Llueve… Con una intensidad que apenas deja oír el eco de lo que narro en mi mente. Por mi ventana abierta irrumpe la brisa nocturna, desnuda, vulgar, y empuja la cortina elevándola con gracia danzarina hasta acariciar el techo. Ese soplo es gélido, sientes como se retuercen tus huesos, y su aliento es fétido, transporta olores nauseabundos de la calzada. Es de noche, todos duermen ya. Solo mis alucinaciones tremebundas no descansan. Los horrores nocturnos siguen abundando en mis psicóticas neuronas y me dibujan un paisaje lúgubre, desolador, frío y tapiado de cadáveres.
Ya de madrugada me despierta el rumor del viento como un alma en pena, es una bruma blanca y ruidosa que se viste de fantasma para asustar a los cuerdos. El insistente golpeteo de miles de gotas sobre el tejado, trata de corromper mi cordura y tomarme preso. Me zambullo en mi pesadilla maldita de la que nunca salgo vivo, y me encierro en ese exasperante sueño del que solo me libera la luz de la mañana.
Ya es de día. Pensé que lo de anoche ocurrió. Las típicas peleas matutinas con mi sano juicio. Vacilo todavía que no fuese un sueño. Que no hubiese estado en mi mundo tenebroso bastante recurrente, en ese círculo vicioso hostil que me hace vivir al filo de la realidad, aunque anoche no estuvo ella. Anoche estuve solo en mi pesadilla infinita. Contemplando el miedo sin miedos, precisamente por no estar ella de protagonista impertinente. No la dibujó mi memoria infalible. No la echó de menos. No la quiso recordar por milésima vez. Fue un descanso mental y vivencial. No hubo fatales recuerdos…
Capítulo I
Ella pasó caminando con cuidado entre mesas y cuerpos en dirección hacia la Caja donde, luego de diez minutos de espera pudo facturar un helado. Ella frente al mostrador pidió el helado que yo siempre escogía y para mi recuerdo lamentable, se oía en el fondo musical de la Heladería, una melodía reguetonera que machacaba en su coro: «Happy happy», hit musical del cantante Nacho y sus retoños.
La heladería estaba casi llena, y digo casi, porque en mi mesita cute de dos puestos quedaba uno vacío. Las voces de los comensales inundaban toda la estancia, mezclando sus discursos hasta casi recrearse una sola cháchara. Mientras ella se acercaba a mi mesa, yo me hacia el invisible, o al menos intentaba mostrarme como que no reparaba que se acercase a mis dominios.
— Buenas tardes, ¿está ocupada esta silla?.
Levanté mi mirada, fruncí el ceño como si no hubiese escuchado nada.
— ¿Perdón?. — Esperé a que repitiera su súplica.
— Disculpe la molestia, le preguntaba si está ocupada esta silla.
— Ah, no, descuide, no está ocupada, siéntese por favor.
Al ver el espejo de nuestros helados, era obvio empezar una conversación. Sería un error que siempre trataría de cambiar en mi recuerdo, en mis sueños y en mis pesadillas: Haberla conocido.
— Permiso, me quiero presentar, me lla…
(Ruido altisonante en la Heladería)
— ¿Cómo dices? — Pregunté aturdido.
— Que me llamo… @##%
No insistí y no leo labios, así que solo bamboleé mi rostro, como si la hubiese escuchado.
Ella era una chica linda pero extravagante. Su aspecto era la de una groupie que se acababa de acostar con toda la banda de rock y alguno que otro chico del público. Sexy pero desaliñada. Y tal vez si me acercara a ella, describiría que olería un poquitín a canuto. Cabello color rojo danger/stop/toxic. Nariz a lo Lady Gaga. Su rímel se estaba desdibujando un poco bajo las cuencas de sus ojos, al igual que se derretía con parsimonia su debilucho helado. Mientras engullía perezosamente el mío, ella me miraba con ojos fríos, agotados.
— ¿Por qué estás solo comiendo helado?
— Porque es viernes, cuatro de la tarde. Ya he salido de la Uni, que queda a pocas cuadras de aquí y me encanta el que pido.
— No respondiste mi pregunta. Por qué comes helado… solo.
— ¿Por qué no?. — Quise sonar cortante, indispuesto, que me odiara.
— Si, bueno, mi cita no vino, lo esperé media hora y me fastidié, compré mi helado y aquí estamos. Te gusta mi helado…
— Ah, no lo había notado.
Mentí.
— ¿Cuántos años tienes?, ¿Cómo te llamas?
— Veinte años. Me llamo Juan.
Respondí en estricto orden de extracción y sonaba como distraído para intentar sacudírmela, pero la verdad es que la chica me interesaba.
— Yo tengo veintiuno, los cumplí la semana pasada. Juan ¿Podemos acelerar la conversación? Me queda poco tiempo.
“¿Qué?”… Me pregunté para mis adentros.
— No entiendo, que quieres acelerar. — De hecho me estaba terminando de comer el cono del helado así que…
— ¿Tienes novia o algo así?
— No
— Que mal, deberías estar con alguien, eres bello, al menos para mí.
Me di cuenta que mientras hablaba conmigo, ella no había probado su helado y éste se desparramaba por todo el cono y parte de sus dedos. ¡Susto!
— Gracias…
— Debo irme ya.
— Está bien.
— Dame tu número.
Se lo di. Y a los pocos segundos se fue, sin darme el suyo.
Capitulo II
Me llamó al día siguiente de un número desconocido. Saldría de su clase de teclado a las cuatro y querría verse conmigo para conocernos mejor. Le dije que sí. Nos veríamos en un café muy pequeño que quedaba en el centro del pueblo. “El Fogón”, así se llamaba, de ambiente rural, sin mayores atributos, poco concurrido y de clientes habituales, sería mejor acotar que, ya habían pasado sus mejores años. Un aparato de radio de los años 80 como mínimo, en frecuencia AM, lanzaba alaridos melancólicos de un cantante de mediados del siglo pasado. Comensales que hacían juego con los años del local, pernoctaban perennes matando literalmente su tiempo. El entorno olía como al cuarto del abuelo, aunque era agradable, familiar y muy rural. Las mesas estaban cubiertas por manteles “blancos” con líneas rojas cuadriculadas. El lugar era lúgubre y frío. Por el entorno descrito, estuvimos a punto de pedir unas mantas y una vela.
— Hola otra vez, Juan.
— Hola… — No sabía su nombre.
— Que van a pedir… — Nos interrumpía un pulcro mesonero.
— Dos café claros por favor. — Pidió ella.
Al desaparecer el mesonero, la chica me abordó de una.
— ¿Estas casado?. Aunque no me importa.
— Soy soltero.
— ¿Has tenido sueños morbosos conmigo? Aunque tampoco me importa.
— Nop. Nada de sueños.
Esa pregunta me desarmó un poco, mientras mi respuesta serena trataba de disipar mi confusión por sus arranques lingüísticos viscerales.
— Yo si soñé contigo, anoche. Me salvabas de una muerte trágica.
— Entonces ¡fui tu ángel salvador!. – Respondí con sorna.
— Algo así. ¿Quieres tener sexo conmigo?
— Si
— No te lo piensas
— No
— ¿Siempre respondes a todo tan rápido?
— ¿Siempre preguntas de todo tan rápido?
Y soltó una carcajada que duró varios segundos. Mientras nos tomábamos el café me tomó mi mano libre y la comparó con la suya. Su mano estaba helada. Me confesó que le gustaba salir conmigo. A cada rato soltaba una risotada que hacía interesar a nuestros vecinos.
— Discúlpame. Tengo poco tiempo.
— ¿Para el sexo también?. – Intenté ser gracioso.
— Juan debo irme ya. Te escribo y cuadramos.
— Está bien.
Esa noche soñé con ella…
Capitulo III
En mi sueño, estaba sentado en mi clase de aritmética tratando de resolver un decálogo de problemas preparados solo para mentes brillantes. Al levantar mi mirada y ojear en derredor, calibré que me encontraba en un oscuro salón de clases, sin nadie más en los pupitres. Al frente de mí, un prohombre pulpo fangoso y luminiscente – mi profesor – esperaba la finalización de mi prueba. No había luz en el techo, solo una tenue flama rojiza de final de tarde se colaba por las ventanas y dejaba una claridad arrebolada sobre mi hoja de examen, por la cual un chalado hubiese jurado que las letras fueron escritas con mi propia sangre. Las sombras paseaban entre los pupitres como agentes espías de estudiantes tramposos y copiones. El reloj de pared encima de mi profesor pulpo, giraba sus manecillas frenéticamente como si la duración de mi evaluación estuviese encapsulada en un espacio-tiempo de una nebulosa infinita. Sin que nadie lo presintiese retumbó un eco estridente que recordaba el sonido de emergencia de un submarino ruso a punto de hundirse, el cual señalaba el final de la clase. Mientras trataba de rematar las últimas respuestas de la prueba, mi pupitre comenzó a sumergirse en una colada sangrienta y nauseabunda que emergía bajo mis pies. En esa laguna de sangre que anegaba mis zapatos, flotaban coágulos inmensos que formaban las respuestas correctas de mi prueba.
Al revisar mis respuestas, noté con extrañeza que en cada línea había respondido las mismas palabras: Ron con pasas. El líquido sanguíneo ya había ahogado el pupitre, anegado la hoja de examen y mis dedos. Sin dejarme asimilar aquello, oí un estruendo espantoso en la puerta del salón. Eran arañazos ejecutados con un objeto de metal que hicieron voltear la mirada de mi bizarro profesor.
— ¡Déjalo salir! — Exigió ella desde afuera, asomando una mirada orate por la ventana de vidrio de la puerta, y enarbolando una pata e’ cabra.
— ¡No ha terminado su prueba! — Escupía en gritos espantosos el pulpo.
— ¡Déjalo salir y te respondo correctamente la prueba!. — Insistió ella.
— Nadie puede…
— Yo sí, si lo dejas salir ocuparé su lugar.
El fluido espeso y aceitoso que me tenía consumido, ya solo dejaba al descubierto mi pecho. Por unos segundos creí desmayarme, al no soportar el hedor a carne podrida y mierda.
Un chasquido automático de la puerta del salón dejó entrar un cuerpo frágil y raquítico, que resultó ser ella. Sin determinar siquiera al espanto de profesor, caminó con apuro para ocupar mi pupitre, que se encontraba penosamente lleno de absurdas respuestas. No me regaló una mirada, ni siquiera pude darle las gracias porque una fuerza sobrenatural me extrajo del salón y en pocos segundos me encontraba pulcro y cándido en los pasillos iluminados y alegres de un día normal en mi Universidad.
A pesar de encontrarme pisando ya las escaleras de salida de la Universidad, riendo por lo absurdo de todo aquello, no pude olvidar los gritos de ella exigiendo al monstruo profesor: «¡Déjalo salir!»; no pude perdonarme que la dejara ocupar mi lugar en aquella mueca de salón de clases del infierno y regresé corriendo para liberarla de ese terrible cadalso.
Se me hizo difícil entrar con rapidez a contracorriente en el justo momento que todos los estudiantes abandonaban la Universidad. Cuando por fin llegué a la puerta del salón, estaba cerrada y con una furia insensata impropia de mí, pateé la puerta y entré a trompicones sin permiso.
Ella estaba siendo evaluada por mi profesor Saúl Angulo. Sentado sobre su mesa, tachaba cada una de las respuestas, para ella infalibles. Colérica y manoteando al universo pegaba gritos y quejas sin cesar.
— Las respuestas son correctas. ¡Qué le pasa!.
— En esta prueba no. Debiste recordar tu encuentro con Juan. ¡Reprobada!
“Reprobada… Reprobada…”. Retumbada en las paredes del salón.
— ¿Qué? ¿Cómo dice?.
Mientras ella le reprochaba, mi profesor Angulo mutaba aparatosamente como Hulk o Mr. Hyde, en el pulpo fangoso de antes. Su risa desdibujaba cualquier alegría natural y te erizaba la piel, Ah! y su tamaño corporal, comenzaba a doblarse para desdicha de mi futura queja.
— Eres mía. Tu alma es mía. Nos vamos.
— ¡Las respuestas son correctas!
— Reprobada. ¡Tu alma es mía!
El profe pulpo tomó del brazo a la chica y antes que querer evaporarse con ella a no sé dónde, intervine.
— ¡Un momento!. Profesor Angulo, es mi prueba. Quiero que me diga las respuestas correctas del examen.
— Ron Con Pasas… – Respondía el pulpo estremeciendo todo el salón.
— Quiero que revise mis respuestas. Yo no autoricé que la dama me suplantara en la prueba, esto es un atropello. Si repruebo mi examen lléveme a mí.
— A los dos. Ella pidió evaluarse. Entrégame tu examen. En cinco minutos se cierra el claustro.
Y me dirigí con prisa a mi pupitre. En el trayecto sentía el helado tacto de las sombras en mis brazos, en mi rostro, en mis labios, intentaban contener mis piernas. Me susurraban maldiciones a mis oídos. Creí perder la razón. Apenas pude divisar el lodazal en que se había convertido mi puesto de estudios. El hoyo sangriento regurgitaba burbujas ardientes, simulaba al caldero del diablo. Abajo — pensé — estaría mi pupitre soportando mi sobresaliente examen. Aspiré todo el aire que soportaron mis pulmones y sin dudarlo me lancé de cabeza en aquella sopa podrida y asquienta.
Abrí los ojos… Adentro la colada se sentía menos densa y estaba iluminada. Unos cinco metros más abajo flotaba mi pupitre con mi hoja de examen correctísima. Nadé hacia ella. Mientras descendía pude apreciar que mi pupitre y yo nos encontrábamos en un inmenso vientre fangoso que pertenecía a un enorme feto de piel grisácea de la cual supuraban gotas de pus parduzco. El feto se asemejaría a un hijo nonato del gigante del cuento: “Jack y las habichuelas mágicas”, recordado por su inconfundible enojo verbal de FI, FA y FO. El esperpento de embrión era diez veces más grande que yo. Luego de unos breves segundos, aun estupefacto, pude llegar aleteando hasta el pupitre y tomar la hoja de examen que aún se encontraba calma encima de la mesita. Me quedaba una reserva de aire para el regreso, pero solo sería consumida para presenciar la evacuación producida por el engendro y que al quedar suspendida en este océano maldito, cobró vida, era como un gusano queriendo huir de su huésped, un enorme pupú con ojos, al apreciarse mejor, exhalé un poco de aire burbujeante por la impresión que me dio al darme cuenta que esa mierda era ella. Sí, mi ella. Desconsolado entendí que no podría salvarla, aunque tal vez yo sí podría salir de esta fosa infernal. Con las pocas fuerzas que me quedaban, nadé hacia arriba para salir por el hoyo por el que había entrado, pero ya no tenía suficiente oxígeno y estaba muy abajo, más cerca del fetote que de mi salida. Sentí una primera convulsión en mi pecho y después una segunda que retorció mis extremidades, me detuve flotando junto a ella, anhelándola y exhalando mi último suspiro de vida.
Capítulo Final
Pasó una semana y no supe nada de ella, sin embargo las pesadillas se sucedían cada noche al punto que me daba miedo dormir. Algunas noches me auto infringía insomnios, me desvelaba para no caer en ese País de las Pesadillas que me estaba volviendo loco. Despierto también, pensaba en ella, e inventaba historias de ambos en momentos felices, risas, encantos, paseos tomados de la mano, besos, abrazos y sexo. A cada instante la deseaba más y más, si, ella me estaba volviendo un loco de atar.
No sabía dónde buscarla ni como preguntar por ella. No sabía ni siquiera su nombre. Eso me atormentaba, su recuerdo me aprisionaba. Era impropio este dolor. Solo la había visto dos veces, no entendía el porqué de esta aflicción. Su sinceridad y ser tan genuina me habían desarmado, era suyo totalmente. ¿Por qué no me llamaba?.
Comencé a quedarme dormido en el salón de clases y a despertarme con gritos que causaban risas en mis compañeros. Ese extraño comportamiento había pasado por alto en mis profesores hasta que mis padres recibieron una llamada de la Universidad y al día siguiente el Decano muy serio les entregaba una prueba que ejecuté ese día anterior. Mis respuestas en todas las preguntas fueron: Ron con pasas.
Mi fatiga no se podía disimular y mi psiquiatra, — hasta allá fui a parar — me recetó pastillas para dormir y reposo por una fastidiosa semana.
Me volví catatónico, totalmente indispuesto. Solo comía lo que me daban y realizaba necesidades fisiológicas primarias que me separaban de los animales. Mi estado emocional se reflejaba en un cuerpo que respiraba y estaba en un coma inducido. Era un hombre medio muerto. No me entendía ni yo mismo.
En el momento menos esperado sonó mi móvil. Número desconocido. Sentí fluir nuevamente la sangre por mis venas, renació el mundo a mí alrededor, pude apreciar nuevamente sus sonidos, sus luces y reflejos, sus olores; mariposas de colores comenzaron a volar encima de mi cama, sin embargo aún no respondía la llamada. Alejé mi pereza mental y respondí al teléfono.
— Eres… ¡Eres tú!. — La voz no era de ella, sino de una señora mayor.
— Aló ¿quién es?. — Respondí a la defensiva.
— Mal nacido ¡eres tú!, ¡no te escondas!. Mi hija ha muerto por tu culpa.
Y se detuvo el tiempo… ¿Cuánto?. No lo sé. Pero en ese momento sentí una muerte cerebral. Mis piernas se doblaron de golpe y un latigazo eléctrico recorrió toda mi espina dorsal y fundió mi cerebro. Mi cerebro frito comenzó a convulsionar sobre un mar de pensamientos inconexos de sus recuerdos, reales y ficticios, al evocar estos últimos flashes, me sentí extrañamente viudo. Juan Rafael Aristimuño “viudo de ella”.
— ¡Aló! ¿Estás ahí Raúl?. Maldito renacuajo, te voy a buscar y te voy a matar desgraciado…
La voz de la doña se soltó en un sincero llanto de dolor, al tiempo que decía.
— ¿Me oyes maricón? Te voy a matar… Era tu hijo, porque no te hiciste responsable. Maldito. ¡Era tu hijo!. Tiraron su cuerpo en el Hospital todo desangrado. En donde sea que le hicieron el aborto me la mataron. Tú la mataste maldito.
Tengo un recuerdo ficticio de ella. Me toca la cara delicadamente con sus suaves dedos. Ríe y me muestra sus preciosos dientes. Cierro mis ojos disfrutando sus locuras. Me muerde una mejilla y me dice que me ama.
— Raúl ¿por qué no fuiste a verla ese día en la heladería?. ¡Cobarde!. Ese día hubieses hablado de forma sincera y mi hija hoy estuviera viva. ¡Respóndeme desgraciado!.
— Número equivocado.
Es tarde ya, y mi móvil sigue vibrando insistentemente, lo ignoro, me tiene sin cuidado, no es a mí a quien busca desesperadamente enarbolando una absurda venganza ese espectro de voz de madre compungida. Mis pensamientos giran ahora en otra vertiente, la de las especulaciones, porque ella murió y ni siquiera supe su nombre. Nuestro encuentro de esa tarde en la heladería reguetonera fue muy inesperado y fortuito. Intento aplacar mi revés amoroso con los vestigios de una treta maquiavélica ideada por ella. Su afán de animosidad hacia mí, la convirtieron en la villana de mis elucubraciones por venir. ¿Buscaba un padre sustituto? ¿Un outsider en mí? Que pendenciero sonaba todo aquello. El pedestal altísimo donde la había ubicado en mi granja de moralidad celestial se estaba desmoronando y casi la estaba trasladando a un cuartucho prepago de putas viciosas baratas.
Después de un mes de lo ocurrido, he vuelto a la Universidad a ejecutar poco a poco mi vida como fue antes de aquel encuentro pasajero. Pero nunca nada es igual como antes. Ayer siempre es pasado y vivido, y hoy no se sabe, porque nada ha ocurrido. Ya no respondo ron con pasas en mis pruebas, la vida continua, o al menos trato que continúe, sin embargo por las noches, en mis sueños, ella aún me visita, con su niño, vivo, risueño; confieso que no me acosa todos los días, me da descansos si, desaparece por semanas, pero cuando vuelve, también participa en mis pesadillas.
No la odio, sino que no pude comprenderla, fue muy poco lo que nos conocimos, porque su estancia fue corta, sobre todo conmigo. No la lloro ni la extraño, pero si la respeto por su personalidad maravillosa. Ella, era ella y nadie más. Única, y si me preguntaran en alguna oportunidad por su legado en mi vida, diría que me dejó un bello recuerdo de aquella tarde en ese opaco café, cuando pude admirar su soltura, su risa vulgar y una felicidad desbocada.
Fin.
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