Niño Xolo, con su rifle en ristre y su gorrita de tela, iba corriendo colina arriba cazando a los blancos. Iba tras ellos como un guepardo. Saltando y esquivando, trepando y desgarrándose. El sol inminente reinaba en lo alto. Me están observando Y en una embestida robando al viento una bocanada, aceleró rugiente; con cada paso su músculo se tensaba y disentía, una máquina orgánica madura que enervaba a un niño soldado a la prematura edad de su décimo primer verano. Un Niño de Sangre, sería bautizado al final del día. Un niño que no temería matar. Aquella era la ley de su pueblo, de sus hermanos y de sus padres. Mis antepasados. Sin voz que hablase entre los labios partidos y resecos, se rigió de su cazoleta de latón para gritar y su rifle para dictaminar.
Pero, cuando llegó hasta el blanco, levanto el fusil como tantas veces lo había hecho, sopesando el mástil, regulando el peso del flanco con el tabor de la culata, ajustado levemente a la altura entre su pecho y su axila, manteniendo firme sus dedos, como huesos de hierro. Huesos de marfil.
Pero No disparó.
Había algo que no entendía. Su corazón vibraba incesante, sus falanges se contraían obligando a gritar fuego, pero su mente se debatía. No dispares. El blanco se movía a diferencia de una híbrida tarra de cerveza. Niño Xolo apuntó hacia aquel macilento blanco que el cansancio le tumbaba, dándose severos tropezones en la agreste empinada.
Y jaló del gatillo pero aún el hombre blanco seguía vivo.
Niño Xolo nunca fallaba un tiro, las lágrimas no le dejaban ver
Es lo que tengo que hacer, maldito hombre blanco – gritó Niño Xolo en un perfecto africanés, savia de una estirpe antigua. El hombre, que apenas podía moverse, apresado por la herida que bullía viva y borboteando roja sobre su piel, le miraba aterrado. – No es que te odie, pero mi gente lo hace y yo también aunque sinrazón.- Levantó su fusil y las lagrimas cedieron– Waan ka xumahay (perdóneme). Y esta vez el tiro no falló. – El hombre murió al instante.
Algo más tarde Niño Xolo regresaba a la aldea, junto con los otros Niños de Sangre, quienes caminaban erguidos y con el pecho hinchado, como mandriles en celo, mientras que él no podía quitarse de la mente lo que había hecho. Nunca antes había matado. ¿Así era como se sentía? ¿Acaso eso me convertía en hombre? Pensó inseguro. Sus manos temblaban. Su corazón palpitaba.
Había un río que bajaba de la montaña y crujía cerca al sendero por donde él y su grupo estaban regresando. Sintió un impulso por restregarse en aquellas aguas que pasaban raudas, feroces, turbias… Se desvió del sendero y bajó la pendiente. El río seguía su cauce, intrépido y solemne. De cuclillas, remangó sus mangas, remojó dos veces sus brazos, ahuecó sus manos, las elevó sobre su cabeza y dejó que el agua refrescara su frente. De pronto, deseó zambullirse y que el río decidiera su suerte.
Las voces de la selva se oían más allá de la lejanía donde sus ojos se perdían. Allá, adentro de su corazón, rugía el puma y el león, enfrascados en una turbia lucha. Sus labios temblaban, sus manos nuevamente estaban manchadas, y tomó el rifle aferrándolo contra su vientre. Inesperadamente apareció, entre el grueso forraje verde, un elefante. Era tan joven que apenas tenía indicios de sus colmillos. Niño Xolo siguió al elefante que se dirigía río abajo. Parecía haberse separado de su manada, algo muy raro en ellos. Siguió con cautela pues quizá la madre pudiera estar cerca, pero al ver que nadie más que ellos dos estaban ahí, solos, bajó el fusil de su vientre y lo sostuvo en su mano. El elefante se detuvo y se adentró al río. Había decidido separarse de su manada e ir por sí mismo a darse de beber, no pudo evitar no sentir admiración. Eres muy valiente – dijo Niño Xolo. Curiosamente, el elefante asintió y viró su mirada hacia él e hizo una de esas reverencias arqueando su larga trompa. Niño Xolo asintió, agachando su cabeza y luego elevándola rápidamente. Sorprendido y emocionado rió. – Tus padres deben estar muy preocupados. Eres aún muy joven para andar por ahí solo, además tus colmillos aun no son tan fuertes como lo serán algún día – Dijo. El elefante volvió a asentir. Y Niño Xolo hizo lo mismo. En eso el pequeño elefante comenzó a caminar hacia el río, hasta que el agua estuvo hasta la altura que cubría la mitad de su cuerpo. Pronto se encontró a casi a mitad de camino y solo su trompa quedaba en lo alto. Niño Xolo gritó – ¡Cuidado, sal de ahí! ¡Te ahogarás! ¡Regresa con tu familia que te quiere tanto! Pero el pequeño elefante siguió caminando. En eso, la trompa como el pequeño elefante desaparecieron. El río siguió rugiendo como una furiosa fiera, indolente, en donde quizá el pequeño elefante estuviese luchando por salir a la superficie. Niño Xolo suspiró. Un niño de Sangre no suspira, no se lamenta solo cuando muere está perdonado para buscar un último respiro y devolverle el fuego al enemigo. Pero, ¿si ya era un hombre porque aún sentía que podía llorar como niño? Una sombra se asomó a su rostro.
En eso, de aquel río emergió el joven elefante y Niño Xolo ahogo un gritito de alegría. Apareció en la otra orilla, sano y calvo, con la trompa arcada y sacudiéndose el cuerpo perleado de agua.
Dura debía ser la lucha y la desolación, la carne negra y, el sol, padre y protector del alma de los guerreros. Y él ya era un guerrero y de peores ríos se iba a librar. El elefante siguió su camino a la orilla del río y Niño Xolo le despidió, dejando su fusil colgado de su cuello y, con ambas manos agitándose en un adiós perpetuo.
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