He tenido que bajar a mi sótano y oír a los perros ladrar.
Soy una mujer inquieta,
triste,
feroz,
inteligente.
Aunque, más que inteligente, me considero persistente.
En mi casa no había libros; había deudas, hambre, llanto.
Crecí mirando el cielo a través de mi techo roto.
Mi imaginación crecía a medida que la pobreza y la angustia aumentaban.
Nadé en el mar de lágrimas de mi madre.
Me escondí en la arena movediza de las irresponsabilidades de mi padre.
Me sostuve a mí misma más veces de las que me hubiese gustado.
Aprendí a leer por desesperación y a escribir por la misma razón.
De piel oscura y sueños claros,
caminé con el fuego en mi pecho,
los ojos cerrados y las manos abiertas.
Soy hija del viento que me lleva lejos.
Tengo una fortaleza sobrehumana que me recompone.
He caminado por mucho tiempo con las reservas de oxígeno,
con el estanque vacío,
y aun así he avanzado muchísimo.
Tengo un corazón grande, disponible,
unos brazos extendidos.
No me cierro a los vínculos porque haya tenido en mi infancia una mala experiencia.
Entiendo mi dolor y lo respeto.
Le doy su espacio.
He llegado lejos no gracias al dolor, sino a pesar de él.
Porque hay sufrimientos que no enseñan absolutamente nada:
solo duelen.
Y dolida, cansada e inquieta,
he conseguido encontrar el ritmo de mis pasos.
A veces me muevo lento,
otras, muy rápido.
A veces me ahogo y siento que el aire ha dejado de quererme,
pero siempre logro respirar.
No tengo pies: tengo sueños,
rabia,
pero también ternura.
Escribo por una necesidad urgente,
una especie de grito en letras.
Hay libros que me abrazaron cuando no había nadie.
Escribo para equilibrar aquello que me fue arrebatado con lo que recibí.
Mis letras pueden dar calor… y otras veces, congelarlo todo.
No tengo todas las respuestas.
Ni las quiero.
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