A veces recuerdo con cariño a Eloísa. No por sus nada diferenciables ojos castaños que se repiten en medio mundo; tampoco gracias a ese atrevido lunar apuntalado a un centímetro de su boca. Ya éramos gordos en tales instancias de la adolescencia, y, aunque por esas primaveras no conociéramos de romances previos, ni de desilusiones que arrancaran lágrimas saturadas de sodio; nuestras lonjas se alborotaban al tenernos cerca.

Su corazón se encontraba a sólo dos casas de aquí; por lo que no veíamos como un delirio compartido que casi pudiéramos sentir los pensamientos del otro, aun cuando nos distanciaba la intimidad de las paredes. Entre las noches de pollo frito y Coca Cola para resbalar, me adueñé de su primer beso; y ella, consecuentemente, se convirtió en la primera vez que me mordieron los labios con lascivia.

Aún si fuimos jóvenes para ese depredador con mala reputación al que llaman ‘amor’, nosotros planeamos una eternidad juntos; mientras ella añoraba con pronunciada intensidad establecer una familia conmigo y convertirse en mamá cuando el momento llegara. Incluso se detenía a visualizar los nombres de los potenciales hijos que me daría; entre risas que, muy en el fondo de mi ser, me evocaban una ternura inconmensurable.

En dos años de caricias que muchas veces terminaron en desnudez, dentro de las inmediaciones de un motel en el que dejamos desparramando nuestro ADN; y de una que otra pelea que añadía un poco de Heavy Metal a nuestra pasional relación; jamás la noté tan preocupada por su figura, hasta que los primeros peldaños de la adultez empezaron a edificar tribulaciones en su cabeza; igual que la reiterativa comparación entre las dimensiones de su cuerpo y las de sus delgadas amigas.

Incluso si, ante mis enamorados ojos, Eloísa se veía despampanante con sus vestidos XL y su bamboleo pausado; algo en su interior comenzó a resquebrajarse cuando una revista insulsa y repleta de mujeres hermosas y de relativa vitalidad la convenció de que la belleza se mide por apenas tener piel en los huesos. Antes que pudiera salvarla, una liposucción me la quitó; junto con las letales dietas bajas en carbohidratos, y el golpear repetidamente ese pequeño péndulo de carne sobre su lengua hasta quedarse seca.

La última vez que la vi, desapareció en un océano de su vómito. Al pasar los años me enteré que; a veces, aparecía de madrugada vestida de blanco en lugares deshabitados; al mismo tiempo que clamaba por sus hijos; aquellos que ya nunca podría darme.

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