Hedor sin nombre que la lengua ofende,
golpe que el rostro en su soberbia hiere,
maza de estiércol que el sentido enciende:
no es tierra viva la que el alma muere.
Es podredumbre en trono que se extiende,
materia vencedora que se adhiere,
fétido son que a lo eternal trasciende,
voz de la muerte que el silencio quiere.
Olor de carne en su deshecho estado,
tripas que el tiempo abrió con mano impía,
cloaca antigua, abismo consagrado.
Entrañas hechas magma en agonía,
sopa de peste, al muro ya pegado,
que arde en la nariz como el mediodía.
Asoma la bilis, ácido tirano,
el estómago náufrago se tuerce,
espasmo que el tartamudeo vano
del cuerpo anuncia cuando se pervierte.
Mas en ese vértigo soberano,
en esa náusea donde el ser se mece,
brilla—¡Oh prodigio!—con fulgor arcano,
un asombro mortal que permanece.
Es olor de la nada, ese camino
que todos recorremos, siempre iguales,
perfume del abismo cristalino,
del polvo sacro donde son mortales
los reyes y el gusano. ¡Qué destino:
mirar la hez que esconden nuestros males!
Obliga a hundir la vista en el cieno,
en la basura donde habita el Hado,
y hallar allí—no en el jardín ameno—
el rostro verdadero, reflejado.
Asombra no por gracia ni por pleno
deleite, mas por ser lo desvelado:
la verdad sin ornato, el fango obsceno,
origen y final del hombre alado.
Perfume que iguala al rey y al pobre,
cadena universal, lección severa:
la carne es polvo y el orgulloobre.
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