Cinco cincuenta de la mañana. Gabriel se levantó tan temprano como pudo. Era costumbre en las mañanas encender la radio mientras se organizaba para salir al trabajo. El día había iniciado con total normalidad, hasta el momento, y los primeros coches aparcados frente al edificio en el que se encontraba su apartamento empezaban a salir hacia diferentes direcciones. Gabriel residía en el sexto y último piso de la torre B, lo que le daba una vista espectacular del amanecer desde su sala. Una vez despertaba, y luego de encender la radio, corría cuidadosamente las cortinas frontales para dejar entrar la luz del nuevo día.
Esa mañana en particular fue interrumpida por una taza de café humeante y caliente antes de abrir las cortinas. La noche había estado helada. Para antes de acostarse, poco después de las once de la noche, la opción del termómetro de su reloj inteligente había marcado 25° grados Fahrenheit. El sistema de calefacción de su apartamento no estaba funcionando de manera correcta, por lo que no había podido dormir muy bien a raíz de los calambres en sus músculos por el frío, y aunque pasada la media noche se levantó a calentar agua para ponerla en botellas de plástica y usarlas bajo sus cobijas como calefacción, las paredes del apartamento se habían impregnado tanto del impávido clima, que aquella medida desesperada resultó insuficiente.
El sol aún no se asomaba por el horizonte y la temperatura parecía descender con cada segundo que transcurría. Gabriel paseó con su taza de café desde la cocina hasta los ventanales y luego se postró en su enorme sofá negro, que había adquirido hacía apenas dos semanas. Pensó en la luz que no estaba, en los primero rayos de sol que no se asomaban aún y los extrañó con especial sentimiento. Sus ojos, intentando hacer un mayor esfuerzo para reconocer figuras ante el efecto de las primeras luces, registraron una imagen que jamás, en los tres meses que llevaba levantándose a la misma hora, realizando los mismos pasos casi en función de un metrónomo de hábitos, había visto con tanta claridad: Un cartel publicitario de una hermosa modelo en ropa interior. Vaya sorpresa se llevó cuando en el cartel logró identificar a una vieja y especial amiga, con la que había crecido.
Gabriel sonrió ante la magnitud del acontecimiento. Sus penetrantes ojos azules, que se escondían ante una cabellera negra y un rostro angelical, transmitían una sensación de éxtasis y de hipnosis que él recordaba muy bien, pues la conocía de mucho tiempo atrás. Hacía ya cinco años que no hablaban ni se veían. Luego de admirar la imagen por un rato, no le tomó más de cinco segundos leer una diminuta inscripción en la parte inferior del cartel que decía: Ana Astruc, modelo y actriz. Desfile de Finalización de Temporada, Auditorio Nacional. Septiembre 23. 8 pm.
Ana estaría sólo esa noche en la ciudad. Su campaña de modelaje terminaba con ese desfile y luego regresaría al país donde vivía con su novio. Si Gabriel quería verla de nuevo, después de cinco años, debía ser esa noche, no tendría otra oportunidad. La idea se le metió en la cabeza. Los ojos de Ana perforaron su subconsciente convirtiéndolo en un zombi de su belleza, sediento del encuentro. Anhelaba verla y saludarla más que nada en ese momento, tal vez compartir una comida o un simple café era suficiente para alimentar sus ansias de pasado.
Gabriel abandonó su residencia antes de la siete de la mañana. El reloj había marcado, para entonces, una temperatura de 38° grados Fahrenheit, y la neblina ocultaba las coronas de los edificios de más de diez niveles. El viento soplaba de una forma aterradora, y los pequeños estudiantes que transitaban en grupos de tres y cuatro parecían más esquimales que alumnos. El coche de Gabriel, un imponente carro deportivo, completamente nuevo y perfectamente bien cuidado, cruzó la entrada a su condominio y tomó una de las calles paralelas a la avenida principal rumbo hacia el centro.
Unos minutos más adelante, Gabriel recibió una llamada en su teléfono. La melodía retumbó por todo el coche, mientras el hombre intentaba alcanzar su celular con la mano derecha, hurgando entre sus pertenencias, que guardaba en un delicado y elegante morral de cuero negro. Una voz juvenil se escuchó tras la bocina, a lo que él respondió sutilmente.
—Hola mi amor —dijo—. Sí, por supuesto que sí. ¿En la noche?
Gabriel tardó varios segundos en contestar, mientras su oyente replicaba.
—No creo que sea posible esta noche, mi amor. ¿Trabajo? Sí. Eso es. Tengo trabajo. Ya sé que es viernes y que hemos planeado esta cena desde hace varias semanas, pero…
La voz de la mujer al otro lado de la línea interrumpió sus excusas.
—Te prometo que mañana haremos lo que tú quieras, pero esta noche no puedo.
La llamada terminó.
Gabriel llegó a su sitio de trabajo justo antes de las ocho. El termómetro en su reloj de mano marcaban 40° grados Fahrenheit, la neblina no se disipaba y los prematuros rayos del sol no conseguían penetrarla para calentar la superficie terrestre. Todo estaba en parámetros normales, sus pensamientos corrían entorno a Ana Astruc y era ella la que paulatinamente se estaba apoderando de su anormalidad rutinaria. Gabriel era un reconocido arquitecto y su trabajo estaba muy bien valorado; sus estructuras ya se ostentaban en varios lugares de la ciudad, de hecho, su última labor había sido la renovación del Auditorio Nacional, donde se presentaría Ana Astruc esa misma noche.
Lo primero que hizo Gabriel una vez se sentó en su enorme y cómoda silla frente a su escritorio en su amplia oficina, la más grande y mejor decorada del edificio; fue llamar a su secretaria: una mujer pequeña, delgada, pero a la altura de su jefe.
—Buenos días, Bárbara, necesito que me consigas una entrada en primera fila al desfile de esta noche en el Auditorio Nacional, por favor— Ordenó—. Bárbara, debe ser la mejor ubicación, ¿entendiste? —Replicó.
—Sí, señor—, contestó ella.
—Ah! Casi lo olvido —dijo—, manda a uno de los muchachos de mensajería que traigan mi traje de la tintorería a las tres de la tarde. ¿Entendido?
—Sí, señor —concluyó la mujer.
— ¡Bárbara! —Apuntó, antes de que la mujer abandonara la oficina—, ¿Podrías conseguirme la dirección del hotel donde se está alojando la modelo, Ana Astruc, que se presenta esta noche en el Auditorio Nacional?
—Claro, señor.
—Lo antes posible, por favor, Bárbara.
La mujer se retiró por fin de la oficina.
Gabriel se recostó en su silla y llevo sus manos a la cabeza. Luego, con los pensamientos en los ojos de Ana Astruc invadiendo los suyos, se levantó y se dirigió a los ventanales de su oficina, ubicada en un doceavo piso. No encontró el cartel por ninguna parte. La neblina era muy densa, si acaso logró identificar la torre Este, paralela a la suya en medio de las nubes. De pronto, Bárbara entró en su oficina.
—Señor, disculpe que lo interrumpa. La señorita Alicia Caballero se encuentra al teléfono.
—Gracias, Bárbara, ya tomo la llamada. Puede retirarse.
—Sí, señor.
Gabriel tomó el teléfono y lo llevó hasta su oreja.
—Mi amor, me colgaste —dijo—. Lo sé, pero no tenías por qué hacerlo. Ok, no hay problema. ¿Tienes algo que decirme? Adelante, dime. No puede ser por teléfono, ya veo. Sí, yo sabía que nuestra cena esta noche era importante, lo sabía. No es que no me importe, al contrario, por supuesto que me importa. ¿De qué se trata? Se trata de los dos, ya veo, ¿más detalles, tal vez? No, perfecto. ¿Que si podemos almorzar juntos? Sí. Sí, sí, sí… ¿por qué no? ¿La hora? Sí, son las diez treinta…
El termómetro en su reloj marcaba ya 45° grados Fahrenheit. —Está subiendo la temperatura después de todo—. Pensó.
—Nos vemos a las doce y treinta, ¿te parece? Abrígate, mi amor, hace mucho frío afuera, podrías resfriarte —concluyó. La llamada terminó.
Gabriel intentó continuar con sus labores del día. Ya casi había perdido toda la mañana pensando en Ana Astruc. En uno de sus éxtasis emocionales recordó un día en que, estando muy jóvenes, la invitó a la hacienda de sus padres todo un fin de semana. Ana había sido hermosa desde su nacimiento. Su estructura era similar a una princesa griega. Su cabello no se sabía ondulado o liso, pero se convertía en uno de sus atractivos físicos más apetitosos. Sus ojos, por supuesto, tan azules como el más hermoso de los mares, hipnotizaban hasta al más valiente y gallardo de los navegantes, y los hacía rendirse arrodillados y amarrados en su propia borda, listos para saltar bajo sus órdenes.
En esa ocasión, cuando estuvieron en la hacienda de sus padres, Gabriel y Ana se comportaban como los jovencitos educados y respetuosos que debían ser, hijos de prominentes personalidades y descendientes de familias centenarias y de mucho abolengo durante el día. Pero, una vez llegaba la noche, los muchachos sacaban toda su fugacidad juvenil a flor de piel, jugando a perderse por los pasillos y habitaciones de la enorme mansión. Durante la primera noche, Gabriel escondió en el fondo de la piscina una gargantilla dorada de Ana, y la alentó a que la buscara por toda la propiedad, mientras él le iba indicando cuán cerca se encontraba. Si Ana se perdía del camino, debía pagarle una penitencia por su equivocación. Así pasaron varias horas jugando y riendo por toda la casa, mientras los padres del muchacho habían regresado a la ciudad, y ellos se habían quedado bajo el cuidado del hermano mayor de Gabriel.
Cuando más cerca se encontraba Ana de la piscina y de la gargantilla, la temperatura corporal de Gabriel aumentaba considerablemente. La muchacha se encontraba casi desnuda, pues él la había castigado con sus prendas cada vez que se había desviado. Por fin, Ana logró descubrir la ubicación de su gargantilla, y quitándose la última prenda que le quedaba antes de quedarse solamente en ropa interior, se arrojó a las heladas aguas de la piscina. Gabriel sonrió y no tardó mucho en arrojarse tras ella. Con gran facilidad el agua podía estar alrededor de 50° grados. Tenían prohibido ingresar a la piscina sin encender la calefacción, y era un mandato, que en la mayoría de los casos todos acataban sin replicar.
Una vez con su gargantilla a salvo, Ana la sostuvo en su mano derecha. Sus labios se estaban tornando de un color púrpura oscuro, y su piel blanca palidecía cada vez más. Su respiración se hizo difícil y su cuerpo empezó a temblar.
—Te estás helando —dijo Gabriel.
Ana exhalaba bocanadas de aire caliente. Entonces, Gabriel intentó acercarse un poco más. Más acostumbrado a la ártica temperatura de la hacienda de sus padres combinada con su ardiente sangre recorriendo todo su cuerpo, el muchacho resistía más el frío de la piscina.
—Acércate —dijo—, te vas a congelar.
Ana se aproximó al cuerpo caliente del muchacho muy despacio. Tan lentamente, que tuvo todo el tiempo del mundo para imaginar cada paso que iba a dar. Estaba perdiendo la movilidad en sus piernas a causa de las heladas aguas, y su sangre se retiraba rápidamente de sus extremidades, intentando mantener sus órganos internos tan calientes como podía. Pronto ambos cuerpos se unieron. Ana notó de inmediato como un aura tibia emanaba el cuerpo de Gabriel y la envolvía en una coraza cálida, un manto protector que la atraía cada vez más. La chica miró a Gabriel a los ojos, un par de ojos enigmáticos, muy expresivos y sinceros. El muchacho seguía en la misma posición, no se había movido ni un solo centímetro.
De repente, Ana dio el primer paso. La muchacha tomó las manos de Gabriel y las pasó directo a su cintura, el calor corporal del muchacho terminó por abrazarla. Luego, ambos labios se entrecruzaron en un delicado beso. Ana sintió como todo el frío de su cuerpo empezaba a desaparecer y su corazón intentaba no explotar en mil pedazos, mientras su sangre hirviendo regresaba a sus brazos y piernas. Las manos de Gabriel tocaron su espalda, pronto sintió todo el cuerpo del muchacho frente al suyo y sus piernas también se entrelazaron. El frío desapareció. Las aguas heladas de la piscina, con cada nuevo movimiento que producían los muchachos, se fueron apaciguando, haciendo que la temperatura incrementara considerablemente. Con cada segundo que transcurría aumentaba el ardor de Ana y de Gabriel, sus cuerpos estaban sumidos en unas aguas tibias, de oasis, entretejidos, completamente desnudos; fue entonces cuando unas diminutas burbujas de aire caliente empezaron a brotar cada vez más cercanas a ellos. Toda el agua de la alberca se había antojado del calor de sus cuerpos.
Fue imposible para Gabriel desde su oficina no traer a colación todos esos maravillosos recuerdos de su juventud con Ana. La espera se hacía cada vez más torturante, difícil de llevar, arduo de aguantar. Repentinamente, Bárbara entró de nuevo en la oficina.
—Señor, disculpe que lo interrumpa de nuevo. Ya tengo la dirección y el número telefónico de la señorita Ana Astruc.
—Perfecto, Bárbara, muchas gracias.
La mujer pasó una pequeña nota amarilla con el nombre de un hotel, un número de habitación y dos números telefónicos. Gabriel dividió el papel cortándolo por la mitad y le entregó la dirección del hotel y el número de cuarto a su secretaria, quedándose él con los números telefónicos.
—Ordena un ramo de flores para la señorita Ana Astruc, Bárbara, que sea el mejor y el más grande de la floristería. No importa cuánto cueste. Debe estar allá de inmediato, me escuchaste.
Gabriel tomó otro papel amarillo y con su pluma plateada garabateó un mensaje cifrado con una loca combinación de caracteres ininteligibles. El hombre sonrió y le pasó el papel a la secretaria.
—Aquí tienes los nombres de las flores que el ramo debe llevar y el mensaje en la tarjeta, por favor.
—Sí, señor, de inmediato.
—Gracias, Bárbara.
—Señor, otra cosa…
—Dime, Bárbara.
—La señorita Alicia Caballero ya viene para acá, que lo espera en el lobby del primer piso —agregó la secretaria.
—Está bien, Bárbara, ya puede retirarse. Y haga lo que le digo. Volveré después de las dos, cualquier cosa que pase me avisa a mi celular.
—Sí, señor.
Gabriel tomó su fino saco y salió de la oficina rumbo al lobby, tal y como se lo había indicado su secretaria, Alicia, su novia, se encontraba allí esperándolo. Una hermosa rubia de ojos azules. Gabriel no pudo evitar ver los ojos de Ana en los de su novia. La mujer no tenía nada que envidiarle a aquella modelo y actriz de su pasado. Alicia llevaba un vestido muy ceñido que resaltaba sus curvas perfectamente definidas. Su sonrisa resplandeció el lobby. Gabriel la besó rápidamente y tomándole la mano izquierda con su derecha la llevó hasta afuera, donde la neblina se había desvanecido un poco. Su reloj marcaba 52° grados. El coche ya se encontraba aparcado enfrente de la salida del edificio esperando a Gabriel. La pareja se subió al deportivo y abandonaron el edificio.
Gabriel siguió con sus pensamientos muy puestos en Ana. Durante el viaje, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. De vez en cuando, Alicia miraba a Gabriel queriéndole proponer un tema. Pero la frialdad con la que el hombre conducía, con su pensamiento perdido en el tiempo y en el espacio, menguó toda intención de la mujer por hablarle.
El coche viró en un sentido equivocado, acción que la mujer advirtió rápidamente, pero decidió no preguntar. Gabriel pasó en tres ocasiones por la misma calle, girando en círculos por un angosto boulevard del centro de la ciudad, en el que se encontraba un espléndido hotel de unos quince niveles. Al no encontrar lo que estaba buscando, se aparcó enfrente del edificio, junto a un lujoso restaurante.
—Pensé que iríamos al Thai, —dijo Alicia.
—Me recomendaron este nuevo, ¿por qué? ¿No te gusta?
—Éste está bien.
El almuerzo de la pareja estuvo acompañado de lapsus de espontaneidad, una que otra sonrisa fingida, conversaciones de cinco frases y una deliciosa comida italiana. Gabriel estuvo todo el tiempo pendiente del edificio del hotel, de los clientes que entraban y salían del restaurante y de los carros que pasaban por el Boulevard, pero menos de lo que le decía su novia, quien se esmeraba por compartirle una noticia que les cambiaría la vida a los dos. De improviso, tras un descuido en el que sucumbió ante las palabras de Alicia, Ana Astruc entró en el restaurante cubierta de pies a cabeza. Gabriel palideció y se petrificó de inmediato, sintió el cuerpo pesado, la lengua tiesa, perdiendo toda forma de reacción.
— ¿Te pasa algo? —inquirió Alicia.
—Nada, —contestó de inmediato él—, no pasa nada.
Ana venía acompañada de dos guardaespaldas muy grandes. Uno de ellos tomó su almuerzo finamente empacado y el otro la acompañó de nuevo a la salida. Los tres atravesaron el boulevard, seguidos por los ojos de Gabriel, que no se les despegaba. Al llegar al edificio, un mensajero de la floristería preferida de Gabriel aparcó también frente al hotel con un enorme ramo de flores rojas y blancas. Gabriel sonrió de nuevo. Alicia seguía comiendo, fingiendo que no se enteraba de nada. El mensajero entró al edificio al igual que Ana Astruc y los guardaespaldas.
—Nos vamos, —dijo de pronto Gabriel.
—Sí, vámonos. —respondió Alicia, con un tono molesto que Gabriel no identificó.
La particular pareja abandonó el restaurante italiano en medio de una minúscula lluvia que impregnaba todo a su paso. El frío se había recrudecido tanto afuera como adentro del auto. Alicia le pidió a su novio que la llevara hasta la academia de arte en la que trabajaba. Gabriel, sin intentar empezar una nueva discusión entre ambos accedió a llevarla. El camino hacia la academia estuvo empapado por las minúsculas gotas de aguanieve que caían de una capa espesa de nubes en el cielo. Alicia se despidió de Gabriel con un muy caluroso beso y se bajó del coche. Una ráfaga de viento helado penetró en la cabina, haciendo que el hombre se estremeciera y antes de poner en marcha el carro de nuevo, Gabriel echó un vistazo a su reloj. 2 pm. 53° grados Fahrenheit.
Para las tres de la tarde, Gabriel recibió su magnífico traje de la mano de su secretaria en su oficina. El hombre se dirigió de inmediato a un pequeño vestíbulo a un costado de su estancia y se puso su traje, luego regresó a su silla frente al escritorio. Su mente le pertenecía ya a Ana Astruc. Faltaban cinco horas para el evento, y habiéndose desasido de su novia, estaba listo para una gran noche. Gabriel encontró el papel con los teléfonos de Ana que su secretaria le había pasado en una pequeña nota. Pensó de inmediato en llamarla. Pero algo lo detuvo. Luego, se decidió por un trago fuerte de color dorado. Su temperatura corporal subió dos grados de inmediato. Seguidamente, Se recostó en su silla dejando caer la cabeza hacia atrás. Su reloj marcó 55° grados.
En el hotel, Ana Astruc recibió las flores de parte del mensajero con una amabilidad arrolladora. Uno de sus guardaespaldas las ubicó sobre una mesa a un lado de su suite. De inmediato, la mujer reconoció las flores blancas con especial agrado y sonrió. Luego se acercó al arreglo para tomar la tarjeta. No tenía nombre, pero no lo necesitaba. Un código ininteligible estaba debidamente escrito en el interior de la ficha. — Posando mis labios tiernamente sobre tu piel, recorriendo dulcemente tu calor, sintiendo poco a poco la fuerza salvaje de tu pasión, enamorados de nuestros cuerpos—. Ana sonrió con más fuerza. Sus mejillas se ruborizaron. Los recuerdos llegaron hasta su mente.
— ¿Te gustaron las flores? —preguntó Gabriel entrando en la suite de Ana.
La mujer giró sorprendida.
—Están preciosas —dijo—. Pero no entiendo su significado. Hay dos colores en ellas. Recuerdo las flores blancas. Eran las mismas que estaban por todos lados en la hacienda de tus padres.
—En efecto hay un tono de amor y culpa en el detalle —agregó Gabriel—. Pero, ¿Cómo puedes saber la diferencia entre los verdaderos regalos de los hombres y los regalos por sus sentimientos de culpabilidad? —inquirió finalmente.
—Los segundos son más bonitos y caros.
Gabriel sonrió.
—Hay que hacer méritos si se quiere alcanzar lo que se desea.
—Todos los hombres son iguales —agregó Ana.
—No todos los hombres somos iguales —apuntó—. Algunos somos más guapos y tenemos más dinero que otros.
Ana sonrió.
—Ser mujer es una tarea terriblemente difícil, porque consiste principalmente en tratar con hombres.
—Estás hermosa.
— ¿Lo dices por mi trabajo, por lo que soy o por lo que conociste de mi?
—Estás hermosa, simplemente eso.
—Considero que mi cuerpo es un instrumento, no un adorno
—Ya veremos qué quiere decir eso.
— ¿Vendrás al desfile? —preguntó por fin.
—ahí estaré, en primera fila.
La jornada laboral para Gabriel terminó a las seis de la tarde, cuando llevaba, a su parecer, más de un cuarto de botella consumida. Fue de la única manera que logró concentrarse en su trabajo por al menos tres horas. Su coche se encontraba en la salida como siempre. Con todo el licor que había bebido, el frío en la calle no logró preocuparlo. El termómetro marcaba 59° grados. Su cuerpo adormecido conducía lúcidamente. El tráfico del centro retrasó su camino una hora. Su temperatura corporal empezó a ascender drásticamente, a sólo veinte minutos de su destino: el Auditorio nacional, al otro lado de la ciudad eran ya las 7:30 pm. 67° grados. Advirtiendo el tiempo, tomó una autopista más despejada a una velocidad increíble.
De pronto, un cálido vaho de vapor incandescente le recorrió las manos, luego su pecho y finalmente el resto del cuerpo.
Ahí estaba el Auditorio Nacional, reconstruido hacía menos de seis meses. Un precioso edificio angular, con tres imponentes torres de más de 25 metros de altitud, coronadas sobre un domo ligeramente empinado. El desfile ya había empezado. Varias modelos ya habían recorrido por la pasarela con los trajes de la próxima temporada. Dentro del edificio se sentía un ambiente de verano por las diminutas prendas que llevaban las modelos y la decoración con la que acompañaban el evento.
Gabriel se ubicó en primera fila, tal y como se lo había prometido a Ana en su fugaz visita a su suite. Por fin, minutos antes de terminar la pasarela, desfiló Ana Astruc ante la mirada atónita de cientos de invitados. La pasión con la que caminaba por aquel entablillado blanco se transmitió a todos los presentes en una especie de llamarada incontenible. Todos se levantaron en un unísono de aplausos y adulaciones. De pronto, un hombre apareció con el ramo de flores blancas y rojas desde el público. Toda la audiencia aplaudió con más fuerza. El resto de modelos acompañaron a Ana en la pasarela también aplaudiendo. El desfile terminó y Ana fue acompañada hasta los camerinos.
—Hermosas flores —agregó una de las modelos—, ¿Quién te las envió?
—No lo sé. —Respondió muy segura Ana—. Me las dieron cuando salí a la pasarela.
—Están bellísimas. Tienes un admirador secreto.
Ana sonrió en silencio.
El sonido estrepitoso de varias ambulancias pasando por el frente del auditorio, una vez se había terminado el evento y la música de acompañamiento se había extinguido, alertó a las demás modelos y a todo el personal de logística del desfile, mientras los últimos invitados todavía abandonaban el edificio.
—Un accidente —alertó otra de las modelos.
—Seguramente —concluyó Ana, quien todavía admiraba las flores.
Ana Astruc fue la última de las modelos en abandonar el Auditorio Nacional por la puerta de artistas, acompañada de uno de sus guardaespaldas y sosteniendo su ramo de flores. El auto se encontraba aparcado en la acera de enfrente. Ana se paró en la banqueta y giró su cabeza en diferentes direcciones, como esperando encontrar algo, o como si esperara que de la nada alguien apareciera de repente. Pero, para su sorpresa, nadie más asomó, salvo algunos invitados que aún transitaban por el frente del edificio que se abalanzaron sobre ella para pedirle que firmara unas cuantas fotos.
Gabriel se encontraba delante del carro de Ana sacando fuerzas para acercarse a ella. Una voz interna se apareció de repente en su mente —Ten cuidado con tus sueños: son la sirena de las almas. Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos—. Su cuerpo se detuvo ardiendo en llamas cuando la multitud abordó a Ana Astruc para pedirle su autógrafo. De improvisto, la mujer alzó su vista y reconoció al hombre al otro lado de la calle. Sus ojos se conectaron de inmediato. Un fuego surgió en ambos desde sus entrañas, como la noche en las heladas aguas de la piscina. Esa sensación de estar ahogándose en un cuarto rodeado de fuego sin una sola salida aparente. Ese sentimiento intenso que te encandece las sienes, un suspiro irremediable que te acerca a la eternidad.
Dos camiones de bomberos avasallaron la calle y pasaron por el medio de Ana Astruc y de Gabriel. La mujer siguió los coches con su mirada perdida y aturdida de esquina a esquina, para luego regresar a los ojos de Gabriel. —El amor es el estado en que, la mayoría de las veces, el hombre ve las cosas como no son—. Pero Gabriel ya no estaba allí. Había desaparecido tras los carros de bomberos. Los guardaespaldas se acercaron a Ana para llevarla hasta su coche.
—Ya es hora, señorita.
Ana Astruc sintió de pronto un frío estremecedor. Un fresco mortuorio, como el de las funerarias o el de los cementerios. Minúsculas gotitas de aguanieve comenzaron a caer sobre sus flores blancas y rojas, mientras se iban marchitando unas tras otras. El corazón no muere cuando deja de latir; el corazón muere cuando los latidos no tienen sentido. La tristeza llega, lenta, suave, se mece triste en la mirada, en la sonrisa, y se instala cómodamente en el corazón.
Ana Astruc abandonó la ciudad para nunca más volver y Gabriel hizo lo propio, a la manera de los hombres, como ya lo habría de apuntar en cierta ocasión el gran artista italiano, que así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte.
“Cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños sería tomado por loco.”
—Sigmund Freud.
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