Los andenes van cortando las luces de los faroles que iluminan las vías. El metro penetra en la densa noche. La niebla cae como pluma sobre el pavimento. Dos cuerpos entregados a las caricias del otro se dejan ver sobre los asientos de los andenes. Dos enamorados. Qué misteriosa es la vida, elevarte hasta alcanzar un estado de ataraxia, y luego dejarte caer vertiginosamente. Esas dos siluetas después serían acariciadas por manos ásperas y besadas por labios acres. El detalle es que esto último ellos no lo sabían.

Juntos llegan hasta la estación Puerto, a pesar de que su destino se encuentre en sentido contrario, esto lo hacen para alargar lo más posible su encuentro. Si bien no se volverían a ver en una semana, lo cual no es tanto tiempo, para un enamorado es una eternidad. Descienden para esperar el metro que los lleve hacía dirección Limache. Esperan unos minutos hasta que el siguiente metro comienza el recorrido, esta vez hacía el sentido contrario. De nuevo los dos son víctimas de los gestos cariñosos del otro. En ese estrecho mundo, que va recorriendo la ciudad, toda era felicidad, como si la de ellos se contagiara a los demás pasajeros. No había ni siquiera tiempo ni ganas para miradas furtivas y casuales hacía otros ojos.

Descienden en “La Concepción”. Entre la pesada noche, la soledad y la comodidad de una banca comienzan a besarse. El vaho se resbalaba entre sus labios, como si quisiera encadenarlos en ese gesto de amor. Solo la ropa es el delgado límite que separa las manos de la piel palpitante, que siempre busca las caricias, el roce y quedarse desnuda para liberar el calor estremecedor. Entre los besos se cuelan sonrisas y una que otra palabra que admira la belleza del otro. Toda esta escena es sólo interrumpida por el chirrido de las ruedas frenando sobre las vías. Luego sube la mujer, y abandona, sin saber que para siempre, al hombre, dejándolo a la deriva en esa oscura noche, sin estrellas y sin constelaciones que deriven en alguna mísera esperanza para el futuro que tiempo después lo azotará, con formas de recuerdos que anidarán en su pecho angustiado, y la única forma de hacer más llevadero aquella tristeza, es transformarse en un narrador.

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