EN DEFENSA DE LOS PATIOS

EN DEFENSA DE LOS PATIOS

Ernesto Parga

16/06/2021

La gente se queja del encierro. Yo sí salgo. Cada vez que siento que el tedio avanza sobre mí, intentando conquistar mi ánimo, gobernar mis pensamientos y marcar el ritmo de mis emociones huyo de él, me rebelo y salgo.

No hago caso de la insana imposición que pretende tomarnos por rehenes, ejerzo mi derecho inalienable a la libertad; porque sé según me enseñó el ilustre caballero de la triste figura Don Quijote de la Mancha, que esta es: “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

Haciéndome, pues, cargo de todas las consecuencias deliberadamente desoigo toda indicación a clausurar la vida y salgo. Abro la puerta trasera de mi casa: salgo y abro también el universo todo. Todo mi universo que se hace síntesis, que se concentra y se reduce a sus mismos fundamentos en el patio de mi casa.

En este patio como en cualquier otro patio, con estos árboles como en cualquiera otros arboles; está todo lo que cada uno hemos sido, lo que somos y todo lo que podemos recordar o aprender.

Un signo, en Semiótica, es un objeto o evento presente que está en lugar de otro objeto o evento ausente, pensemos un poco ¿Por qué conservamos la moneda aquella, el reloj vetusto, o el anillo de boda que nos regaló nuestro padre o nuestra madre?, la respuesta sin duda es; porque son vinculaciones presentes que, con un secreto lenguaje, nos remiten a la realidad ausente que amamos.

Dice Leonardo Boff que nuestro entorno está lleno de cosas que nos hablan, pero que se necesita de un cierto espíritu que vaya un poco más allá del mundo técnico-científico para entender este lenguaje que corre como un rio subterráneo y que, a través de estos signos, brota como fuente con un caudal de recuerdos que nos permite de cierta manera volver a vivir.

Así los patios, con sus árboles tantas veces trepados por tus niños, con sus rincones depósito de los restos de las queridas mascotas que fueron parte de la vida familiar, así los patios que fueron campitos de futbol, pista de patines con la infantil patinadora ataviada con vestidito de princesa, arena de batallas campales bajo la lluvia con globos de agua, espacio de la ilusión en aquel club de amigos de la casita del árbol que prometía ser eterno. Por eso salgo al patio en busca del signo que active la memoria del pasado que me vincula con el yo, de este mi presente.

Álvaro Cunqueiro el magnífico escritor gallego autor de Las Mocedades de Ulises comenta que: añadirle a la comida que comemos siempre un poco de literatura, un poco de fantasía y otro poco de historia hace que aquello que nos gusta; nos guste aún más.

De esta manera, la añosa higuera que en este momento me ofrece por centenas su fruto dulce que me gusta tanto, me gusta tanto más porque sé que es símbolo de la lealtad, que ha acompañado al hombre por milenios (hay vestigios en el Valle del Jordán de higueras cultivadas por el hombre alrededor del 9400 AC). Desde que sé que las higueras fueron la primera planta domesticada por el hombre, unos mil años antes que la cebada y que el trigo, este conocimiento hace que agradezca que cada año vuelva a reverdecer y hace que los higos me gusten todavía más.

Y este nogal que nos regalará de nueva cuenta su fruta otoñal y por ahora su benevolente sombra bajo la que escribo estas letras y que ha sido por años, espacio de solaz, de charlas vespertinas con amigos y parientes ante un buen plato de tostaditas. Signo todo ello de palabras sin sonido a las que vengo en rebeldía para mitigar las penas de este encierro.

Y el par de limoneros omnipresentes en la vida familiar, ya en el perfumado y blanco azahar de primavera o en el ácido, jugoso e inagotable fruto de verano, o en el té de sus hojas que en invierno nos protege y sana de las gripas y de casi todas las dolencias.

Pero que tristes son los patios devenidos en perpetuo depósito de objetos sin signo, mudos cacharros sin lenguaje, que asfixian el espacio vital de la convivencia, que se atesoran como atesora Harpagón, el enfermizo personaje del Avaro de Moliere, solo porque tienen precio, aunque carezcan de valor. Antonio Machado solía decir que el necio es aquel que confunde valor y precio.

Uno de los primeros tópicos que enfrentan quienes se acerca al estudio de la filosofía es el de entender que la filosofía “no sirve para nada” es decir que no es instrumento de nada… para producir nada; que la filosofía “solo” busca inquirir el porqué y el para qué de las cosas, de todas las cosas, para dotar con ello de un sentido y una razón al universo mismo.

Yo pienso que ese afán tan humano de buscar sentido, de filosofar, de recordar lo vivido, de proyectar lo porvenir, de descifrar el mensaje de las cosas, de entender que lo Eterno nos habla también a través de lo efímero, que los cosas son también silabas de otro alfabeto. Es la mejor señal de que seguimos vivos.

Creo, en defensa de los patios, que esa actividad de traducción de signos y de códigos, requiere además del deliberado propósito de abrir muy bien la mente y los ojos, de un poco de utilería: una copa de noble vino, un café cargado y un despejado patio familiar.

Es hora de retornar al encierro antes que los 36.6 grados a la sombra de la milenaria higuera derritan mi rebeldía.

Ya aligerado del encierro, entro en casa y veo que otros signos me saludan.

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