Era una cabaña vieja y desgastada, a simple vista podía verse que no había recibido cuidado. Estaba en medio del bosque, lo que le daba una apariencia desolada y melancólica. Daba la impresión de que quienes vivían ahí no lo hacían por gusto o aprecio por la naturaleza.

Los pocos que llegaban a toparse con ella, ya sea por estar perdidos o deambulando, tenían el instinto de evitarla, incluso si necesitaban alguna provisión para terminar el día.

En ella vivían un padre y su hijo. El padre era un hombre en sus cuarentas. Uno notaba su vigor en los músculos de su cuerpo. No era un hombre modernamente fuerte, pero tenía una silueta que advertía de su fuerza. Aunque había vigor en su andar y porte, su rostro reflejaba una aguda tristeza y profundo resentimiento.

Su hijo, por el contrario, parecía escuálido, pero era sorprendentemente ágil. Su rostro era más gentil, pero tenía rasgos de desconfianza e inseguridad.

El hijo acostumbra a jugar en lo profundo del bosque desde la mañana hasta la noche. Terminaba el desayuno que él prepara para sí y para su papá y salía de la cabaña al bosque y no regresaba hasta que su padre regresara de cultivar, cazar o vender lo que podía para subsistir. Uno de los muchos días que salía a jugar, el niño se topó con un cachorro retriever de nueva escocia. El cachorro parecía abandonado, con frío y miedo. Al principio, el cachorro se escondió del niño bajo un arbusto muy poco tupido, por lo que no era difícil para el pequeño mirar al perro.

El niño se encaminó hacia él, pero se detuvo a unos centímetros. Sabía que el cachorro le temía. No quería asustarlo, pero tampoco dejarlo solo. Se puso de rodillas y se volvió dándole el perfil al perro. El niño dejó que este lo observase, que lo olfatease. Momentos después, sacó unos pedazos de carne cocida que tenía para almorzar y comió uno. El cachorro pareció interesarse y se acercó unos pasitos al niño, pero sin dejar la cobertura de aquel arbusto.

El pequeño dejó caer intencionalmente un pedazo al suelo y con la mano lo acercó al arbusto sin mirar a este o al perro que ocultaba. El niño escuchó crujidos de ramas y hojas imaginando que el cachorro tomó la comida. Repitió el proceso una y otra vez sin volverse a mirar al cachorro ni una vez hasta que agotó los pedazos de carne.

El resto del día, el niño jugó en silencio y sin movimientos buscos junto a ese arbusto. Aunque sentía de vez en vez la mirada de aquel cachorro, nunca se volvió para verlo. Para cuando llegó el momento de irse, el niño decidió volverse hacia el arbusto para despedirse de su nuevo amigo, pero la oscuridad de la noche no le permitió ver nada.

Al día siguiente, el niño salió con más premura y un poco más de raciones para el almuerzo, cosa que a su padre no le hizo gracia y el eco de sus gritos acompañó al niño aún dentro del bosque.

El niño se asentó cerca del arbusto y comenzó a buscar al cachorro, pero no lo encontró. Desilusionado, dejó la carne en el suelo y comenzó a jugar como lo hacía todos los días. Después de jugar unas horas, el niño aburrido se sentó a comer en el suelo. Cuando tomó el primer pedazo de carne y se lo llevó a la boca, escuchó un gemido, una petición de su nuevo amigo que estaba junto al montón de carne mirándolo.

El niño, con una sonrisa enorme en el rostro, tomó un pedazo y lo ofreció al canino que enseguida lo comió. Al ver con más detalle la condición desnutrida del cachorro descubrió que era hembra. Conmovido por la perra, el niño le dio, pedazo a pedazo, todo lo que tenía a su nueva amiga.

Los días pasaron y la costumbre entre los dos pequeños se afianzó. Ahora la cachorra lo esperaba junto al arbusto lista para jugar. El niño llegaba y la perra ladraba y saltaba sobre las piernas del pequeño. Los dos corrían de un lado a otro saltando rocas y arbustos, persiguiéndose mutuamente y por turnos. Cuando el niño se cansaba, se sentaba junto a la perra y le dejaba el montón de carne en el suelo para que esta comiera a su ritmo. Sobre ellos había un árbol de manzanas que el niño comía para acompañar a su amiga.

Un día, tiempo después, su padre lo siguió desde una distancia prudente para averiguar qué era lo que hacía con tanta carne. Cuando vio al niño y a la perra jugar juntos se enfureció. Se acercó a ambos gritando y refunfuñando, manoteando el aire y señalando a la perra. Esta metió la cola entre las patas, bajo la cabeza y se acercó aún más al niño. El padre, mientras gritaba al niño en llanto, pateó a la perra. Mientras esta chillaba por el dolor y el susto, el padre tomó de la mano a su hijo y lo arrastró hacia la cabaña. La perra no vio a su amigo por varios días.

Una mañana, el niño salió muy deprisa de la cabaña. No miró atrás para esperar aprobación del padre ni tampoco salió dando brincos emocionado por explorar o jugar por ahí como era costumbre. Simplemente abrió la puerta y la cerró con extremo cuidado, mostrando preocupación por evitar algún chirrido. Unos pasos lejos de casa, su andar se volvió más relajado, sus brazos comenzaron a oscilar levemente de adelante a atrás.

Ya entre los árboles, el niño era otra persona, brincando de aquí a allá, aventando piedras y abanicando ramas. Siempre mirando hacía el bosque profundo, como si buscara algo.

Entre más tiempo pasaba, el niño se volvía más ruidoso, como si quisiera ser escuchado. Cada grito o gruñido que emitía lo hacía volverse hacía el vacío del bosque profundo, sus ojos examinaban el área y después de unos segundos, volvía a su actividad.

De pronto, a la distancia se escuchó un ladrido. El niño se volvió hacia el sonido con emoción, dejando de lado sus palos y piedras para correr hacia el saludo de aquel animal.

Su amiga se dejó ver momentos después, saltando ramas y rocas, con mejor condición y un poco más grande, corriendo hacía aquel pequeño escuálido. Cuando se encontraron, la perra se puso sobre sus patas traseras para descansar las delanteras en el pecho del niño, queriendo acercar su cara lo máximo posible a la del pequeño. El niño reía y acariciaba la cabeza de la perra mientras esta trataba de lamer cada uno de sus dedos.

Ambos pasaron la tarde corriendo y saltando de un lado para otro. El niño era perseguido por el canino de tanto en tanto, y en otros momentos era buscado por esta. La perra parecía disfrutar cada actividad que al chico se le antojase.

Al llegar el atardecer, el niño miró al cielo. Mientras notaba el tono cada vez más grisáceo, la perra gemía mirando fijamente a los ojos del pequeño como si le rogase algo, los chillidos eran más largos y agudos mientras el niño recogía sus cosas del suelo. Truenos se escuchan en el ambiente que hacían al pequeño volver la vista al cielo. La perra no le despegaba la mirada ahora en silencio.

Las primeras gotas caían sobre el pelaje del canino mientras miraba a su amigo alejarse. El animal sabía que era hora de separarse. Se dio media vuelta y comenzó a andar con la cola ondeando en el aire humedecido.

Cuando ninguno era visible para el otro, la perra escuchó un tintineo. Algo había caído de las manos del niño quien, por la lluvia, apresuró el paso. El canino volvió sobre sus pasos para encontrar lo que perdió su amigo. Al avanzar un tiempo se encontró con un pequeño cascabel desgastado, el niño la utilizaba en ocasiones para darle órdenes a la perra o para llamar su atención.

El canino olfateó un momento el cascabel y levantó la vista en busca del pequeño. Pasaron unos segundos y al no ver señal del niño, el animal recogió el cascabel y corrió en dirección del muchacho.

Mientras el niño abría la puerta de aquella cabaña descuidada, escuchó el tintineo de su amigo. Se volvió a la nada, no con una mirada alegre o esperanzada, sino de terror. No tuvo tiempo para pensar en cómo ahuyentarlo. Manoteaba el aire violentamente con la esperanza de que el perro se detuviera, pero no lo hizo.

El tintineo se hizo más fuerte y el niño sintió la mano de su padre en el hombro. El toque de su padre detuvo todo su cuerpo por un segundo, el niño miro al piso mirando la silueta de su padre gracias a la luz que provenía de adentro y se preguntó cómo es que no advirtió que el piso frente a él se había iluminado.

Se detuvo su divagación en cuánto recordó que la perra estaba frente a la cabaña. Lo miró de frente, con el cascabel en la boca y la cola ondeando. Sintió un tirón en el hombro que lo metió a la cabaña en un instante. Sintió un grito salir de su interior, pero antes de que pudiera salir, su padre ya había cerrado la puerta.

El chico intentó abrirla, pero estaba trabada desde afuera. Tiraba y tiraba de aquella puerta cada vez más desesperado. El sonido de la puerta golpeando su marco una y otra vez volvía más insoportables los chillidos, gruñidos y gemidos que se escuchaban desde afuera. Los gruñidos de la perra y del hombre se mezclaban, golpes secos y el sonido de las patas de la perra sobre la madera vieja fuera de la cabaña hacían que el pequeño tirara con más fuerza, pero la puerta no cedía.

En un instante, el escándalo afuera cesó. Ni la perra ni su padre se escuchaban a través de la puerta. El niño cayó de rodillas. No soltaba el pomo de la puerta como si no quisiera que algo o alguien entrase. Pasaron unos segundos y sintió la puerta moverse. Dudó si había sentido algo hasta que la puerta lo empujó.

Su padre había entrado. A sus espaldas solo había una negrura inescrutable. El hombre gruñó algo al pequeño, pero este solo podía pensar en esa negrura. El corazón palpitaba con la intención de escapar de su delgado pecho. Cuando el padre terminó sus gruñidos se apartó del umbral de la puerta y el niño se quedó cara a cara con el abismo oscuro y terrible.

Poco a poco, el pequeño salió de la cabaña. Su mirada estaba fija en el abismo del bosque apenas visible a esas horas. Sabía lo que había en el porche de la cabaña, sabía lo que yacía sin vida junto a él, pero no tenía las fuerzas para mirar.

Pasaron minutos hasta que el niño se volvió hacia su amiga. La perra tenía la lengua de fuera y las orejas levantadas. A simple vista parecía estar en un sueño muy profundo, pero los ojos abiertos del animal revolvieron el estómago del pequeño. Mareado, el niño cayó de rodillas frente al cuerpo, completamente absorto.

Un destello apenas perceptible proveniente del bosque lo sacó de su trance. Al volverse, notó que el cascabel estaba a unos metros de la cabaña, bañado en lluvia y lodo. Sin mirar a su amiga, el pequeño se levantó en dirección del cascabel. Camino hacía el objeto destellante y mientras lo recogía tuvo la sensación de que nunca más volvería a hacer un ruido.

Esa noche, el niño esperó a que su padre estuviera dormido. Llenó un morral con algo de ropa y, una vez vestido, tomó una pala y una cajita de madera junto a la cama de su padre. Ni la lluvia ni los ruidos del bosque nocturno distrajeron al pequeño de su tarea. Despedirse de su amiga era lo segundo más difícil que tuvo que hacer hasta ese momento.

Cuando puso la última paleada de tierra sobre aquella tumba sin nombre, tomó aquella cajita de madera. En su interior estaba un fajo de billetes arrugados y la foto de una mujer. Era de complexión delgada y pequeña. El cabello le caía lacio y basto desde su cabeza y su rostro, aunque poco sonriente, denotaba una alegría contagiosa. Al reverso de la foto se leía un nombre: Elizabeth.

El niño dejó la foto sobre la tumba. Recargada sobre una piedra que hacía de lápida. Mientras el niño se ponía de pie, mirando la cabaña a lo lejos, la luz de un trueno iluminó por un momento la piedra sobre la tumba. Algo estaba escrito en aquella piedra, una palabra raspada y desproporcionada que abarcaba casi toda una cara de la piedra.

Mientras miraba aquella cabaña, llorando bajo la lluvia, el pequeño tomó su morral, metió los billetes en su bolsillo y se encaminó a la negrura del bosque. Pensando que a aquella mujer le hubiera dado mucho gusto que su hijo hubiera encontrado una compañera digna de su nombre.

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