Su semblante melancólico cautivó la atención de aquél joven de amistades serias. E ignorando los obstáculos que plantó su temperamento reservado ante su imprudente intervención, se invitó a pensar con ella:

“¿Estás enamorada?” Preguntan mis padres.

Y yo, con sólo 19 años de edad; respondo: “sí”, con más miedo que certeza. ¿Acaso no asumen que, sin duda, transito gravemente errada y pobremente experimentada por tales escenarios? ¿Que sobre tramas amorosos poco sabe, quien se enfrenta a problemas monstruosos en su intento de expresarlos; y peores travesías al asechar los sentimientos de quien pretende amar?

Tras un acosador interrogatorio comprendido en la sutileza de una sola pregunta; oculté dos claras cuestiones: ¿Será que desde su juventud comprendieron su enamoramiento? O por el contrario ¿Realmente estarán enamorados?

Su relación se manifiesta con tal perfección ante mis ojos ineptos, que temo enfrentarme a la segunda interrogante; aunque la primera, no sea de menor tamaño.

Cierto es que si mi padre está enamorado, como siempre lo dice; y se atreve a plantearme el mismo cuestionamiento; seguramente mi primera duda merece una respuesta afirmativa, y quizá no he mentido al responder; puesto que probablemente, en mi juventud he descubierto, como él, el enamoramiento.

No obstante, surge un segundo obstáculo frente a mi respuesta: ¿Quién es mi padre para poseer la verdad sobre el tema? Si verdaderamente ha experimentado el amor en su complejidad aparente; ¿cómo sabe que lo siente, sin una definición universalmente compartida sobre éste?

Si no es mi padre el conocedor… ¿lo será mi madre? ¿mis amigas? ¿mis profesores?

¿Cómo sabré entonces si estoy enamorada?

Y aunque la única respuesta se encuentra dentro de mí; su descubrimiento implica la consciencia del ajuste entre mis sentimientos y la verdad sobre el enamoramiento; cuyo enunciado no se vislumbra en mis adentros.

Apostaría, a favor de que el amor es difícil de conocer, y complicado de comunicar. ¿Por qué tanto arte sobre lo mismo, si no es porque el amor no se limita a cajones de palabras? ¡No es inteligible! -o al menos eso creo yo-. Sólo quienes lo poseen o se involucran en su belleza son, hasta los más bajos niveles, capaces de revelarlo. Pero únicamente a quien lo regalan.

Bajo tales circunstancias, no me queda más que comparar sentimientos, e intentar honrar a aquellos agentes; que entre la universalidad de quienes trabajan arduamente en la edificación de una estructura tan magnánima, como difícilmente alcanzable; y los seres humanos llaman amor; son, bajo mi pobre criterio, meritorios de un título:

  • ¿Descubro mi feminidad a su lado?
  • ¿Conozco la masculinidad junto a él?
  • ¿Creo haberlo amado, después de haberlo conocido?
  • Olvidemos su nombre, edad, apariencia física, posición social, nivel económico… y la extensa cantidad de referencias accidentales a su persona, que se limitan a vestir su aspecto externo. ¿Aun así permanecería a su lado?

Se dice en El Principito (1943) que “…las personas mayores aman las cifras. Cuando les habláis de un nuevo amigo no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen “¿cómo es el timbre de su voz? ¿cuáles son los juegos que prefiere? ¿colecciona mariposas” En cambio, os preguntan ¿Qué edad tiene? ¿cuántos hermanos tiene? ¿cuánto pesa? ¿cuánto gana su padre?” Sólo entonces creen conocerle”.

Creo que no he mentido, a las cuatro interrogantes respondo afirmativamente; a diferencia de lo que tendría por decir, respecto de otros tantos “amoríos” pasajeros.

El joven dilema es: ¿podrá amarse a la persona equivocada? Si sí, “espero curarme de ti”, te digo citando a Jaime Sabines. Si no; tengo algo de miedo, poca emoción y muchas preguntas más.

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