El Valor de un Beso

                                               EL VALOR DE UN BESO

Helena despertó abruptamente. Soñó que recibía un fuerte impacto de un automóvil que la dejaba tendida sobre la berma. Imposibilitada de reaccionar se abandonaba a la idea que se iba de este mundo sin dejar nada resuelto, ni siquiera la posibilidad de despedirse de quienes más amaba. Hacía días que la invadía una cierta inquietud. Se sentía muy insegura con respecto al futuro y lo más extraño era que desconocía la causa.

Entre sus proyectos, tenía decidido dedicarse a la producción de miel. Su abuela que vivía en la localidad de Pica, le había asignado una pequeña franja de tierra. El tamaño preciso para volcar su emprendimiento. Allí, entre flores de naranjos y limoneros, instalaría cinco colmenas con marcos móviles. Las abejas dispondrían del mejor néctar y producirían la más deliciosa miel. Sería una microempresaria que llevaría su producto por todos los mercados del mundo. Hasta tenía pensado lo que iría impreso en cada botella: “Del Oasis de Pica a su hogar la más nutritiva y deliciosa miel”.

Vagaba en sus más profundos anhelos cuando el sonido de la alarma la volvió a la realidad. Comenzaba la rutina del día.

Mientras disolvía los grumos de leche, pensaba en su hijo. Difícil resulta triunfar cuando en la baraja no te tocan las mejores cartas. Si careces de los medios, debes ser un incansable luchador. Nada es gratis en la vida y las cosas obtenidas se valoran cuando mayor es el esfuerzo y entusiasmo que se brinde en la tarea.

Helena debía compatibilizar la carrera de Técnico Agrícola que llevaba adelante junto con el trabajo de temporera en el sector agroindustrial. Cada mañana se embarcaba en el bus de la empresa y recorría los 60 Km. hasta su puesto de trabajo.

Recordó aquel día, cuando acompañada de su niño esperaba ser atendida en la sala de emergencia del hospital.

– Señorita, por favor, llevo esperando más de dos horas y parece que la fiebre de mi hijo aumenta. Podría hacer que el doctor lo viera ya. -Le indicaba a una mujer con delantal blanco que entraba y salía con su particular rostro inexpresivo. Esta vez se detuvo y mirándola por sobre el hombro le respondió:

-Mira muchacha, tenemos mucha gente esperando y hay un solo doctor. Lamentable, pero el sistema funciona así. Ármate de paciencia y espera tu turno. -dicho esto, desapareció de nuevo tras la puerta.

-Esa es la vida del pobre –aseveraba una viejecita más allá – no nos queda más que esperar la buena voluntad de los demás.

Helena observó a la anciana. Llamó su atención, que a pesar del cansancio y el sufrimiento que revelaba la piel curtida de su rostro, éste resplandecía limpio y sereno. A su lado una pequeña de ojos soñolientos buscaba cobijo en su regazo. De seguro sería su nieta. Reflexionó que no estaría toda una vida esperando la buena voluntad de los otros. Era el momento de pelear por sus derechos.

-La fiebre de mi hijo empeora y alguien aquí debe hacer algo.-profirió en voz alta.

Se levantó, y con su hijo en brazos, golpeó la puerta. Al rato apareció la misma enfermera de rostro inexpresivo. La mujer al verla intentó reaccionar, pero mayor fue el ímpetu de Helena que la detuvo en un santiamén y pidió, en buenos términos, hablar con el doctor, quién después de cerciorarse del estado del niño lo internó a la brevedad.

Al recordar ese hecho se emocionaba y sentía una infinita satisfacción.

La aparición de su madre la sacó de sus recuerdos

-Helena, está listo tu bolso. Sobre la mesa, envuelto en una servilleta, dejé tu pan. Lo preparé con las aceitunas que trajiste.

-¡Las probaste, mamá, están deliciosas!. Según el señor que me las vendió dice que las trae del valle de Azapa.

-Sí, están muy ricas. Hija, ya se te va hacer tarde. Deja, yo me encargo de eso.

-No es necesario, ya terminé –afirmaba en ademán triunfante- Voy al baño a darme el último retoque.

Salió, dejando lista la madera.

Helena retomaba los estudios después que los abandonó por asumir las responsabilidades propias de su embarazo. Un embarazo que conllevó incondicional de su madre y sin la ayuda del hasta ahora fugitivo novio.

Desde pequeña fue la consentida de su padre, quién no escatimaba gasto ni esfuerzo en darle lo mejor. Alberto, su papá Beto como solía decirle con cariño, estuvo hasta el final aconsejándola y dándole su apoyo. Por desgracia, un extendido cáncer terminó por arrebatárselo.

Los últimos días que compartieron juntos era un lejano recuerdo de su infancia. Él, postrado en cama y su adorada Helenita sentada a su lado leyéndole cuentos.

-¿Papá Beto, por qué la princesa se pone a llorar y no hace nada por escapar del castillo?

-Cariño, ella espera a que el príncipe la salve.

-Y si no viene.

-Vendrá. Él está tan enamorado como ella.

-Yo trataría de salir por la ventana, haciendo nudos con las sábanas.

– Eso podría ser peligroso. ¿Y si caes?.

– Soy valiente y no me pasará nada.

– A veces, hija, necesitamos la ayuda de los demás.

La pequeña no quedó muy convencida con la explicación.

-Helena –interrumpió de improviso- Deseo pedirte algo.

-¿Sí?.

-Quiero que te acerques a la ventana y veas afuera.

-¿Qué hay papá?.

-Cuéntame tú.

Al instante la niña se acercó a la ventana, corrió la cortina y desde esa posición le respondió:

-No veo nada interesante… sólo hay personas… autos… y un perro flaco que come en la basura.

-Si te fijas bien, en la esquina hay una mujer sentada en una banca.

– ¡Ah, sí!, a ella la he visto vendiendo…

– Unos deliciosos dulces de hojas –se adelantó en responder el padre.

– Mmm… los he probado y son muy ricos. -se deleitaba la pequeña.

– Todos los días se sienta allí junto a su hijo y vende sus dulces.

– ¡Su hijo!, yo no lo veo.

– Está a su lado, en un coche. No se distingue, puesto que lo cubre con unas mantas.

-¿Y siempre está con él?

-Me contó que no tenía con quién dejarlo. Vino del sur a probar suerte y no le había ido bien. En cuanto reuniera el dinero suficiente volvería con su familia. Le señalé que existían instituciones que podrían cuidarlo mientras trabajaba.

-¿Y qué te dijo?- inquirió expectante.

– Que lo pensaría. Le propuse que si necesitaba algo no dudara en recurrir a nosotros.

– ¡Pobrecito, Debe ser un chiquito muy lindo!. ¡Yo, sí lo cuidaría!. -suspiraba intentando imaginar lo que ocultaban aquellas mantas.

-¿Y quién cuidará de mí? ¿Acaso me dejarás de lado? –bromeaba exagerando al hablar.

-¡Eso nunca! – dicho esto se abalanzó encima de su padre y lo besó por toda la cara.

-Hija, tú eres muy importante para esta familia y lo serás aún más cuando yo no esté aquí. Como lo es ese niño para la vendedora. Serás la alegría y la fuerza que se necesita para seguir adelante.

-Papá Beto, tú siempre estarás con nosotras.

-Mi alma siempre estará con ustedes. –acto seguido la besó en la frente.

Los minutos se deslizan interminables cómo gotas de lluvia al borde de la cornisa. Es el incansable tiempo que no se detiene. De seguro este atraso no sería bien visto por el jefe de personal de la empresa.

Salió del baño apurada.

-¡Me voy, Me voy!. –Hablaba mientras alzaba rápidamente su bolso- Hoy regresaré más tarde, me quedaré trabajando horas extras. Adiós mamá.

Bajó por la calle. El tránsito a esa hora era una locura. Ni los unos, ni los otros, se respetaban. Maniobras bruscas, giros a destiempo, frenazos repentinos. Los conductores en su afán por llegar a su destino, eran capaces de pasar hasta por el ojal de una aguja.

Helena se detuvo. Se encontró envuelta en medio de esa vorágine. Recordó que no le había dado un beso a su hijo. Y eso fue lo último que pensó tras la violenta irrupción de aquel automóvil. Todo ocurrió tan sorpresivamente. Sintió su cuerpo elevarse a unos cuantos metros del suelo. Gravitó por el espacio inconsciente, desnuda y ajena a todo. Fueron segundos que parecieron eternos y luego, fue absorbida por una especie de remolino que la sacudió con violencia.

Se vio tendida sobre el frío pavimento, resignada a su suerte. Lamentando no haberse despedido de su niño querido.

-¡Helena!, ¡Helena! – le gritó su madre.

A lo lejos escuchó su voz. Sus ojos la buscaron. La divisó corriendo hacia ella con su hijo en brazos.

-¡Helena!, ¡Helena! – repercutía en su oído el eco de su nombre.

Le vino a su memoria aquel confuso sueño. Imaginó de pronto lo que sería de su familia si algo le ocurriera. Si en el trayecto tuviera un accidente y no regresara más. Tantos sueños e ilusiones por cumplir. Todo se desvanecería y quedaría en nada.

Y allí estaba; todavía seguía en pie, inmóvil, suspendida en sus pensamientos. Su cuerpo se había detenido instintivamente, mientras su mente vagaba por oscuras visiones. A veces construimos realidades inexistentes, para resguardarnos de nuestros propios miedos. Helena era responsable de su familia y de llevar a cabo con éxito sus proyectos. Sólo por un momento fue espectadora de una supuesta tragedia que le arrebataba la felicidad y sus más grandes aspiraciones.

– Hija, escúchame. Toma, tu pan se quedó sobre la mesa. ¿Te sucede algo? -le hablaba su madre, quien había llegado a darle encuentro con el niño en brazos.

Por fin pudo reaccionar.

-¡Mamá!. -La abrazó y pudo, por fin, besar a su hijo.

Permanecieron los tres unidos ante las miradas interrogantes de quienes por allí circulaban. Fue un abrazo eterno, como si el tiempo se hubiese detenido a su alrededor. Una silente pausa, tan necesaria, tan sublime, tal vital.

Helena estuvo a centímetros de la muerte. Sin embargo, la imagen de su hijo la detuvo. Desde el borde del abismo pudo contemplar a su familia, su pequeña pero inmensa familia. Ahora todo era más diáfano y claro. Ahora los hechos, las acciones, los gestos, la vida misma cobraba un nuevo sentido. Estaba feliz y agradecida puesto que sus posibilidades seguían intactas.

Su mamá retornó a casa con el niño y ella, continuó su rumbo.

En el limpio cielo nortino florecían los insipientes rayos del sol.

Para Helena, el día comenzaba.

FIN

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