El último rumor de la sangre

El último rumor de la sangre

La noche cayó con los párpados rotos,
nadie escuchó el gemido de los clavos,
solo el viento rozó la piel del crimen
como una madre que no quiere mirar.

El cuerpo, tendido en la sala vacía,
hablaba en silencio con los cuchillos.
Una lámpara triste colgaba del techo
como un ojo que ya no quería llorar.

La casa sabía. La madera crujía.
Había cenizas de gritos en los muebles.
Los relojes detuvieron su saliva
y el pan se endureció con miedo.

Nadie vino. Nadie llamó a la puerta.
Solo el gato pasó sobre la sangre,
como si supiera que la muerte
duerme en las huellas y en los marcos torcidos.

Era la hora en que la sangre se enfría,
en que las preguntas muerden la lengua,
y el aire pesa como un crimen sin rostro
que aún respira en la penumbra.

No hubo balas, no hubo testigos.
Solo un aliento suspendido en la boca
de quien ya no podía defenderse
ni decir «yo no fui» con sus labios.

El asesino dejó su sombra en la pared,
una sombra sin manos ni arrepentimiento,
y el eco de sus pasos fue tragado
por la garganta rota de la escalera.

No fue celos, no fue dinero,
fue una furia que nació sin nombre,
un odio que brotó como cuchilla
en el jardín de lo cotidiano.

Yo vi los ojos del muerto antes del cierre,
eran dos lunas rotas bajo el agua,
y en ellos cabía el mundo entero
como en un pozo sin fondo ni retorno.

Ahora, cada vez que cierro los ojos,
lo veo de pie entre las sábanas,
me ofrece su silencio como sentencia
y señala hacia el cuarto sin aire.

¿Qué hacer con esta historia sin justicia?
¿Qué hacer con la sombra que no duerme?
Afuera, la ciudad mastica su rutina
y nadie pregunta por el ausente.

Pero yo sé.
Yo llevo en la espalda su último aliento.
Y aunque el crimen duerma en las paredes,
el poema sangra, y sangra, y sangra.

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