Todas las noches, cuando el sol se ocultaba y el cielo se vestía de un profundo azul oscuro, Sherlin se escapaba al techo de su casa. Desde allí, contemplaba las estrellas y la gran luna que parecía iluminar su pequeño mundo. A sus 16 años, Sherlin siempre había sentido una conexión especial con el cielo nocturno. Era como si las estrellas y la luna fueran sus amigas, confidentes que la acompañaban en sus momentos más solitarios.
De niña, Sherlin inventaba historias sobre ellas. Imaginaba que cada estrella era un ser mágico que brillaba para guiarla y protegerla. La luna, en su esplendor , era la reina de ese gran reino celestial, una figura maternal que la observaba con ternura desde lo alto de los cielos. Cuando las noches eran totalmente oscuras, la luna parecía brillar aún más intensamente, como si supiera que Sherlin necesitaba su luz para alejar la tristeza.
Con el tiempo, Sherlin empezó a entender las verdades científicas sobre esos cuerpos celestes. Sabía que las estrellas eran soles lejanos y que la luna era un satélite rocoso reflejando la luz del sol. Pero ese conocimiento no disminuyó el encanto que sentía por ellas. Al contrario, la hizo apreciar aún más la grandeza y el misterio del universo.
Había noches en las que Sherlin se sentía incomprendida, en las que el peso del mundo parecía demasiado para una chica de su edad. En esos momentos, miraba hacia el cielo y susurraba sus preocupaciones a las estrellas. Aunque sabía que no podían responderle, sentía una paz profunda, como si al compartir sus pensamientos con ellas, estos se oerdieran en el inmenso océano estrellado.
A veces, Sherlin soñaba con viajar más allá de la Tierra, de explorar esos mundos distantes que brillaban sobre su cabeza. Se imaginaba volando entre las estrellas, aterrizando en planetas desconocidos. Pensaba en cómo sería ver la Tierra desde la luna, un pequeño punto azul en la inmensidad del espacio.
Para Sher, las estrellas y la luna no eran solo objetos celestes; eran sus compañeras, sus guías en las noches solitarias. Eran un recordatorio constante de que, en el gran esquema del universo, todos somos pequeños pero significativos. Y mientras siguieran brillando, ella sabía que siempre tendría amigas en el cielo, listas para escuchar sus sueños y miedos, sin importar quien o quienes se fueran de su vida en la tierra.
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