(Un día de mil novecientos noventa y cinco, Ángela, dirigiendo su programa radial Los Arcanos, en Antena Uno; sobre la mesa, su página Los Arcanos, que simultáneamente, publicaba todos los días, en el diario Expreso, en una época que hombres y mujeres le escribían cientos de cartas todas las semanas) 

Ella, la madre. 

Una penumbra muy antigua, casi como una niebla suspendida y cargada de emociones de los muertos de mi familia, flotaba en el espacio de ese estrecho y agónico pasadizo que tantas veces cobijó mis juegos de infancia, de esas viejas y empinadas escaleras de la casa de Breña -tan recurrente en mi vida para bien y para mal- cuyas descascaradas paredes parecían vibrar levemente con los murmullos de personas extrañas que iban y venían a pocos pasos, en la calle, cuando pasaban cerca de esa puerta también vieja y ajena al paso del tiempo. No las podía ver pero las imaginaba presurosas, llenas de cotidianidad, camino a sus destinos, a sus añoranzas o quizá a sus propios tormentos. Compartía con ella un silencio extraño de amor, lleno de dolor, pero también de recuerdos, de risas, de las viejas y queridas fotos en la caja negra y aterciopelada que atesoró durante tantos y tantos años y hoy están conmigo. Sentados muy pegaditos, lado a lado, sus manos rozaban las mías. Me buscaba para darme confianza, tratando de romper mi confusión, mi silencio de niño, con palabras atrapadas en mi garganta luchando por evitar llorar y ella, con una ternura inexplicable para mis nueve años, que me decía tanto, sin decir, con sus ojos profundos y marrones. Esos ojos me contaban tantas cosas, tan cálidas y tan difíciles al mismo tiempo, que ahora, décadas transcurridas sobre mi piel, no recuerdo en detalle pero importa muy poco. Igual superando todas las lagunas del tiempo, aún siento el susurro de su corazón latiendo muy cerca de mí. Y ese día de mil novecientos setenta y siete tuve conciencia del amor. De su insondable amor. Del amor de madre. En ese momento, sucumbí a la calidez de su presencia y a la enormidad de sus emociones y su tibia e inconfundible presencia. Recuerdo que me gustaba cerrar los ojos de niño para escuchar su voz. Su voz existía y era suave pero firme, llena de confianza y seguridad. Tu voz existe hoy aún. Esa noche, sentados solitos en el umbral de esa vida que comenzaba para mí, que era cruel con ella en parte pero al mismo tiempo, vida de la cual esa pequeña mujer aprendía, entendía, disfrutaba, y sentí el suave y particular viento que hacía su cabello largo, negro, lleno de misterios, ondulado, hermoso, lleno de esperanzas, suave y brillante, lleno de fuerza; sus labios me hablaban con calor y cercanía, sus ojos no dejaban de brillar con la intensidad de su amor de madre hacia mi. Y me decía y me decía. Ella no me hablaba como un niño sino como un hombrecito. Me explicaba, me confesaba sus fracasos y sus éxitos, me explicaba sus batallas y sus proyectos. Y todo eso tenía que ver con nosotros sus tres hijos, pero especialmente conmigo, la promesa del retorno a la casa, de romper la maldición de nuestra separación. En esas semanas había sido imposible vernos por razones de dinero, de los tantos trabajos en los que se metía, de los miles de pequeños y grandes problemas que debía resolver, de las incontables veces que no podía conciliar el sueño porque decía que necesitaba las veinticuatro horas del día para trabajar y resolver, que era un lujo terrible para ella dormir, sabiendo que nuestras pequeñas vidas dependían de ella y solo de ella; que me llevaría pronto a la casa del Rímac -aunque penosamente pasaron años para que eso ocurriera en verdad-; todo por lo cual, veía poco a mi madre. La extrañaba mucho. Extrañaba su voz, su calor, su seguridad, su autoridad, la forma suave y perfecta con la que me hablaba muy cerca al oído. Y por eso siempre la escuchaba. Sus palabras se quedaban flotando en mi mente, una y otra vez. Vivía en mí. Pasaba días enteros recordando su risa, su vitalidad, oyéndole cantar valses limeños muy viejos llenos de la historia de nuestra familia. Porque sí, había familia pese a todo.

– Hijito de mi amor, están complicadas las cosas, ya saldremos adelante. Cree en mí. Pronto te llevaré. Cree en mí.

Cree en mí. Que fuerza descomunal significaba esa frase de mi madre para mí. Era creer en Dios, en la magia de todo lo que no podía entender pero me hacía creer. Era una fe divina convertida en emoción de hijo.

– Si mamá, creo en ti. Y nos abrazamos muy calladitos en esa escalera penumbrosa sobre cuyos peldaños de madera, tanto habían caminado mis ancestros llevando sus rencores, sus dolores, sus fracasos, sus tristezas. Esas maderas crujientes, esa estrechez constructiva, esa penumbra que me hablaba tantas cosas cuando allí me sentaba solito a pensar en ella y mis hermanos, parecía un cielo propio, una tierra prometida, sentado, pequeño, al lado de Ángela.

Y mi corazón de niño se llenó con un arcoiris gigantesco de credulidad. Mi madre nunca mentía. Sí, ella tenía que caminar desde el Rímac hasta Breña, tantas veces, porque luchaba cada día, con la fuerza de una leona pero con la delicadeza de una gacela, para no perder la fe ni las fuerzas. Para que sus palabras nunca dejen de tener valor para mí. Aun en los días en que tuvo que pasar un mes internada en una clínica de salud mental porque un día colapsó fuertemente afectada por el estrés y el insomnio, no pudo más, un día de mil novecientos ochenta y uno y su cuerpo, su mente, su espíritu, pedían a gritos una tregua, un descanso, de años y años de enfrentar con su corazón valiente, con su aliento de mujer independiente, con su mirada que lo atravesaba todo. Y no pudo más. Y con mis trece años de adolescencia ochentera, analógica, tenía que visitarla en ese lugar extraño en San Miguel pero ella, digna, orgullosa, fuerte, eufórica, porque me vería después de un mes sin contacto sometida a terapias intensas, y me recibió con una gran sonrisa, sus ojos húmedos, pero sin llantos -solo vi llorar a mi madre a mares el día que su hijo mayor, de veinte años, decidió independizarse y lloró desconsolada cuando despedimos la camioneta que se llevaba a su hijo con sus cosas a lo que sería su nueva morada- pero ella todo lo enfrentaba, todo lo podía.

-Mamá, cuándo regresaré a casa con ustedes ¿sabes cuándo?

-Aún no lo sé Toti, pero yo me voy a encargar de arreglar las cosas, te lo prometo mi amor, me decía como tantas veces en esas escaleras un poco lúgubres de mi infancia, donde secretamente nos veíamos para evitar a todos y poder ser solo ella, solo yo.

Pero a mis nueve años le creía ciegamente. Tengo recuerdos muy antiguos, de cuatro, cinco, seis años, viendo a mi madre decidida, luchadora, convertida en un atarván imparable resolviendo la vida, así también tengo las imágenes de una mujer de carne y hueso, que se enamoraba, que bailaba, que tenía miedos terribles y pesadillas insondables, porque nunca se ocultó tras un artificio efímero de ficción, de doblez, siempre altiva con el estandarte de la verdad en una mano y con el amor, en la otra. Hoy, cerca a los sesenta años y con tanta y tanta vida en mis hombros, en mi corazón, sé perfectamente que esos estandartes cada vez están en menos manos, pero no quiero que se vayan de las mías porque ella siempre me las encargó.

Fue por ello que mi madre, de pronto y sorpresiva como directa, esa madrugada había cogido mi mano de joven, un día que no recuerdo bien de mil novecientos ochenta y cinco y la llevó en un trayecto sin dudas hacia su noble corazón, que latía con esa fuerza magnética que solo ella podía hacerme sentir, para pedirme musitando apenas las palabras que salían de la fuente eterna de su amor por mí, en nuestra salita de la casa del Rímac y en penumbra, porque me la encontré apenas abriendo la puerta de madrugada, me esperaba ya horas, para decirme con ese mismo tono suave pero firme, lleno de melodía y de autoridad, que por favor ya no siguiera en las drogas, en el trago, en las noches y noches de violencia y descontrol, que no era un hombre todavía sino un niño con una vida intensa y mal llevada, y mirándome con su paz y su tenacidad del alma y yo, sintiéndome nuevamente en esas escaleras de Breña, ahora otra vez bajo el control de su poderoso amor, mirándonos y mirándonos. Y le hice caso y al poco tiempo, decisiones de por medio, me hice periodista, para siempre, gracias a ella y nuevamente, salvó mi vida, como lo hizo tantas veces en los ochenta y dos años que en vida, fue mi madre, sin parar.

Tengo tantos recuerdos, tantos momentos, tantas instancias de palabras y deseos de felicidad mutua, conversaciones, mutuos desahogos, revelaciones, rebeliones, tantos valses criollos y boleros que cantamos juntos a los diez, a los veinte, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta, momentos que pasan hoy ante mis ojos con nostalgia pero más con alegría, cada noche; hoy, que luego de orar sobre sus cenizas en el pequeño altar que he construido para ella, y de besar sus cartas del tarot y su péndulo porque sé que tienen su magia, su aliento, su materialidad y su humanidad, y al hacerme cada día más viejo -y aparentemente algo sabio, apenas algo quizá- cierro los ojos y escucho su voz, su voz existe, que se quedó impregnada en mi corazón, en mi proceder diario, todo aquello que me enseñó, que nunca había que desfallecer, que había que creer, tener fe, ser fuerte pero justo, que siempre debía estar para los míos, proteger, cuidar, aconsejar, liderar, ellos primero yo después, como hizo siempre su vida, llorar de amor y levantar la voz ante los injustos y los cretinos, no quitar a nadie nada, y no desfallecer ante ambiciones insensatas ni banalidades estúpidas, florecer cada día a pesar de la tempestad y los vientos impíos, y escribir, escribir como ella y yo lo hacíamos juntos, reir siempre, dominarse ante el temor y el odio en lo posible, el legado de Ángela sé, ahora, que vive en mí y me siento bien por ello, en mi noble y digna soledad, como ella lo hizo hasta cuando pudo.

-Toti, ¿me vas a llevar a casa?

Esa fue la última vez que me habló aún consciente, siendo Ángela, mi leona convertida en un ser humano desprotegido y sin fuerza, a los ochenta y un años de vida, y no pude responder que sí, porque su mente y su cuerpo, al abandono de una enfermedad degenerativa, inmisericorde, se la llevaba rápidamente; y ya no estaba esa mujer cuya risa abierta agitaba las mañanas de los sábados cuando ella y yo estábamos juntos, cuando yo podía ir a la casa del Rímac, y andaba de arriba para abajo con ella, lavando la ropa, cocinando, y cantando a viva voz en la lavandería del pequeño departamento, a dúo, recibiendo los aplausos de los vecinos que nos escuchaban; esa Ángela se había ido para siempre, y con el pasar de los meses, solo quedó lo impostergable, dejarla ir, perdida en los recuerdos y los fantasmas que poco a poco fueron tomando su mente tristemente ajena de mí, de nosotros y estragando su pequeño y débil cuerpo. Hasta que se fue. Dejó este mundo y de seguro, se fue al encuentro de las voces de su propia infancia, de su abuela con saberes gitanos que tempranamente le enseñó las artes de la cartomancia en la sala donde yo también crecí en una vetusta y colonial construcción del cuartel primero en el centro de Lima antes de llevar nuestras vidas al Rímac, y seguramente se fue con el abuelo Carlos, el abuelo criollo y temperamental que la amó de verdad, se fue con su hermosa mimi, la hermosa perrita bichón rizada que la acompañó largos años de amor, se fue, volando como una gaviota hermosa y solitaria rozando con sus alas el amanecer de un dìa eterno de paz y luz, que mereció siempre. Y recuerdo entonces el día de mil novecientos noventa y uno, cuando me llegó a Tokyo su esperada correspondencia, como todos los meses durante los años que estuve, muy joven, en ese paìs, una correspondencia especial, conteniendo mis últimas publicaciones que cada domingo publicaba en el suplemento Cartel del diario El Popular, las crónicas que escribía desde Japón con tanto amor, y ese domingo, día de la madre, mi amigo y editor Armando Campos, había publicado junto a mi crónica acostumbrada, de cómo era mi vida, la vida de un peruano en Japón una década antes que comenzara el nuevo siglo, los hermosos poemas de amor de mi madre dedicados a mi, juntos a mis poemas dedicados a ella, y en nuestros versos finales, uno que no fue coordinado, pero maravilloso, coincidente, una de esas magias inexplicables de la vida en la que tanto ella como yo creìamos, escrito por nuestras almas a miles de kilòmetros de distancia y del tiempo: Te amo tanto madre.. te amo tanto hijo…

Felíz día mi Angelita. Jorge, nueve de mayo de dos mil veinticinco.

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