Logró asomarse por la ventana y, en el reflejo del vidrio, creyó encontrar su alma

perdida. Allí, detrás de la alfombra, le pareció ver unos ojos que lloraban angustia y

calamidad. Sin embargo, intuía que no todo estaba extraviado en su mente: más allá de

lo visible sabía que aún quedaba un mundo por reconocer dentro de sí mismo. La vida

continuaba sin él, y también sin ella.

Las agujas que sentía en el pecho le devolvían su pasado; el peso en la espalda, la

liviandad de ciertos recuerdos. Todo aquello era un globo a punto de estallar.

Alberto sabía recordar bien: sus memorias, sus anécdotas, los detalles de lo que fue.

Pero no encontraba la forma de seguir adelante. Un día decidió escribir un cuento,

aunque nada le salía como quería. Escribía una frase, la tachaba, arrancaba la hoja,

empezaba otra vez. Así durante horas.

El perro fiel ladraba por las noches sin que él pudiera evitarlo. Los dientes se le iban

cayendo de a uno, semana tras semana. Había dejado de fumar, pero se moría por un

cigarrillo en el patio, mirando el cielo y recordando. La melancolía lo envolvía; siempre

regresaba mentalmente a aquellos tiempos en los que había sido feliz sin saberlo.

Las clases con sus alumnos eran lo único que lo mantenía vivo. Enseñar literatura era

para él una suerte de gloria: podía hablar de sus autores preferidos, debatir, escuchar a

los chicos. Los alumnos lo querían, le tenían respeto y afecto.

Pero esa tarde, cuando Alberto entró al aula, algo había cambiado. No lo notó de

inmediato: los alumnos hablaban, reían, se pasaban apuntes. Todo parecía normal. Solo

cuando dejó sus libros sobre el escritorio sintió un pequeño tirón en el pecho, un

temblor que no provenía del cuerpo sino de un rincón remoto de su memoria.

Una sombra se deslizó por el vidrio de la ventana. Era apenas un destello, pero lo

suficiente para que perdiera el hilo de lo que estaba diciendo. Los alumnos se quedaron

en silencio, esperando que continuara. Alberto tragó saliva. Por un instante creyó ver,

reflejado en el vidrio, el mismo par de ojos que había encontrado aquella mañana detrás

de la alfombra: los suyos, pero más hundidos, más vacíos, como si su alma hubiera

decidido adelantarse a su propia muerte.

—¿Está bien, profe? —preguntó una de las chicas del fondo.

Alberto asintió, aunque su voz no quiso acompañarlo. Siguió la clase como pudo,

leyendo fragmentos de un cuento que ya no reconocía. Cada palabra le pesaba como una

piedra.

Esa noche, cuando llegó a su casa, encontró al perro echado frente a la puerta. No

ladraba. Respiraba apenas. Su cuerpo temblaba como si hubiera regresado de un sitio

del que no debía hablarse. Alberto se agachó y le acarició la cabeza, pero el perro lo

miró con unos ojos turbios, como si lo estuviera viendo por última vez.

Dentro de la casa el aire era espeso, inmóvil. La luz del pasillo parpadeaba. Sobre la

alfombra —la misma— había algo distinto. Un pliegue. Una marca. Como si alguien, o

algo, hubiera estado sentado allí, esperando.

Alberto se quedó quieto. Sintió el corazón golpearle el pecho, no por miedo, sino por

una certeza que crecía sin permiso: cada día que pasaba, alguna parte de él desaparecía.

Y lo peor era que esa parte no se perdía en el vacío… sino que se quedaba allí, dentro de

la casa, acechando entre las cosas, acumulándose como polvo antiguo.

Esa noche volvió a intentar escribir. Pero las palabras, en vez de llegar, se escondían

bajo la lengua. Escribió una línea, luego otra, luego la tachó. De pronto, escuchó un

golpe seco en el pasillo. No fuerte, pero sí intencional. Un golpe que solo se hace

cuando se quiere ser escuchado.

El perro gimió.

Alberto se levantó despacio y caminó hacia la puerta del estudio. El pasillo estaba

sumido en penumbras; solo la luz temblorosa del farol de la calle se filtraba por la

ventana, dibujando una figura que no estaba allí antes. O sí. Tal vez siempre había

estado, y recién ahora él tenía el valor —o la desgracia— de verla.

Era su silueta. O la idea de su silueta. Como si su alma, la que había visto detrás de la

alfombra, hubiera decidido tomar forma para reclamar algo que él le debía.

Alberto retrocedió un paso. No estaba seguro de qué hacer, ni de por qué aquello lo

miraba con tanta tristeza. Pero en esos segundos supo que no podría seguir enseñando,

ni escribiendo, ni recordando: había llegado el momento de enfrentarse a la parte más

oscura de sí mismo, esa que parecía vivir en su casa con más fuerza que él.

La figura dio un pequeño paso hacia adelante. Y Alberto, temblando, comprendió que

algo en su vida —o en su muerte— estaba a punto de cambiar para siempre.

La figura avanzó otro paso, y el aire pareció estrecharse alrededor de Alberto. No era un

monstruo ni una sombra sobrenatural: era él mismo, pero despojado de todo lo que lo

había sostenido alguna vez. Un Alberto sin recuerdos, sin alumnos, sin páginas, sin

futuro. Un Alberto mudo, hueco, detenido en un presente gris que no admitía retorno.

El perro, a sus pies, dejó escapar un gemido final y quedó inmóvil. Ese sonido quebró

algo dentro de él.

—¿Qué quieres? —murmuró Alberto, aunque sabía que la pregunta era inútil.

La figura no habló. Solo levantó una mano, temblorosa, y señaló el escritorio donde

descansaba el cuaderno abierto. La última frase escrita —tachada con violencia—

parecía palpitar bajo la lámpara. Alberto se acercó, respirando hondo, como quien se

asoma a un abismo inevitable.

En la página había un borrador casi ilegible, pero reconoció la idea: una historia sobre

un hombre que no lograba recordar cómo seguir viviendo. Era su cuento. Era, también,

su vida.

La figura apoyó una mano sobre su hombro. Aunque no era corpórea, el frío atravesó la

tela de la camisa y lo obligó a soltar un suspiro ahogado. Alberto comprendió entonces

que no había forma de escapar: esa presencia no era un visitante, sino la parte de él que

ya había renunciado a seguir adelante.

El peso de los años, de la melancolía, de las noches sin sueño y las mañanas sin rumbo,

cayó sobre él como un golpe seco. Todo lo que había amado —la literatura, los

alumnos, el cigarrillo en el patio, el perro— parecía ahora un eco lejano, un recuerdo

prestado.

Se sentó frente al escritorio. La mano le temblaba al tomar la lapicera. No sabía si

escribir sería la salvación o el final, pero entendió que debía hacerlo. Que ese era su

último acto, el único que todavía le pertenecía.

Escribió despacio, sin tachar esta vez, como si cada palabra le abriera una herida y, a la

vez, lo liberara. No buscó belleza ni estilo; escribió su historia, la verdadera, la que

había evitado mirar mientras enseñaba, mientras sonreía, mientras decía estar bien.

Escribió hasta que el temblor se volvió insoportable.

Cuando terminó, dejó la lapicera a un lado. Cerró el cuaderno con suavidad, casi con

cariño. La figura todavía estaba allí, a su lado, paciente, ahora más clara, más definida.

Casi humana.

Alberto tomó una última bocanada de aire y miró hacia la ventana. Afuera, el cielo

estaba negro. Parecía noviembre, aunque no lo era. Parecía invierno, aunque hacía calor.

Parecía el final, aunque ya había empezado tiempo atrás.

La figura se inclinó sobre él y le rozó la frente. No fue un gesto violento: fue una

despedida. Una aceptación. Un alivio.

El cuerpo de Alberto se desplomó hacia adelante, quedando recostado sobre el

cuaderno. La casa, en silencio absoluto, pareció suspirar.

En la última página, la tinta aún fresca decía:

“Al final, uno no muere de tristeza. Muere de no haber encontrado a tiempo las

palabras para nombrarla.”

La figura, satisfecha, retrocedió y se deshizo como polvo que vuelve a su origen.

El perro, inmóvil a un costado, fue el único testigo.

Y en la casa quedaron, por fin juntas, todas las partes de Alberto: las que vivieron, las

que dolieron y las que nunca pudieron ser escritas.

Gabriel de la Linde

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