En un vasto campo donde el sol besaba la tierra, Lucía caminaba. Su piel sentía el calor de la vida, el viento susurraba entre los árboles como voces antiguas. “Vita est pulchra”, pensaba, mientras el aroma de las flores la envolvía. La vida, tan vibrante, la hacía sentir invencible.
Pero al otro lado del campo, donde la sombra reclamaba su dominio, esperaba una figura envuelta en oscuros ropajes. «Mors certa, hora incerta» —la voz resonó como un eco lejano—. La Muerte la observaba, paciente.
Lucía se detuvo. «¿Por qué vienes ahora? La vida aún me llama.»
«Omnia tempus habent,» respondió la Muerte con voz serena. «Todo tiene su momento. Vita et mors, dos caras de la misma moneda.»
Lucía miró el cielo, donde el sol comenzaba a esconderse. Entendió. La vida era hermosa precisamente porque tenía un final. Sin la muerte, no habría valor en los amaneceres ni dulzura en los adioses.
«Si he de partir,» dijo con voz firme, «que mi último aliento celebre la vida.»
La Muerte asintió lentamente. «Non omnis moriar,» susurró. «No morirás del todo.»
Y mientras la noche caía, una estrella nueva brillaba en el cielo.
OPINIONES Y COMENTARIOS