De niño me esforzaba por no soñar demasiado (era un niño raro), atesoraba mis deseos en un resquicio tan apartado y pequeño en mi mente que con frecuencia los olvidaba. En ocasiones aparecían sin buscarlos cuando caminaba deslizando mi mano por las paredes así como el trole que desliza sus astas por el tejido eléctrico que lo hace andar. Tropezaba con el relieve de un sueño olvidado en alguna grieta y entonces me detenía en esa estación, pero sin abrir las puertas del tren de mi realidad. Mis pocos sueños infantiles se quedaron con su boleto en la mano esperando por mí.

Recientemente encontré uno de esos sueños olvidados pues he vuelto a esos lugares de mi infancia de la mano de mi hijo. Él es un tren alegre y sin puertas donde los sueños viajan en el mismo vagón que las circunstancias ocupan. Suben y bajan continuamente porque en él no hay estaciones ni encrucijadas, ni horarios, ni boletos.

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