temblor, y sin pensarlo, la cubrí con la mía. Su piel estaba fría al tacto, pero no retiró la mano.
—¿Sabes?—me dijo, con la mirada fija en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar en un juego interminable de tonos grises y azules.
—A veces, cuando era niña, solía imaginar cómo sería la felicidad. Me pasaba horas preguntándome si algún día la encontraría. Siempre la veía como algo lejano, algo que otros tenían y yo nunca podría alcanzar. Pero… ahora, aquí, contigo, creo que por fin sé lo que significa.
Su voz era suave, apenas audible entre el ruido del viento y las olas, pero cada palabra pesaba en el aire como una confesión largamente guardada. Sentí que algo dentro de mí se rompía y sanaba al mismo tiempo. No supe qué decir al principio, porque jamás había imaginado que, después de todo lo que habíamos vivido, ella podría describir algo parecido a la felicidad.
La miré, y sus ojos estaban brillantes, llenos de algo que no había visto en mucho tiempo. No era la mirada de alguien que había perdido la batalla contra su cuerpo, contra su dolor. Era la mirada de alguien que, a pesar de todo, había encontrado paz, y en ese momento, en esa pequeña franja de tiempo entre el mar y el cielo, lo estaba compartiendo conmigo.
—¿Feliz?—pregunté, casi sin querer, con la incredulidad resonando en mi voz. No podía entender cómo, después de tanto sufrimiento, de tanta lucha, podía hablar de felicidad. Pero ella simplemente asintió, con una sonrisa que era pequeña, casi frágil, pero real.
—Sí— continuó, su mano temblando.
—No como lo imaginé de niña, no en esa manera perfecta en la que todo sale bien. Pero estoy feliz porque, aunque me ha dolido tanto, he vivido. Y lo he hecho contigo. Tú me diste algo que nunca pensé que tendría: compañía en el dolor, en la lucha. Y eso, para mí, es suficiente. Me quedé en silencio, sosteniendo su mano, mirando cómo el mar avanzaba y retrocedía, como si estuviera acompañándonos en esta conversación que era más profunda que cualquier otra que habíamos tenido.
—Siempre pensé que la vida era una batalla constante—añadió, su voz quebrándose ligeramente.
—Y lo es, de alguna manera. Pero no tiene que ser solo dolor. A veces, en los momentos más simples, como este, aquí, puedo sentir que todo lo que he pasado tenía un propósito, y eso me trae paz. Nunca pensé que la felicidad pudiera ser tan pequeña, tan… fugaz. Pero aquí está.
La escuchaba, sintiendo el peso de sus palabras.
—No sé cuánto más tiempo tengo— dijo de repente, y sentí que el aire se volvía más denso. Quise decirle que no importaba, que seguiría aquí, que la acompañaría hasta el final. Pero antes de que pudiera hablar, ella apretó mi mano con una fuerza inesperada y continuó:
—Pero ya no me da miedo. No si tú estás aquí. No si sé que alguien, al menos una persona, me entendió, me amó a pesar de todo.
Las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a caer silenciosamente. No quería que ella las viera, pero al mismo tiempo, no pude evitarlo. Porque en ese momento, supe que esto era una despedida, no dicha, pero entendida. El mar seguía rugiendo suavemente a nuestros pies, y el viento frío nos envolvía como un manto invisible.
—¿Recuerdas el viaje a Londres?—me dijo con la voz entrecortada.
—Claro que lo recuerdo. Fue uno de los pocos momentos en que ambos nos sentimos lejos de todo, como si el resto del mundo no existiera.
—Siempre pensé que la vida sería más así, momentos fugaces de paz, de risa. Pero… luego viene la realidad.
—La vida siempre vuelve, Hanna. No importa cuántas veces intentes escapar, siempre regresa para recordarte lo mucho que duele vivirla.
—Lo sé. A veces me pregunto si merece la pena seguir buscando esos momentos de paz cuando el dolor siempre parece más grande, más fuerte.
—Creo que no es el dolor lo que vence, es la forma en que aprendemos a vivir con él, a darle sentido.
—¿De verdad crees que podemos darle sentido? Porque yo… yo ya no estoy segura de eso.
— A veces lo dudo, pero otras veces pienso que esos pequeños instantes de felicidad, aunque sean breves, son los que le dan sentido al resto.
—Esos momentos… son como Londres, ¿verdad? Lejanos, casi inalcanzables.
—Sí, y cuando los tienes, sientes que todo vale la pena, aunque sea solo por un rato.
— Y luego… te quedas con los recuerdos, pero los recuerdos no son suficientes para llenar el vacío que queda.
—No, pero a veces, aferrarte a ellos es lo único que te mantiene a flote.
—Me cansa seguir nadando en esta tormenta.
— A mí también, pero sigo nadando por ti.
—No quiero ser la razón de tu dolor—respondio bajando tímidamente la mirada
—No eres mi dolor, Hanna. Eres mi fuerza, incluso cuando no lo ves.
—¿Sabes por qué vivir duele? Duele mucho… Me lo pregunto cada día, pero no sé si hay una respuesta.
—A veces me despierto y lo único que siento es el peso de todo. El vacío, el cansancio. ¿Por qué tiene que ser así?
—No me mires así, sé que tú también lo sientes. Ese nudo en el pecho, esa angustia que no se va. No somos tan diferentes, aunque te cueste admitirlo.
—Tal vez es porque esperamos demasiado de la vida, ¿no? Nos dicen que habrá alegría, que habrá amor, que habrá paz… pero al final solo encontramos más preguntas, más dolor. Y cuando creemos que algo bueno va a durar, se desvanece. Como Londres, un momento fugaz, y luego todo se vuelve gris otra vez.
—Me pregunto si es que estoy hecha para sentir esto. Como si fuera mi destino cargar con todo este dolor, pero no sé por qué. No sé para qué. ¿Cómo puede la vida ser tan hermosa y tan cruel al mismo tiempo?
—A veces pienso que el dolor es lo único real. Lo único constante. Lo demás… son solo ilusiones que se deshacen entre los dedos. ¿No lo ves? ¿No lo sientes?
– Sí, lo siento Hanna.
—Te quiero— le susurré, con la voz entrecortada.
—Te quiero más de lo que las palabras pueden expresar.
Ella no dijo nada más. Simplemente sonrió, una sonrisa pequeña, pero llena de una paz que me desarmó. Sabía que, pase lo que pase, ese momento quedaría como un eco suave de lo que significaba el amor en su forma más pura. Nos quedamos allí, en silencio, agarrados de la mano, mientras el mar susurraba su canción eterna, una canción que, de alguna manera, siempre me recordará a Hanna.
Finalmente, me pidió que la llevara a los acantilados de Bellbrik, el lugar del eterno descanso. Subimos en coche hasta un aparcamiento especifico y desde allí recorrimos un camino estrecho pero asfaltado y bien cuidado. Empujé su silla de ruedas hasta la cima por el camino, con el corazón latiendo fuerte, consciente de la importancia de ese momento para Hanna. Al llegar, el panorama era realmente espectacular.
El viento soplaba suavemente y el mar se extendía hasta el horizonte, creando una vista majestuosa y serena. Hanna me pidió que me alejara y la dejara sola para reflexionar. Aunque me costó dejarla, respeté su deseo y me alejé unos metros, dándole el espacio que necesitaba. La observé desde la distancia, sentada en su silla, contemplando el Mar del Norte y los acantilados imponentes. Era un momento de profunda introspección para ella. Mientras estaba sola, parecía encontrar una paz interior que la envolvía. La vi cerrar los ojos, respirando profundamente, como si estuviera dejando ir todos sus miedos y preocupaciones. El tiempo parecía detenerse mientras se conectaba con la naturaleza y consigo misma. Después de un rato, me acerqué de nuevo y la encontré con una expresión tranquila y serena. Nos miramos a los ojos y, sin necesidad de palabras, entendí que ese momento había sido crucial para ella.
Me pidió que la dejara a solas otro momento, necesitaba encontrarse a si misma y desechar algunos pensamientos. Me alejé unos metros con ganas de coger el sobre y dejar libre mi curiosidad, pero me esperé le había prometido que lo haría una vez llegados a Londres. Hanna había encontrado algo de paz en Muston y en los acantilados de Bellbrik, y yo estaba agradecido de haber podido acompañarla en ese viaje tan importante.
Aunque sabía que su lucha no había terminado, sentí que habíamos compartido algo profundo y trascendental, un último regalo de amor y amistad. Mientras me mantenía a unos metros de repente escuché a Hanna gritar suavemente mi nombre.
Me giré rápidamente y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, el mundo pareció detenerse. Hanna me sonrió con los labios temblorosos, sus mejillas enrojecidas y sus ojos llenos de lágrimas. Me saludó en un momento de tensión y emoción tan intensos que casi podía sentir su dolor y su paz simultáneamente. Hanna hizo el símbolo del corazón con las manos sobre su pecho, una señal de amor y despedida.
Luego, antes de que pudiera reaccionar, se giró empujo su silla con fuerza y se lanzó al abismo. El tiempo se desaceleró y todo a mi alrededor se volvió irreal.
El dolor me invadió de inmediato, como un puñal en el corazón. Grité su nombre con desesperación, arrancándome el pelo en un intento de mitigar el sufrimiento insoportable. Se había ido, abrazando la muerte para encontrar la libertad que tanto anhelaba. Hanna se lanzó desde el acantilado de Bellbrik, buscando la paz que la vida no le había dado. La tragedia de su partida era profunda y desgarradora, pero en mi corazón, quería creer que se había ido con sus alas de luz, encontrando finalmente la libertad y la serenidad que tanto anhelaba.
Me arrodillé al borde del acantilado, incapaz de comprender lo que había sucedido.
Las lágrimas corrían por mi rostro mientras gritaba, el sonido de mi dolor resonando en la vastedad del paisaje. Me culpaba por no haber previsto todo aquello, por no haber podido detenerla. Me sentí impotente y devastado, con la vida hecha pedazos ante mis ojos.
Su perdida era un golpe brutal que me dejó paralizado de dolor. Su ausencia era una herida abierta que sangraba, un vacío imposible de llenar. Me quedé allí, llorando y gritando, con el corazón hecho trizas, consciente de que había perdido a alguien invaluable. Su acto final había sido una mezcla de valentía y desesperación, y yo solo podía honrar su memoria llevando su amor y sus sueños en mi corazón, mientras trataba de encontrar la manera de seguir adelante en un mundo sin ella.
Sus alas de luz por fin prendieron un vuelo hacia la incertidumbre, hacia lo desconocido.
Después de que se lanzara al abismo, marché con el coche a toda velocidad en busca de ayuda policial, con el corazón latiendo desbocado en mi pecho.
La situación había escalado más allá de lo que podía manejar solo, y cada segundo contaba. Conduje a toda prisa apenas consciente del camino, enfocado únicamente en llegar a la estación de policía lo antes posible.
Las luces de la ciudad parecían difuminarse en un mar de ansiedad mientras recorría la distancia que me separaba de la única ayuda que podría hacer frente a la situación. Al llegar, a Muston estacioné el coche apresuradamente y corrí hacia la puerta, esperando que dentro de esas paredes hubiera alguien dispuesto a escucharme, a actuar, y a poner fin a la pesadilla que se estaba desarrollando.
Cada paso resonaba en el suelo frío, y cuando finalmente entré, el silencio del lugar solo hizo aumentar la tensión en mi pecho.
La puerta de la comisaría se cerró tras de mí con un estruendo que apenas registré. Mi corazón latía tan rápido que sentía que me iba a desmayar. El aire estaba cargado de desesperación, una sensación opresiva que me seguía como una sombra. Caminé tambaleándome hacia el mostrador, y al otro lado estaba el oficial John Nollet, un hombre robusto de cabello canoso, con un rostro serio pero amable.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó con calma, sin levantar la vista de los papeles que estaba revisando.
Mi voz salió rota, como si hubiera estado atrapada en mi garganta durante horas, incapaz de salir.
—Es Hanna… ella… —dije, luchando por encontrar las palabras.
— Se tiró… desde los acantilados… ¡Tienen que encontrarla!
El oficial Nollet levantó la mirada, con una mezcla de sorpresa y preocupación en sus ojos. Dejó el bolígrafo sobre el escritorio y se levantó lentamente, como si supiera que las siguientes palabras que diría cambiarían todo.
—¿Qué ha pasado exactamente? —preguntó, acercándose a mí con cautela.
Su tono era firme pero gentil, como el de alguien que ha escuchado este tipo de noticias antes, pero que sabe que cada historia es única en su dolor.
Mis piernas temblaban, y sentí que el mundo a mi alrededor se volvía borroso. Me agarré del borde del mostrador como si mi vida dependiera de ello, incapaz de mantenerme en pie.
—Ella… no pude detenerla —sollozaba.
— La vi, la vi justo antes de que…
—¡No pude hacer nada, maldita sea!
— ¡No pude hacer nada!
Mis palabras se convirtieron en un grito ahogado, y las lágrimas que había estado intentando contener finalmente se desbordaron. Nollet, ahora visiblemente preocupado, me hizo un gesto para que me sentara en una silla cercana.
—Tranquilo, respire profundo —dijo, inclinándose ligeramente hacia mí.
— Cuéntemelo desde el principio.
Me dejé caer en la silla, temblando, incapaz de detener el torrente de emociones. No sabía cómo explicarlo, no sabía cómo decirle que el vacío que sentía no era solo por lo que había sucedido, sino por lo que no había podido hacer para evitarlo.
—Fuimos juntos a los acantilados… Ella… Hanna siempre amó ese lugar —logré decir entre respiraciones entrecortadas.
— Pero hoy estaba diferente… Algo en sus ojos… Sabía que algo iba mal, pero no supe qué hacer.
El oficial Nollet se agachó frente a mí, con los codos apoyados en las rodillas, observándome con una empatía silenciosa.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —preguntó con suavidad.
—Hace… hace una hora, tal vez menos. Ella se acercó al borde…
—Se tiró antes de que pudiera alcanzarla. Corrí hacia el borde, pero solo vi las olas…
—¡Solo el maldito mar! —Me cubrí la cara con las manos, incapaz de soportar la imagen que se repetía en mi mente.
Nollet suspiró y colocó una mano firme en mi hombro.
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