La Andrea me recibió con una alegría difícil, extraña, a tono con todo en ella, esa Andrea no era mi Andrea, después de un año de no verla, me sentí atontado; y la casa… la casa de mis tíos, que pecaba de impecable, estaba en un estado también envuelto en la rareza, me fijé en las paredes que llamaron mi atención, todas estaban escritas con fibra, lápiz o tiza, con palabras en otro idioma, dibujos bastante primarios de personas, de seres; sobre la mesa tres gatos negros comían restos de carne molida, había ropa en el suelo, repasadores sucios, la cocina rebalsaba de platos sucios y unas cuantas cucarachas se paseaban sobre la mesada y trepaban por la pared, seguí paseando la vista hasta que di con el dibujo de lo que parecía ser un niño con anteojos, rodeado de cruces y con una inscripción sobre la cabeza ecco che arriva il bambino, ese niño era yo, ese niño usaba anteojos como yo y un guardapolvos largo y fuera de moda como el que aparentemente estaba dibujado, pero yo ya no era un niño, estaba a una semana de cumplir los trece; mi tío cerró con llave, la sacó de la cerradura y la guardó en su bolsillo, para que la Andrea no se escape, me dijo, yo lo vi grandote y oscuro; y ella seguía parada ahí, viéndonos, expectante como una hiena ante la carroña, me dio un abrazo flaco, como ella que estaba flaca con los pómulos salidos y los ojos hundidos y los dientes amarillentos, la piel también amarillenta y el pelo desarmado en mechones desparejos y mugrientos; mi tío nos dejó solos, yo le dije: así que te han regalado un radio grabador, SIHHHH, contestó, poniendo las manos huesudas como las pone una rata parada en dos patas.
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