Eso que pensamos que no dolerá

Eso que pensamos que no dolerá

Zarko Pinkas

15/03/2021

Las señales me decían que era un grave error. Un fuerte retorcijón de tripas me llevó corriendo al retrete con una colitis. Los nervios me jugaban de nuevo esa mala pasada y el intestino era la máxima señal que nada bueno saldría de esa visita de cortesía.

Los hombres podemos ser débiles. No cabe duda que siempre pensamos con los genitales y no la sabiduría dada por razonamiento intelectual y el análisis realista. Mis cálculos del karma me hicieron suponer que ya había pagado mis últimas malas acciones, así que tenía limpio mi récord para no esperar su efecto dañino.

Elizabeth me llamó el domingo en la tarde. Hacía un calor de los mil demonios. Detestaba este clima tropical de la isla. La ropa se pegaba y el ventilador se convertía en la única herramienta para combatir el calor y los malditos bichos.

Su llamada cayó en el momento en que estaba tirado sobre la cama y mis planes de salir se habían evaporado. Cuando la oí hablar, noté los típicos balbuceos por efecto de mucha cerveza y chicha fermentada. Pensé que las celebraciones del carnaval la habían llevado de nuevo a los excesos del licor.

Siempre que se emborrachada me buscaba para contar alguna historia sobre sus desilusiones amorosas. Era muy tediosa y con esta ola de calor terminaba siendo una patada en la ingle. Me invitó a su casona en las alturas del cerro poniente, cerca del cementerio. Sonó bien pues los que residían en esa zona eran dueños, además de la tierra, del clima fresco de este islote. Una oligarquía añeja que todavía creían que sus hijas no se revolcaban en las camas de un hospedaje por los rojos comunistas.

“Ven para acá, quiero verte. Has tratado de ubicarme desde hace semanas, y ahora es tu oportunidad…”, me balbuceó con su acento francés. Conocía bien a Elizabeth y por mi experiencia sabía que era una zorra-caballa como le decían los viejos holandeses de los puertos.

La mayoría de ocasiones existía una doble razón para sus acciones. Una actitud desconocida ligada a la más profunda estupidez humana y al egoísmo tan peculiar en algunas mujeres con excesivos calores internos. No cabía duda que su invitación jugada entre esos dos polos.

Solo que ahora estaba preparado para el jueguito. La vanidad logra ser su peor debilidad cuando piensa que todavía me tiene por un ala. Y mi debilidad estaba conectada en lo profundo de mis lujurias, deseaba todavía tener sexo con ella y sentir ese sabor que solo los orgasmos mutuos pueden hacer florecer.

Tuvimos nuestros encuentros físicos por varios años. En ese tiempo, podía mantener nuestros vicios monstruosos. Para que hacerse el mojigato y santurrón, si ambos nos drogamos por horas para terminar revolcándonos desnudos o vestidos buscando tener sexo violento con la mayor brusquedad posible. La conocí complemente por los más oscuros rincones de su cuerpo y ella a mí. Después cuando el efecto del opio y el licor morían, nuestra realidad nos hacía olvidar todo, y solo éramos los mejores amigos. Al acabarse la bonanza de mis ahorros, concluyó nuestro extraño amor.

Igual pienso en Elizabeth al meditar en soledad o al estar desnudo en mi ducha mientras me toco. Sé que es comprensible, pues soy un hombre un poco débil.

No se puede llorar sobre la leche derramada, por eso mantuve su amistad todos estos años; no obstante, siempre que nos veíamos alucinaba con la oportunidad de poseerla como en el pasado. De poner mis labios en sus labios y comerle la boca durante horas.

Promesas de amor.

Salí recién bañado y rasurado. Al subir a la bicicleta, vinieron a mi mente ciertas imágenes dolorosas del pasado. Vomité y un fuerte dolor de cabeza me tiró al suelo. Creí que no podría ir. Era un riesgo para mi salud mental y física, pero el ansia de la curiosidad promiscua me impulsaba.

Volvió a sonar el celular. Respondí y me habló muy fuerte “y qué pasa, ¿ya saliste? Estoy acá con un amigo esperándote”, me dijo. – “¿Un amigo? No quiero incomodar”, le respondí de mala gana. “No lo harás. Solo es un buen amigo”.

¡Ah! mi pequeña saltamontes, los cambios de piel no te hicieron mudar en lo absoluto, rumié. Me enfrentaba a quedar como un cobarde al no poder manejar las emociones que antes me provocaron incomodidades.

Retorné a la cabaña y busqué en la gaveta la arma que me habían dado en el partido. Inicié el camino con otra actitud decidido a terminar esto de una buena vez. Sería un tonto al no aprovechar la ocasión que se presentaba. Tocaba el frío metal del revolver esperando que me diera valor para enfrentar mi destino. Ahora es una expresión de luchas de clases , me repetía como un slogan de guerra.

Llegué a su casona. El calor no penetraba los grandes árboles que la rodeaban. Toqué la campana de la entrada. Elizabeth apareció acelerada como siempre. Me dio un beso en la boca y yo me sentí incómodo. Me señaló que subiéramos a la terraza. Estaba su amigo junto a una mesa con varias botellas de licor.

Yo al verla totalmente ebria me di cuenta que podía tener una oportunidad para pasar un noche con ella, pero el sujeto no paraba de mirarla. Era su amante de turno sin duda alguna. Las horas se convirtieron en una tortura a cada momento al escucharla hablar puras estupideces. Bailamos junto a su cama música jazz y soul.

El amigo nos miraba y se sonreía mientras se metía la mano adentro del pantalón. Fue una escena muy extraña hasta para mí. Cuando él se fue a buscar una botella de vino, nos quedamos solos. Acercó su rostro al mío. Me sentí débil por el olor a licor. Me creí enamorado por un leve minuto y eso me llenó de una agria cólera. “Siempre voy a estar a tu lado, en las buenas y en las malas”, me sollozó. Apreté con fuerza sus senos con una mano y con la otra guardé el arma en mi bolsillo.

Después de un rato, me largué de su casa con una profunda tristeza. Reflexioné que el licor y la soledad me habían llevado al mismo lugar nuevamente. Fue mala idea. Amaba la imagen del pasado y sus palabras producto de la bebida me entristecieron. La culpa no era de ella afirmé hacia mí mismo, mientras bajaba a toda velocidad en mi bicicleta por las cuestas de esos barrios perdidos que esperaba no volver a ver.

Aceleré en una curva y perdí el control. Desperté en la tierra. Me paré con lentitud. La bicicleta no la pude distinguir solo varias piedras que estaban en mi camino. Eche un vistazo hacia todos lados y nadie estaba alrededor. Levanté la cabeza y repetí: Parece que esta noche lloverá.

Autor: Zarko Pinkas 

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