Cuando sucede algo muy brusco en la vida de una persona, que ofusca su percepción de la realidad y da lugar a un vacío de terror y desesperación, la mente tiende a cubrir dichos recuerdos bajo un fardo polvoriento de mentiras y autocompasión. Una vez que estos recuerdos sombríos se almacenan en algún lugar de la conciencia, o más bien, de la inconsciencia, es mejor dejarlos ahí, pues la mente humana no está preparada para soportar ciertos grados de dolor o confusión. Así pues, valga la redundancia, somos nosotros mismos los que nos encargamos de transformar la realidad y amoldarla para un uso más cómodo de la misma. Si privamos a una mente herida de la costra de autoengaño que ella misma ha creado, damos lugar a una hemorragia de cordura y un desprendimiento masivo de realidad autoconcebida. Mi mente fue privada de esa costra, y lo único que puebla mis pesadillas y cada ínfimo momento de mi existencia, son los sucesos acaecidos hace años, años durante los que mi mente se encargó de sanar la herida.

Recuerdo el sonido de mis pisadas en la noche, el silencio roto con el crujido de las hojas otoñales bajo mis zapatos. Recuerdo el olor a humedad y a tierra mojada, el embriagador y tenue foco de la luz de la luna. Me gustaba salir a pasear cuando los problemas de la vida cotidiana me colapsaban. Me gustaba perderme en la oscuridad y reflexionar mecido por la brisa. Estos paseos se habían vuelto rutina, y todos tendemos a creer que la rutina trae de la mano la seguridad, el creer involuntariamente que algunos momentos no pueden estropearse, como un viaje de carretera en familia, cantando Johnny Cash con la capota plegada que termina en accidente. No, estos momentos no pueden salir mal, pensé. Pero estúpido es aquél que cree que puede controlar su propia vida.

Caminé sobre un llano de hierba seca y me adentré en la maleza, donde a un poco más de distancia se hallaba el llano en el que habitualmente me tumbaba a admirar el universo lejos de la contaminación lumínica. Era un proceso que había repetido incontables noches de mi vida, pero esa en concreto sucedió algo fuera de lo normal. Lo primero fue una luz cegadora que duró milésimas de segundo, pero que me hicieron frotarme los ojos durante dos minutos completos. Lo segundo fue el humo, el olor, o mejor dicho, el hedor. Me levanté, movido por la curiosidad y la sorpresa, y avancé hacia donde venía la pestilencia. Realmente no se puede seguir un olor, pero esa noche sí, esa noche nada era corriente, nada era rutina, y años después me di cuenta de que lo sabía, de que antes de la luz y el hedor, sabía que esa noche no era como las otras noches.

Dejé el claro para volver a caminar entre los árboles siguiendo el olor. Mis zapatos se hundían en la tierra, que se adhería a mi suela haciendo más pesado el avance. El olor se intensificó y pude distinguir una luz que se colaba a través de los troncos, una luz asustadiza al parecer, ya que cuando me percaté de ella despareció, y con ella el hedor. ¿Una linterna? no, no era una linterna, y yo lo sabía. La leve euforia que sentía durante el avance desapareció y me quedé quieto con los ojos abiertos. La ilusión producida por la noche y las circunstancias desapareció y un sentimiento terrible me inundó, un desasosiego que crecía. Entonces la oscuridad se volvió mezquina, las sombras amenazadoras y el sonido del viento estridente y frío. Un instinto primario me alentó a correr, a huir sin mirar atrás, a alejarme de aquél viento y aquellas sombras que me guiñaban el ojo con oscuro sarcasmo. Pero sabía que era tarde.

Entonces llegó la luz, que no había huido asustadiza como yo creía, sólo estaba aguardando, detrás de cualquiera de esas sombras, mecida por aquél viento. Me envolvió, y no tuve valor para mirar arriba. Una mano, o algo que se le parecía me levantó sin tocarme, y las piedras de mi alrededor también se elevaron. No era una mano, era la gravedad, se había ido, no existía dentro de los límites de aquella luz. Todo lo que yo conocía quedó fuera del círculo. Podía ver las copas de los árboles cada vez mejor durante mi ascenso. La ansiedad oprimía mis pulmones como los tentáculos de una bestia de las profundidades, y mis ojos se dirigieron al claro en mitad del bosque, seguido de las luces de la ciudad. Y acto seguido, vacío.

Entonces comencé a recobrar la consciencia lentamente. En mi lento ascenso hacia la vigilia noté la envolvente y siniestra luz penetrando hasta lo más hondo de mi ser, a través de mis párpados entrecerrados. Unas sombras se escurrían entre la bruma, y pronto noté el dolor de la luz abriéndose paso a través de mis pupilas, que tardaron en acostumbrarse. Lo que vi a continuación se quedó grabado a fuego en mi cerebro. Un objeto punzante penetraba profundamente en mi costado izquierdo con violencia, sin ningún tipo de profesionalidad médica. Porque, ¿estaba en un quirófano, no? pensé. Tenía que ser un quirófano, tenía que serlo. Pero no, por supuesto que no lo era. Alguien, o más bien algo, me miraba profundamente, me pareció que podía ver más allá de mis pupilas, de mis recuerdos y mis obsesiones. La bruma se terminó de extinguir y un latigazo de terror y ansiedad me sacudió del lugar donde estaba tumbado. Caí al vacío y choqué contra una superficie gélida y resbaladiza. Sea lo que fuere lo que intentó agarrarme, conseguí escurrirme, y gateé con torpeza y velocidad hacia ninguna dirección.

Y al igual que la tostada cae por el lado de la mantequilla, y al igual que el aceite se vierte sobre la camisa blanca, todo lo malo que podía ocurrir, ocurrió. Algo me asió con fuerza del tobillo. Mi garganta emitió un sonido sordo de ansiedad y dolor. Una lágrima comenzó a acariciar mi mejilla cuando «aquello» me dio la vuelta. No esperaba encontrar su rostro nauseabundo tan cerca del mío. Sólo me miró, me miró y su gesto se torció y se arrugó en una terrible sonrisa sardónica.

Algo se clavó con violencia en la base de mi nuca, y se introdujo muy profundo. Mi visión se nubló y volví a caer en la bruma.

Cuando desperté, todo mi cuerpo se dobló en un espasmo desesperado, buscando protección. Noté una mirada punzante que me arrancó un escalofrío. y cuando pensaba que ya no podría aguantar más, que no era tanto la situación como la desinformación, abrí los ojos esperando ser invadido por un rostro descompuesto, pero fue un gesto tranquilizador lo que encontré delante mía. Estaba en una sala de operaciones. Esta era real, ¿lo era?. Me rodeaba el nauseabundo olor a látex y a desinfectante, y un grupo de médicos procedían con gesto ausente a mi alrededor.

El resto de la historia es irrelevante. Todos estos años he vivido en la continua decadencia de aquél a quien nade cree, a quien nadie toma en serio. Ha habido épocas en las que incluso yo mismo he dudado de la veracidad de mis palabras y mi juicio. Me sometí a un estudio psiquiátrico exhaustivo y a varias sesiones de hipnosis.

Cada noche me siento frente a la pared con una botella de Bourbon descansando medio vacía sobre la mesa. La imagen que me devuelve el espejo cada mañana muestra a un ser decrépito, de pómulos caídos y mirada sombría. No soy ni una sombra de lo que era antaño. Quiero dejar constancia de mi historia en estas páginas, y quien quiera creer, es libre de hacerlo. Esta noche efectuaré mi último paseo, esta noche miraré las estrellas por última vez, antes de pasar a formar parte de ellas. Sólo espero no encontrarme con una terrible sonrisa sardónica.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS