Prefacio
Entiendo que esto debería ser como un ejercicio, un
ejercicio de hablar conmigo misma. Reniego de a
ratos, bastante seguido, de hablar conmigo. Como si
no quisiera escuchar lo que tengo para decir.
Como si.
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LOS DÍAS
Día 1
No sé exactamente dónde estoy, se parece bastante
a un hospital.
Odio los hospitales desde que tengo 12 años y mi
adolescencia se vio repleta de ellos, de visitas
semanales, de inyecciones, de estudios, de biopsias, de
malos diagnósticos.
Quisiera poder levantarme, pero siento el cuerpo
demasiado cansado.
Se acerca alguien.
—¿Cómo amaneciste? —No tengo la menor idea
de quién es esta mujer. Parece una enfermera de esta
especie de hospital.
—¿Dónde estoy?
—Estuviste dormida algunos días, en un par de
días más ya te vas a poder ir a casa.
¿Por qué estuve dormida? ¿Por qué en un par de
días?
La ansiedad y la incertidumbre quieren apoderarse
de mí, pero ya hace varios años que vengo luchando
con eso. Tengo que tranquilizar mi cabeza.
9
Cuando tenía 15 años, mi vida seguía siendo un
caos de hospitales, duelos, violencia y desamor.
Un día encontré un libro en la biblioteca de casa,
que no era exactamente como uno se imagina una
biblioteca, más bien era un mueble que servía para
guardar toallones y sábanas y tenía, además, dos
estantes con libros. En uno de esos estantes había un
libro que enseñaba a meditar; con el tiempo entiendo
que ya eran de familia los problemas de concentración
y ansiedad, si no, no me explico qué hacía ahí,
teniendo en cuenta que mis papás no eran
exactamente personajes espirituales.
Ese libro me enseñó a calmar las pulsaciones
mentales, y eso me sirvió para atravesar muchos
momentos de estrés que vinieron después.
Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y
siete… La meditación que te proponen empieza con
una cuenta regresiva. Hay que concentrarse en los
números y respirar. Cuando llegás al cero, todo
empieza a calmarse.
Pero esta vez no está funcionando. No puedo llegar
a cero.
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Día 2
Otra noche de pesadillas y sin saber qué pasó
exactamente. Una habitación de hotel, una consciencia
previa de que sería la última noche antes de emprender
el regreso, una fuerte tormenta, mis pies acercándose a la
ventana, corriendo las cortinas y viendo venir una ola
del tamaño de un edificio. Desesperación y corridas; salgo
a un piso alto y están flotando cosas a mi alrededor. Sé
que tengo que buscar un salvavidas, un bote, cualquier
cosa que me permita sobrevivir. Encuentro todo lo que
necesito, y encuentro un bote para dos; intento alcanzarlo
y casi me lleva la corriente. Pierdo por el momento ese
bote, pero salvo mi vida. El agua baja y mucha gente
sobrevive. Parece que, después de todo, la tormenta no
arrasó con todo.
Decidí preguntarle al primero que pasara por el
lugar, pero no me dan más respuestas que “te
derivaron desde una oficina del departamento de
asistencia social de Buenos Aires”.
¿Dónde están mis cosas? ¿Mi celular? ¿Mi cartera?
Mierda, mierda. No puedo dejar que de nuevo me
gane la ansiedad. Voy a respirar y traer a mi cabeza la
imagen mental de mi casa en la playa, donde pienso
envejecer con mis amigos. El mar, el mar me calma,
la arena… poner mis piecitos debajo de esa manta.
—¿Te sentís bien, querida? —Me gustaría poder
decirle que sí a esta nueva cara que se acerca desde la
puerta, pero no me siento bien.
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—Nadie me da respuestas, y no estoy pudiendo
encontrarlas sola.
—¿Qué necesitás?
—Respuestas. —No, no, no tengo que ser
profunda, tengo que ser concisa. Siempre me sentí
como el mar, inmenso y profundo, eso a veces asusta
a la gente—. Perdón, necesito saber exactamente
dónde estoy y dónde están mis cosas.
—Estás en un hospital y no traías nada con vos.
Parece no estar preocupada y siento cierta mirada
de compasión en sus ojos.
—¿Qué hago acá?
—Por el momento, descansar. Te encontraron en
la calle, sola, sin pertenencias. Cuando te sientas
mejor, podés pasarnos algún teléfono de contacto para
que te puedan pasar a buscar.
—Sí, por favor. —Pero en mi memoria no
encontraba ningún teléfono, todo estaba en mi
celular. El único teléfono que recordaba era el de la
casa de mi abuela, pero ya no vive nadie ahí.
—Podría prender el televisor para que te sientas
menos sola.
El televisor no me habría hecho sentir menos sola,
pero posiblemente me distrajera un poco hasta poder
acordarme de algún contacto.
—Perfecto, gracias.
En la televisión solo veía programas viejos, y los
noticieros no paraban de mostrar robos y asesinatos.
12
Nada que me aburriera más, estaba muy lejos de
distraerme.
Pero, entonces…
Una cadena nacional tenía al frente a quien en
2009 era la presidenta en ejercicio.
No puede ser.
No puede ser.
Sabía que la desesperación no me llevaría a ningún
lado en circunstancias normales, pero también sabía
que, gracias al estado de alerta, se podía salir de
situaciones complicadas.
Y esta no era la excepción.
Cambié el canal y todo era como me lo hubiese
imaginado en un sueño. Había vuelto once años atrás.
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Día 3
Pasé toda la noche pensando en cómo iba a
solucionar este problema, porque, por más ilógico que
fuese, estaba metido ahí en mi vida. Por alguna razón,
o me había vuelto loca o algo surrealista me estaba
pasando, y no entendía cómo algo así pudiese existir.
Cuando tenía nueve años, recuerdo estar en la fila
del colegio deseando que me crecieran alas, unas alas
inmensas y blancas. Pero ya no tenía nueve años, y la
realidad me había enseñado que esas cosas no existían.
Comencé a pensar en el momento en el que me
pidieran una identidad; me interrogarían y me
encerrarían en un loquero, como pasa en las películas.
De nuevo, la ansiedad se apoderaba de mí. El
encierro me llevaba a estar cada minuto más cerca de
la consciencia de cada parte de mi cuerpo, de cada
pensamiento, de cada miedo, cada dolor.
¿Nunca duerme esa pena?
No lo pude aguantar. Era más el dolor al estar tan
encerrada en mí que el miedo a salir.
Esa noche, escapé.
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Nota al pie:
Había adquirido, hacía años, durante mi adolescencia,
la capacidad de transformarme en todo lo que hubiese
querido usando maquillaje y pelucas.
Fue mi segunda armadura después de la imaginación,
o quizás simplemente fue una variante más de ella.
A los 12 años, había comenzado a caerse mi pelo. Mi
cara estaba repleta de acné, mi cuerpo no terminaba de
desarrollarse y mi personalidad no encajaba con mi edad.
Era una pequeña adolescente en potencia, una
minúscula bomba de tiempo siempre a punto de estallar.
Una adolescente, en fin, también, con problemas con
mis amigos, con los otros chicos, con mi familia, mi
rebeldía, mis sueños, y una enfermedad que me
condicionaba. Pero también me había enseñado a
disfrazarme.
Tenía mi peluca conmigo, puesta, bastante
despeinada y corrida sobre un costado. Necesitaba
modificarla para no levantar sospechas. No había
tijeras a mi alrededor, mucho menos tinturas ni nada
que pudiese usar en primera instancia para hacer algo
con ella. Así que tuve que improvisar. No se imaginan
cuánto modifica la apariencia de uno el cabello. O
quizás esa fue mi percepción, atravesada por el trauma
de la falta.
Corté pelo a pelo mi flequillo y lo hice tupido.
Encontré pequeños broches que servían para
mantener en su lugar los diferentes instrumentos que
el hospital me proporcionaba para sobrevivir.
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Hice un peinado cuidado y nada llamativo.
Encontré, además, una lapicera que me habían
prestado la noche anterior para escribir, y con mucho
dolor dibujé una línea en mis ojos, como un
delineado que hubiese usado en mi día a día. Pensé
que se me iba a caer un ojo durante el proceso, pero
al menos no hubo sangre.
Me vestí y salí de la habitación caminando,
intentando buscar la primera salida.
En ese momento, los niveles de ansiedad se vieron
acompañados de una dosis alta de adrenalina. En
cualquier otra instancia, hubiese tomado mi
medicación para bajar esos niveles, pero sabía que esa
hormona era necesaria en este momento para mi
supervivencia. El corazón late más fuerte, el cuerpo se
endurece, la respiración se acelera, la visión se agudiza,
tanto como la percepción del alrededor.
No debía mostrar mi miedo, así que, como cuando
tenía que resolver algún asunto importante, comenzó
a sonar en mi cabeza “Come together”, pero una
versión que había escuchado durante el final de una
película de los Avengers. Levanté la cabeza y seguí.
Al fin encontré una salida, y en ese instante puse
en duda la concepción de que la mala suerte me
acompañaba.
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Un lugar a donde ir
Después de salir y caminar rápidamente hacia una
avenida, entendí el grado del problema en el que
estaba metida. No tenía dinero ni medio de
comunicación. Conocía la dirección de los refugios
en la Ciudad de Buenos Aires, y también sabía lo que
pasaba dentro de esos establecimientos. Sabía que no
podía contar con la buena voluntad de quienes
confiara, porque al momento de querer decirles mi
identidad me encerrarían en un loquero. Decidí saltar
el molinete del subte e ir hasta Constitución.
Encontré, entonces, una tarjeta de las que se usaban
en ese momento para viajar en el tren ya marcada,
pero si disimulaba bien podría pasar los controles. Me
decidí a ir con cara de buena ciudadana con la tarjeta
en mano y nadie sospechó de mí. Viajé a Gerli, una
estación a la que la mayoría le tenía temor de noche,
y yo, once años después, seguía temiéndole por la falta
de luces, pero también sabía que no había controles
ahí. Fui, entonces, a la parroquia cercana de casa.
Recordaba fielmente que el párroco de ese momento
era un hombre muy bueno y solidario que no dejaría
sin techo y sin comida a una pobre mujer vagabunda.
Era mi única opción.
—Buenas noches, ¿se encuentra Pablo?
—El párroco está descansando en este momento.
—Es urgente, por favor —dije, casi sin esperanzas
y evocando a mi lado más amable y confiable.
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Esa sigue siendo una virtud de la que no reniego:
siempre tuve una imagen amigable. Mi metro
cincuenta y mi cara de niña que nunca terminó de
crecer siempre conseguían dar ternura a quienes no
conocían mi lado avasallante.
—Espere un segundo —dijo, mirándome de arriba
abajo—. ¿De parte de quién viene?
—Ayelén, alumna del colegio a donde él va a dar
misas y confesiones. Es urgente. —Toda mi vida había
asistido a un colegio católico. Más allá de mis
contradicciones, sabía que había gente que realmente
era fiel a sus convicciones y estaba dispuesta a salvar
la vida de otros.
—Está bien, pase y tome asiento. Voy a intentar
despertarlo.
Sentí en ese momento que el miedo se apoderaba
de mí. ¿Si no me creía? ¿Si él me denunciaba? ¿Si
pensaba que estaba dentro de un delirio místico y
quería hacerme un exorcismo? Ya no sabía qué más
pensar, aunque todos aquellos cuestionamientos y sus
respuestas me dieron gracia y comencé a reírme sola.
—Buenas noches, joven.
—¡Hola, Pablo! —dije con una emoción
desbordada que no concordaba con el discurso
anterior. Estuve a un segundo de levantarme y
abrazarlo, como quien se pierde y encuentra por fin
una cara conocida. Pero noté que mi reacción lo
sorprendió, e hizo un gesto de duda y sorpresa.
—¿Nos conocemos?
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—No exactamente —quería poder decirle que sí,
que él conocía a mi yo de 14 años, pero no iba a
creerme, no todavía al menos.
—¿Qué necesita? —Siempre iba a usar ese tono
apacible que todo lo tranquilizaba, tal cual como yo
lo recordaba.
—Un lugar para pasar la noche. —Iba a seguir la
oración prometiendo cosas que sabía que
posiblemente no cumpliría, como encontrar un lugar
para el día siguiente o hacer trabajo comunitario de
inmediato, porque todavía no sabía qué estaba
pasando y porque tenía miedo de lo que podría pasar.
—¿De dónde viene? ¿Qué le sucedió? —dijo
preocupado. Realmente estaba preocupado. Me había
cruzado con tanta gente en el mundo tan falta de
consciencia acerca de los otros que sabía reconocer
cuando a alguien le importaba realmente lo que uno
estaba pasando. Pero no podía decirle la verdad
todavía.
—Tuve que irme de casa, había demasiada
violencia y temí por mi vida. —Era una mentira que
me dolía decir teniendo en cuenta mi lucha por la
emancipación de las mujeres. Pero cuando uno se
debe proteger y sobrevivir, no mide las
contradicciones. Siempre me había percibido como
alguien que lucharía hasta el final por sus ideales y,
aunque me generaba una angustia irreparable usar
como excusa la realidad de tantas mujeres, era más
fuerte mi instinto de supervivencia. Entonces me
pregunté cuáles eran mis limites, si siempre había
tenido como estandarte mis ideales y el respeto de
ellos.
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—Puede pasar.
Esas palabras aliviaron todas mis contradicciones
y me propuse no juzgarme. Respiré, por fin en paz
después de tres días, y esa noche pude descansar
sabiéndome protegida.
20
Un nuevo plan
Tenía que armar un plan. Mi vida siempre había
sido así, y mi supervivencia en esta locura no iba a ser
distinta.
Primero tenía que modificar mi apariencia, tenía
que estar lejos de lo más parecido a mí posible. Una
opción era aceptar mi condición y andar por la vida
pelada. Me miré en el espejo, me saqué mi disfraz, y
no pude contener el llanto. Me sentía un monstruo.
Siempre me había sentido así frente al espejo, por lo
que, cuando no estaba con mi peluca, estaba con un
turbante puesto. Había intentado reiteradas veces
raparme totalmente la cabeza, sacar de mi vista esos
pocos pelos que todavía quedaban para poder
enfrentar esa realidad que tanto me angustiaba. Había
sido de repente; de repente en el colegio aparecían
pelos sueltos sobre el pupitre, y mamá decía que era
por la época de la sandía. Cuando empezó a empeorar,
los médicos decían que era nervioso y me mandaron
a hacer terapia, posiblemente todo tuviese una raíz
psicológica, pero nada logró parar la caída. Otros
decían que me arrancaba el pelo. Otros intentaron
con biopsias, cortándome un pedazo de piel de la
cabeza de manera improvisada. Me daban corticoides
orales y en crema.
Pero lo más traumático era inventar cada día
nuevos peinados para ocultar las faltas e intentar dejar
pasar las burlas de mis compañeros.
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En ese momento recordé que para esta misma
época tomaba la decisión de pedirles a mis papás que
me llevaran a comprar una peluca. Recordé todo ese
dolor y esa lucha contra la esperanza de ellos de que
algún día volviera a crecer. Ellos no sabían lo que
vendría después y que nos ahorrábamos con eso un
dolor innecesario para afrontar todo lo demás.
Hubiese querido que, en ese entonces, alguien
entendiera lo que estaba pasando y la decisión que
estaba tomando una nena de 14 años. Que alguien
me abrazara, me acompañara y no me juzgara.
Entonces, apareció un amor intenso hacia mí.
Nadie había vivido cada segundo de esa vida más que
yo, nadie más conocía las noches de llanto en un
rincón de mi habitación abrazada a mis piernas,
pidiendo un milagro, pidiendo a alguien que me
rescatara de tanto dolor.
Me miré de nuevo fijamente al espejo y me sonreí. Íbamos a estar juntas siempre. Si me tenía a mí, todo
iba a estar bien. Así que, después de llegar a esa
oscuridad en mi mar interior que tanto me asustaba
y lograr ver esa luz que atraviesa las profundidades,
me dispuse a mejorar mi disfraz.
Mi pelo en ese momento era rubio muy claro y
largo, y mi primera peluca sería morocha y con un
corte intermedio recto. Así que lo mejor que podía
hacer sería recortármelo lo más posible y desmecharlo.
Fue gracioso verme después de ese experimento
que tanto me divertía y parecerme a algún personaje
de dibujitos, con mucho volumen en mi peinado y
una cara que casi no se dejaba ver.
22
Primer día
Ya habían pasado varios días, nadie me juzgaba.
Entiendo que, por el tipo de institución, estaban
acostumbrados a indocumentados y gente en
situación de calle. Siempre había juzgado a las iglesias,
pero las iglesias estaban armadas por personas, y
dependía de esas personas hacer algo con eso que
llamaban a promulgar. Y había confiado
correctamente en la persona que era la cabeza de esta
institución.
En el colegio nos llevaban a confesarnos, nos
hacían participar en misas, nos obligaban a realizar la
comunión, nos obligaban a vestirnos de blanco,
impolutos. Pero quien estaba al frente de estas
ceremonias, por el contrario, había sido siempre un
hombre más, con sentimientos, contradicciones y a
sabiendas de cuáles eran los conflictos que nos
atravesaban sin juzgar. Por eso había decidido venir
acá. Nunca me había juzgado por mis pecados según
la iglesia. Había mentido toda mi vida, había
avergonzado a mi familia, había comenzado mi
sexualidad de manera temprana, había profanado,
había cometido todos los pecados juzgados por los
que te habrían hecho rezar mil padrenuestros y otras
dos mil avemarías. Pero no me había juzgado desde
ese lugar, y por eso hoy confiaba estar en el lugar
correcto. Tenía la tendencia a pensar que existía algo
superior, muy diferente a lo que los humanoides,
como diría mi amor Galeano, pudieran describir, y
que, si alguna vez existió el Mesías llamado Jesús,
23
nosotros destruimos todo lo que él enseñó. Dijo que
debíamos cuidar a los excluidos y a los enfermos y, en
vez de eso, los confinamos al encierro y los alejamos
de nuestra vista. Condenamos a las mujeres, las
prostitutas, a la comunidad LGTB y a las personas
trans; ¿no decía “el que estuviese libre de pecado que
tire la primera piedra”? Y toda mi vida y en mi crianza
cristiana solo vi tirar piedras y esconder la mano. Así
que mi creencia iba más allá de algo que pudiese estar
normado, porque había visto cómo los humanos
habíamos destruido y transformado todo lo existente
en algo para nuestra mera satisfacción.
En este caso, mi excusa tenía que ver con la calidad
de las personas que había encontrado en la búsqueda
de razones para la existencia. Y, por tercera vez,
reafirmaba estar en el lugar correcto.
Siempre me habían dado curiosidad las iglesias y
los cementerios, mi familia siempre había sido
religiosa. Me había criado yendo a los cementerios
acompañando a mi abuelo a llevar flores a sus padres
y sus abuelos. Me parecían hermosos, llenos de
estatuas y flores. Melancólicos y completos de
historias. Las iglesias siempre me habían parecido
lugares artísticos, con diferentes arquitecturas y
vitrales de colores que hacían atravesar la luz como un
arcoíris, candelabros, velas.
Y ahí fue que las encontré dos semanas después.
Se cumplía el aniversario del fallecimiento de mi
abuelo. Mi mamá llevaba del brazo a mi abuela y al
lado iba yo acompañándolas. No me recordaba siendo
partícipe de esas ceremonias.
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Estaba mi mamá, tan triste pero tan entera
buscando respuestas que justificaran la muerte; mi
abuela, mi alma, mi abuela sagrada, mi segunda
mamá, y todo lo más hermoso de mi vida todavía con
esas formas redondas, su nariz respingada, sus
pómulos, sus ojos negros, sus pechos grandes, su
panza, su pollera hecha por ella y su camisa de flores,
y mi yo de 14 años, sin saber, todavía, todo lo que iba
a pasar. Sentí emoción y angustia, ¿cómo salvarlas de
toda esa tristeza que persistiría a través de los años y
nos perseguiría once años después también?
Estaba en un rincón detrás de todas las cortinas
que rodeaban la iglesia, escondida, casi temerosa,
como nunca me había visto antes, intentando
proteger mi futuro de mí misma.
¿Qué pasaría si intervenía? ¿Seguiría existiendo?
¿Generaría más dolor? ¿Creerían mi historia si se las
contara?
La misa pasó sin más altibajos y yo me la pasé
contemplando principalmente a mi abuela viva,
todavía en pie.
Supe, entonces, lo que tenía que hacer.
25
Segundo día
Los días a veces no se basan en un calendario
realizado según quién sabe quién que decidió que las
medidas del tiempo estarían estipuladas de tal o cual
forma. Tenemos una noción de tiempo diseñada
según alguien más.
Para mí, los días de ahora en adelante iban a estar
determinados por las experiencias que sucedieran.
Y así fue. En la iglesia ayudaba a limpiar, cocinar y
preparar el salón para las charlas.
Los días iban pasando hasta que, un día, apareció.
Mi mamá y sus rulos, su cara de mujer desgastada
por las injusticias de la vida, el trabajo y la vida
familiar, llegaba el domingo de misa.
Entonces, después de ver tanta tristeza en sus ojos,
decidí que era hora de acercarme.
—Hola, buenos días —dije, intentando no
intimidarla. Era y es una mujer muy sensible, pero a
su vez muy precavida.
—Buenos días —dijo, y me sonrió.
—Parece que compartimos cierto sentimiento. —
Maldita yo y mi impulsividad, esas ganas de
adentrarme en cada persona que me parecía estar en
un momento complicado.
—Sí —fue lo único que me respondió mirando al
frente, a la cruz.
—Todos estamos para ayudarnos.
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—Gracias —la había hecho llorar. Odiaba cuando
ella lloraba, me generaba siempre tanta culpa, una
tristeza que sentía no poder reparar.
—Estoy para lo que necesite. —No pude decir
más.
Ese día me levanté y me fui, fue demasiado. Esa
mujer era mi mamá y no sabía quién era yo. Estaba
sufriendo, viviendo uno de los peores momentos en
su vida. Habían fallecido su hermano y su papá en
menos de dos meses hacía un año atrás; tenía un
marido, dos hijas y una mamá a quien cuidar. Y se
sentía responsable de todo eso.
Pasaron unas cuantas semanas hasta que volví a
verla. Era un domingo de misa y ella había venido
nuevamente con sus ojos cansados, buscando
respuestas, intentando hacer un duelo que no podía
hacer porque tenía una mamá y una hija enferma. En
ese entonces, mi abuela había empezado a desarrollar
una enfermedad con la que cada músculo de su
cuerpo se iría entumeciendo cada día. Y en ese
momento, también harían una revisión de mi biopsia
y sería compatible con un lupus.
—Buenos días —dije. Esta vez intentaría
acercarme un poco más. Mi mamá era una mujer sin
amigas, había dedicado toda su vida a sus estudios, a
su profesión, a su casa y su familia. Tenía que
demostrarle que podía confiar en mí para hablar.
—Buenos días, ¿cómo estás? —Esta vez parecía
que quería hablar.
27
—Bien, trabajando. —No sabía qué decir.
—Qué bueno. ¿Vivís acá?
—Sí, sí, tuve que huir de mi casa. —Tenía que
inventar pronto una historia.
—Qué mal. ¿Por qué?
—Es difícil, quizás con el tiempo pueda contarle
la historia. —Entonces ahí se me ocurrió una idea—
. En este momento estoy buscando trabajo como
cuidadora de gente mayor para no seguir ocupando
un lugar que podría ser de alguien más acá dentro.
Me miró fijo y después miro al frente. Podría
adivinar que lo creyó casi como una señal. Tuve miedo
de que no confiara en mí, pero también conocía su
desesperación.
—¿Tenés algún teléfono al que pueda llamarte? Mi
mamá es una persona mayor y necesita alguien que la
cuide, pero es algo que tengo que conversar primero
con mi hermano.
—Podría darle el teléfono de la parroquia y podría
preguntar por Ayelén.
—¡Como mi hija! —Sí, justamente.
—Qué coincidencia. Bueno, espere que le traigo
una tarjeta. —Me levanté y fui a buscar la tarjeta con
los datos de la parroquia. ¿Cómo seguiría todo esto?
¿Y si no me llamaba? “Siempre pensando lo peor”, me
dije.
—Tome, y gracias por considerarlo, voy a seguir
haciendo mis tareas.
28
Hubiese deseado salir corriendo a algún lugar muy
lejos y gritar, gritar muy fuerte. No sentía dolor ni
alegría, sentía simplemente demasiada emoción en mí.
No entendía por qué estaba ahí, no entendía qué
había pasado. Quizás desde el hospital me estuvieran
buscando, quizás un policía me parara en la calle y, al
pedirme documentos, me llevaría y quién sabe qué me
pasaría, pero hoy… hoy había sido un día de los que
cuentan.
Fueron pasando los días y mi cabeza no paraba de
pensar. La ansiedad de nuevo se estaba apoderando de
mí. Tenía que conseguir a alguien con quien hablar.
Solo se me ocurrió una persona.
Maxi.
En mi tiempo real, no teníamos más relación. Más
bien él me odiaba por todas las cosas que le había
hecho pasar en nuestra adolescencia por mi falta de
consciencia de su amor hacia mí. Pero, si había una
persona que me conocía, me amaba y en la que podía
confiar, era él. Además, él siempre había creído en las
cosas que generalmente la gente no cree, y me había
demostrado la magia que existía en el mundo.
Ese día fui a su casa.
No sé cómo mi memoria todavía recordaba el
timbre de su casa, pero salió después de unos minutos.
Me miró amablemente. Siempre había sido una
persona con un corazón tan inmenso y tan
comprensivo, y seguía siendo más alto que yo hasta
en ese entonces. Por una milésima de segundo, me
sentí protegida.
29
—Hola.
—Hola. ¿Te puedo ayudar en algo?
—Creo que sí. —¿Qué le voy a decir a este pobre
chico que ya demasiado había hecho por mí durante
toda mi adolescencia y no sabía lo que le esperaba de
mi yo anterior?
—Sí, decime. ¿Necesitas comida? ¿O ropa?
—No, necesito hablar con vos, no importa si es a
través de la reja. —Me miró fijo y se acercó dispuesto
a escucharme. No les tenía miedo a demasiadas cosas;
su vida había estado atravesada por circunstancias que
la mayoría no estaría dispuesta a creer.
—Te escucho. —Quería abrazarlo tan fuerte y
pedirle perdón, decirle cuánto lo extrañaba, la falta
que me había hecho estos años.
—No sabés quién soy, ¿no?
—No.
—Soy Ayelén. —Una parte de mí confió
ciegamente en que él me reconocería y me aceptaría.
—Mucho gusto, Ayelén. Soy Maxi. —Él pensaba
que me estaba presentando, quizás pensaba que era
evangelizadora o algo así. Ahora sí que no sabía ni
cómo hacer que las palabras salieran de mi boca.
—Perdón, me equivoqué. —¿No podría nunca
confiar en nadie ahora? Estaría sola en esta puta locura
en la que estaba metida.
—Está bien, que tengas buen día.
No me podía ir, no iba a tener otra oportunidad
como esta.
30
—Perdón.
—No pidas perdón de nuevo.
—Perdón. Bueno, perdón por pedir perdón de
nuevo. —No sabía qué decir—. Quiero decir… soy
Ayelén, la que vos conocés, pero, por alguna razón,
soy una versión más grande. Bueno, en realidad…
Se quedó mirándome fijo. Suspiré y me corrí un
poco la peluca para que pudiera entender de lo que le
estaba hablando, era como un código. Siguió
mirándome fijo.
—Me desperté hace unas semanas en un hospital,
no sabía dónde estaba ni lo que estaba pasando.
Cuando miré las noticias vi que había vuelto once
años atrás. Me escapé del hospital y terminé en la
iglesia del barrio, estoy viviendo ahí por ahora. No sé
en quién confiar, nadie me creería, y pensé que quizás
vos podrías creerme y ayudarme a salir de todo esto.
Seguía quieto y mirándome fijo, pero ahora veía
cómo su pecho se inflaba y se desinflaba. Me asustaba
que tuviera una crisis o demasiado miedo.
—¿Podemos ir a tomar algo a la estación de
servicio y te cuento más?
—Sí, pero tengo que vestirme y avisar que voy a
salir.
—Está bien.
Habían pasado ya veinte minutos.
Media hora.
Una hora, y yo seguía ahí sentada, esperándolo.
31
No iba a venir, iba a esperar a que me vaya, quizás
me haya denunciado, quizás haya hablado con mi yo
de 14. Eso sería terrible.
Pero, por fin, salió.
—Te traje una campera porque hace un poco de
frío.
—Gracias. —Posiblemente se haya tomado todo
ese tiempo en pensar qué hacer con toda esa
información, pero había decidido, aun así, salir.
Nunca había sentido tanta admiración y cariño por
una persona; después de mi abuela, claro. No solo
había cumplido con su palabra, si no que me traía un
abrigo.
—No te puedo asegurar que después de esto no te
vaya a denunciar, pero voy a intentar escucharte y
ayudarte.
—Está bien.
Caminamos sin hablar hasta la estación de servicio
y pedimos dos cocas. Si había algo que recordaba de
él era su amor por la Coca-Cola.
—Bueno, podés empezar —dijo, mirándome
serio.
—Está bien. Como te dije, desperté hace…
—No, decime cómo puedo creer que vos sos
Ayelén y no una loca que se hace pasar por una
versión de ella. Aunque, bueno, todos estamos locos.
—Ese comentario me hizo recordar nuestras charlas,
su visión del mundo, de la gente, de su locura, y me
hizo sonreír. Siempre me había hecho sentir que no
estaba sola.
32
—Puedo contarte cosas de vos.
—Eso te lo pudieron haber contado.
—Puedo contarte cosas que hicimos juntos.
—Nos pudiste haber seguido.
—Está bien, no vas a creerme ni aunque te cuente
mis más profundos miedos, que son los mismos que
hace once años.
Solo se dispuso a mirarme desde la posición de
superioridad que tomaba cuando quería defenderse.
—Lo voy a hacer a mi manera, y si no vas a querer
creerme está bien, voy a sobrevivir igual. —No iba a
rogarle, por mucho que necesitara a alguien que me
ayude—. Nos conocimos cuando yo tenía doce por un
amigo en común. Nunca más nos separamos.
Hablamos horas por teléfono a la noche; generalmente
me llamás vos, porque sabés que si mis papás se
enteran de que gasto fortuna en teléfono pueden llegar
a matarme. Tomo malas decisiones en el amor, y estás
cansado de demostrarme que no tengo que rebajarme
y dejar que abusen de mí los chicos más grandes que
yo. Sé que sufrís por eso, sufrís y no me lo contás,
disimulás enamoramientos hacia otras chicas porque
creés que jamás me fijaría en vos. A veces vamos a la
plaza que queda cerca del colegio y pasamos horas en
la casita del árbol charlando de vidas pasadas, me
contás toda tu historia y lo que sufrieron los tuyos;
conocí a tu abuelo hace poco, él reparte frutas en su
camión por el barrio y, aunque vos no estés de acuerdo
con la forma de vida que lleva, lo aceptás y entendés
que él no puede parar a pesar de su edad. Sé lo mucho
que amás a tu mamá, y lo que la protegés. Sé que
33
pensás que es todo lo que tenés. Sé que soñás con ser
exitoso en cualquier cosa que se te ocurra, y que querés
darle a tu familia todo el bienestar material que puedas
proporcionarle; es algo por lo que debatimos seguido,
y aunque siempre haya estado segura de que podrías
ser lo que quieras, pienso y sé que eso no es lo que
principalmente le deberías brindar. Pero no estoy acá
para juzgarte, cada uno tiene su historia. Sé que le
tenés miedo al futuro, a lo que pueda ser de vos; sé que
le tenés miedo al destino, y te puedo asegurar que vas
a ser capaz de cambiarlo.
No sabía qué más decir, o quizás sí, pero le estaría
contando cosas que todavía no habían pasado.
Lo vi mirándome como lo hacía antes, con esa
seriedad y esa distancia que imponía.
—Supe que eras vos desde que dijiste que no ibas
a depender de mí para sobrevivir. Nunca lo hiciste.
En ese momento solo quería abrazarlo, pero me
quedé en mi lugar, esperando sus próximas palabras.
—Te voy a ayudar, aunque esto sea una locura y
no sepa cómo hacerte volver a tu tiempo.
—Quizás en una nave.
—¿Hay naves?
—No, no hay naves —dije riéndome—. Era un
chiste, yo tampoco sé qué hacer. Por el momento
necesito a alguien con quien hablar.
—Podés hablar conmigo. ¿Qué pasó antes de
despertarte en el hospital?
34
—Solo me desperté ahí. —En este tiempo no
había pensado en eso.
—Quiero decir… en tu vida real.
—Las cosas no mejoraron con el tiempo, aunque
hubo épocas, algunos años buenos, nuevos amigos,
nuevos amores, trabajos, estudios. Pero el dolor no se
iba, nunca se fue. Y, con el tiempo, cada vez me sentí
más sola. Sentía que había vivido sola toda mi vida,
que había pasado por cada momento difícil y
traumático sola, sin nadie que entendiera lo que me
estaba pasando. Empecé con un tratamiento
psicológico y psiquiátrico, y un día quise dormir.
Simplemente, dormir. Me acosté pensando que
necesitaba empezar de nuevo si no quería que cada año
de mi vida pasara como una tormenta y me dejara cada
vez más arrasada. Cada momento me sentía más lejos
de mí, buscando en los demás la aceptación que yo no
me daba. Buscando en los demás el amor que no yo
no me daba o que no creía merecer, siempre con un
sentimiento de miedo y autosaboteándome cada vez
que me acercaba a ser un poco feliz.
—O sea que, después de ese pensamiento, ¿no
hubo nada más?
—Supongo que no. Me abracé a un libro y a una
foto de mis abuelos. Al día siguiente, desperté en el
hospital.
—Okey. ¿Dónde estás durmiendo?
—En la parroquia, trabajo y vivo ahí.
—No va a faltar mucho tiempo para que alguien
te pida una identificación.
—Sí, por eso necesito ayuda.
35
—Está bien, tengo alguna gente conocida de la que
no me enorgullezco mucho pero que muchas veces
necesita un oído y se lo presto. Supongo que me
deben algún favor.
—Mientras no lastimen a la gente…
—Lastimar, la lastiman. Psicológicamente, todos
esos hechos generan un trauma. Pero, físicamente, no;
toman cosas cuando no se dan cuenta.
—No está bien que hagamos esto.
—Eso está hecho, vos solo necesitás cosas que
tiran.
—¿Estás intentando hacer que me sienta menos
mal?
—Estoy intentando ayudarte.
—Está bien. Llamame a este teléfono, es de la
parroquia. Ahí vas a poder encontrarme.
Ya era hora de irme, tenía que volver.
—Gracias, siempre vas a ser una de las personas
más importantes en mi vida.
—¿Estamos juntos en el futuro? —Me quedé
helada en ese momento. No podía decirle la verdad,
no podía decirle que él me iba a terminar odiando con
el paso del tiempo, que me había borrado de su
existencia.
—No puedo comentar esas cosas. Según los libros
que siempre leí, interferirían con el curso normal de
las cosas.
—Nada de esto es normal.
—No quiero hacerlo más anormal todavía, perdón.
36
Ya había pasado una semana desde los últimos dos
episodios importantes. De mi mamá, no tenía
noticias, y de Maxi, tampoco. No sé qué me daba
menos aliento. Quizás él había entendido lo que no
le había querido decir y había desistido de ayudarme,
total no hubiese servido para nada. ¿Cuándo me había
preocupado yo por lo que el sentía?
Entonces me llamaron desde la secretaría.
—Tenés un llamado.
Mi corazón de nuevo había vuelto a dar señales de
vida, lo sentía latir. Algo que me habría asustado
tiempo atrás, cuando cualquier señal anormal de mi
cuerpo me ponía alerta, ahora era tan necesario para
sentirme vivir.
—Hola.
—Hola, Ayelén, soy Marcela. —Suspiré, mi
mamá.
—¿Cómo estás?
—Acá andamos… —Se hizo un silencio. Sabía
cuál era la respuesta verdadera y sabía, también, que
ella no estaba dispuesta a rendirse todavía.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Hablé con mi hermano y está de acuerdo en que
cuides a mi mamá. ¿Estás disponible todavía?
—Sí. —No sabía qué decir. Había visto en mi
mente este momento tantas veces y todavía no podía
creer que fuese verdad.
—Perfecto, ¿podrías venir el sábado para tener una
primera presentación?
37
—Sí. —Estaría con mi abuela de nuevo, viva, aún
con su sonrisa, con su mirada, con sus ojos de amor.
Nunca pensé volver a verla. Recuerdo el día que falleció.
Pensé “nunca nada va a doler tanto como esto, desde
ahora solo te prometo ser feliz”, pero, a pesar de mi
promesa, no lo había logrado, solo había logrado
extrañarla cada día de mi vida, como también le había
dicho.
Su muerte había sido esperada. Habían pasado más
de siete años de recesión en su estado de salud, a tal
punto que sus ojos no respondían a los estímulos y
solo sus manos podían, de vez en cuando, dar un
pulgar en alto cuando algo le gustaba.
—Bueno, ¿tenés a mano algo para anotar la
dirección?
—Sí, claro, decime. —San juan 2150.
—San Juan 2150, es del otro lado de la estación.
—Conozco, conozco. ¿A las 8 te parece que esté
ahí?
—Sí, a las 8 nos vemos, saludos.
—Saludos y gracias. —Muchísimas gracias, mami.
38
Volver a casa
—Buenos días, Ayelén, pasá. —Me había recibido
con una sonrisa.
—Buenos días, permiso. —Mi casa de la infancia.
El pasillo largo con baldosas rotas, un poco sucias, con
plantas a los costados; la casa de Alberto, la casa de su
hija, y por fin la puerta de la casa de mi abuela. Ahí
había empezado todo. Desde los dos meses me había
criado en esa casa, todos mis recuerdos felices estaban
ahí. Mamá y papá tenían que trabajar y me llevaban
a la casa de mis abuelos cada día durante la semana.
Lo más hermoso de mi infancia habían sido las tardes
con ellos; la abuela siempre me esperaba con el
desayuno, me hacía la leche con chocolate y un pan
tostado con queso fresco y rallado. Me ayudaba con
las tareas, a veces peleábamos porque yo me creía más
inteligente que ella y quería aprender a mi manera;
ella se enojaba bastante frente a mi capricho, pero al
final del día siempre nos amigábamos. Me hacía las
mejores comidas, muchas milanesas, muchas papas
fritas. Cuando era verano y pasaba los días enteros ahí,
siempre me enseñaba cosas nuevas, y con eso me
entretenía. Era muy amena la vida con ella. Me había
enseñado a coser con su máquina; yo siempre rompía
las agujas, pero ella no se enojaba a pesar de mis
temores. Ponía una nueva y yo seguía cosiendo
muñecos y ropa de muñecas. Otra temporada, me
enseñó a tejer y me hice un chaleco rosa, horroroso
pero el que usaba con orgulloso porque estaba hecho
con mis manos, y unas bufandas para todos. Así fue
39
cada año. Me enseñó a tejer y a bordar; me enseñó a
cocinar, me daba materiales inventados para pintar,
me enseñaba a hacer masas para que pudiera moldear.
Mirábamos programas de chimentos, mirábamos
noticias y programas que le gustaban al abuelo sobre
ovnis.
La abuela había sido una persona con pocos
recursos que había nacido en Villa Ocampo al lado de
la casa de mi abuelo. Habían sido novios desde
entonces. Ella había tenido que retirarse a un
convento para estudiar, donde había pasado penas y
torturas si cometía alguna infracción, pero
generalmente no era castigada. Mamá me contó que
la abuela era de las preferidas porque cantaba en el
coro; tenía una voz hermosa y sabía tocar el piano.
Eso también había intentado enseñarme, pero yo
nunca fui buena para la música. Cuando ella terminó
la secundaria, fue el turno de mi abuelo de irse: se vinoBuenos Aires a estudiar medicina, y al tiempo la
invitó a ella a venir con él, se casaron y tuvieron a mi
tío Manuel.
La abuela, en ese entonces, ejercía la docencia y
también enseñaba piano. Pero, con el paso del tiempo
y el nacimiento de mamá y el tío Cris, dejó todo eso
para dedicarse a criar a sus hijos, mientras que mi
abuelo dejó la medicina para trabajar en diferentes
rubros. Tuvo hasta su propia fábrica, era una persona
muy emprendedora y creativa. Él siempre encontraba
nuevas soluciones a los problemas que aparecían. Me
recuerdo sentada en el sillón junto a él viendo sus
ideas dibujadas en el papel, viéndolo contarme con
toda emoción posible cada detalle de su invento. Es
fácil visualizar en mi mente las tardes en el patio
40
viendo el cielo, esperando la aparición de ovnis, o
quizás viendo algún documental. Y cómo olvidar la
vez que debían operarlo por piedras en sus riñones y
el día anterior a que sucediera, a él contándonos que
había soñado con que se le aparecía una mezcla de la
Virgen María y unos seres de otro mundo que lo
habían llevado a su nave y lo habían operado. Al día
siguiente, esas piedras no existían más. Nunca dudé
de esa historia como lo hizo el resto de mi familia. Él
era un hombre de ciencia con la capacidad de aceptar
que las cosas más asombrosas también pudieran
sucederle.
La vida puede aparecer en un instante frente a
nuestros ojos. Tiene esa capacidad de manipular el
tiempo según el criterio del momento. Y ahí estaba
recordándome quién era a pesar del dolor,
recordándome la historia feliz que también había
vivido y que tantos años había decidido olvidar para
enfocarme solo en el dolor.
Por fin entré a la casa, mi cuerpo entero temblaba.
Ahí estaba, en el sillón, mi abuela mirando la tele
con su sonrisa. Al costado estaba yo sentada con ella
acariciándole el pelo, mirándome de arriba abajo, con
esa máscara de simpatía que escondía la duda de quién
iba a cuidar a su ser más preciado.
Me hubiese gustado decirle que nadie más que
nosotras hubiésemos dado nuestra vida para que la
abuela no sufra, y que teníamos que confiar en
nosotras y ese amor.
—Buenos días, pensé que me habías dicho que
tenías otro hermano, no una hermana. —Nos reímos
todas.
41
—Ella no es mi hermana, es mi hija, Ayelén.
—Mucho gusto —me dijo esa yo, y se levantó para
darme la mano. Quedé espantada y creo que hasta di
un paso atrás. Pero no podía echarme atrás en esta
situación. Le alcancé también mi mano.
—Y ella debe ser…
—Leli —me dijo mamá.
—Mucho gusto, Leli, espero poder darte un beso
y un abrazo para empezar esta nueva relación.
—Sí, sí —me dijo y me sonrió. Intentó levantarse
del sillón, pero apenas vi el dolor en su brazo recordé
cuánto le costaba hacerlo por sí misma. Me adelanté
y la ayudé a levantarse. La abracé tan fuerte que creo
que escuché acomodarse su brazo. Creo que ella no se
sorprendió, siempre había logrado inspirar ese amor.
—Me alegra estar acá.
—A nosotras también que estés. —Creo que ese
comentario se le había escapado a mi mamá, ella no
demostraba cariño a los extraños.
—Creo que deberíamos mostrarle la casa —dijo
mi yo pequeña.
—Estaría encantada. —La abuela intentó
levantarse nuevamente para acompañarnos, y no dudé
en ayudarla y llevarla conmigo del brazo a recorrer.
Cada segundo que podía recuperar al lado de ella,
sea esto un sueño, una ilusión, o lo que sea que sea,
era un milagro para mí. Y lo intentaría vivir así.
Recorrimos toda la casa, el living con sus sillones,
la mesa grande detrás, la pequeña cocina al costado,
42
la habitación después, la habitación del pasillo que
tenía un escritorio, los libros del abuelo, el mueble en
el que siempre había jugado con mis muñecas, la
habitación del fondo con la cama matrimonial, el
ropero gigante y la cajonera que sostenía la televisión.
—Esta sería tu habitación.
—Es hermosa, muchas gracias.
Después salimos al patio, con su árbol de
mandarinas y el árbol de quinotos, la mesa de piedrita
y las sillas de hierro. El galpón donde había guardado
mis pececitos en un fuentón, robados de los lagos de
Palermo cuando tenía cinco años, a los que había
intentado hacer respiración boca a boca para que no
murieran. Todo lo bueno y lo humano que tenía había
nacido en ese lugar.
Me emocioné y empecé a llorar de la emoción.
Generalmente, en el día a día olvidamos quiénes
somos y de dónde venimos. Cuando la vida te la
posibilidad de revivirlo, es como si te diera una
oportunidad de nuevo de vivir lo que quedara de vida
de otra manera. Somos seres sociales que dependemos
de nuestro entorno, eso nos moldea, y las manos que
habían moldeado mi vida habían sido tan milagrosas
que, a pesar de los años y del dolor, lograban
mostrarme siempre el camino de regreso a mí.
Me sentía feliz después de mucho tiempo. Me
sentía en casa.
Los días pasaban entre desayunos de a dos, con su
té con leche y sus galletas, mi café y mis tostadas con
queso untable y queso rallado, charlas interminables,
43
salidas al patio donde le leía todos esos libros que me
habían ayudado a aprender a sobrevivir en este mundo
incomprensible, tan desagradable por momentos y tan
hermoso por otros. Al mediodía, mirábamos la novela
juntas en el sillón, comíamos las comidas que ella
siempre me había cocinado. Dormíamos la siesta y
antes de dormirnos hablábamos juntas sobre el
abuelo, al que extrañábamos mucho. Ella me contaba
su historia de amor con detalles distintos cada día; me
hablaba de esta vida que no imaginaba sin él, y yo
intentaba demostrarle que había vida después de todo
eso. A la tarde, nos levantábamos bastante resacosas
de esas siestas tan intensas, merendábamos unos mates
con facturas e intentaba que ella hiciera ejercicios para
que su cuerpo no perdiera movilidad. A la noche,
intentaba instarla a mirar películas y tomar algún
vino, y, aunque a lo último nunca se negaba, cada día
me contaba una nueva excusa para mirar su novela.
Yo aceptaba siempre sin mucha resistencia.
Los días que venía mi yo pequeña o mi hermana
decidía darles espacio para estar con ella. Les
preparaba una merienda en el patio y les ponía
música. Por mi parte, me encerraba en la casa para
realizar tareas de limpieza, o imaginar algún libro que
escribir, alguna pintura que realizar, algún tema que
quería bailar, o canciones que pondría más tarde para
cantar juntas.
Sentía, por algún lado, que estaba privándole a mi
yo de esa edad la responsabilidad que tanto me
enseñaría: cuidar a mi abuela. Pero, a su vez, quería
poder retirarme de la memoria esos momentos tan
dolorosos que eso conllevaba. Ver a una persona morir
de a poco es algo de lo que uno nunca se cura.
44
Quería, aunque sea, regalarles la felicidad de
recuerdos sin las marcas de esa realidad.
Cuando tenía 14 años, no estaba preparada para
vivir todo aquello que había vivido. Merecía una vida
normal, con problemas de una chica de esa edad.
Y mi abuela, después de todo el amor y la entrega
que había dado a ese mundo desagradecido, merecía
vivir sus últimos años de la manera más decente y feliz
posible.
Un día, había venido de visita mi yo de 14 años.
Yo estaba entretenida planificando un día diferente
y feliz, mientras preparaba el desayuno.
—Hola, abuela —escuché.
—Hola, Ayelén.
—Hola.
Mi yo se sentó a hablar con mi abuela mientras yo
seguía en la cocina, y de a ratos la escuchaba sollozar.
Preparé un mate cocido y dos cafés.
—¿Venís del colegio? —le pregunté.
—Sí, gracias. —Había aceptado sin pensar la taza
que le había ofrecido.
—Tres de azúcar también, ¿no? —Solo me sonrió,
sin sorprenderse.
—Bueno, podés escuchar vos también, pero antes
tengo que contarte que tengo una enfermedad. Se me
cayó el pelo y, bueno, ahora…
La miré atenta, quería escuchar mi historia en
tiempo real.
45
—Ahora, los chicos…
Abrí los ojos. Me gustaría decirle que ese nunca iba
a ser un problema, pero ahora importaba cómo se
sentía y cómo podía ayudar a que lo procesara.
—¿Eso te preocupa?
—Sí.
Sonreí y quise abrazarla, abrazarme. Nunca hubiese
sobrevivido si hubiese tomado dimensión de todo lo
que me pasaba, si no me hubiese distraído con esas
nimiedades.
—Eso no es problema, aunque si me dejás decirte,
no parece que te falte pelo. —Quería que se sintiera
cómoda con su peluca nueva, su primera peluca. A
decir verdad, era como una cantidad de pelo
indefinida, un flequillo que más adelante aprendería
a cortar mejor y un peinado de película con malos
esteticistas.
—No es mío, es peluca.
—Es tuyo entonces. No será natural de tu raíz,
querrás decir, eso es otra cosa. La gente vive haciendo
cosas para sentirse mejor frente al espejo cuando se
mira y, si eso te hace sentir mejor, es un precio
bastante barato. Para tu suerte, soy peluquera, y si me
dejás puedo ayudarte a hacerle unos retoques.
—Pero es muy cara, no puedo cortarla porque no
vuelve a crecer.
—Podés hacerle lo que quieras, todo se arregla. Es
tuya, es tu pelo, tenés que llevarlo de una manera con
la que te sientas cómoda.
46
La arreglé, mejoré el flequillo, le enseñé a hacerse
peinados, jugamos con maquillajes entre las tres, nos
pintamos las uñas y, por último, teñimos a la abuela.
No recordaba esa frescura y esa inocencia en mí.
¿En qué momento la había perdido? ¿Quizás
cuando el mundo me había hecho categorizar los
hechos que me habían ocurrido según sus parámetros?
¿Quizás el día que me cansé de luchar? ¿Quizás el
dolor me había endurecido? ¿Quizás no pudiese
nunca recuperar esa forma de mirar el mundo?
Me había pasado la vida intentando salvar la de
todo mi alrededor, desde mis parientes, mis amigas,
mis amores, la gente en la calle, en los barrios, cada
persona que se acercaba a mi vida, y pocas veces me
había detenido a salvar la mía. Los últimos años había
dejado que se me escurriera entre los dedos, todo el
peso había caído encima de mis hombros y no me
habían dejado caminar. Largas noches de horror,
llanto que salía desde lo más hondo, ataques de
pánico, temor de morir cada día, vivir con esa
consciencia, pastillas para calmar mis emociones,
pastillas para calmar mi ansiedad, pastillas para poder
dominar todo eso que sentía, todo eso que brotaba de
mí y nunca había sabido manejar. Durante esos años,
nunca me cuestioné el uso de medicamentos para
tratar mis problemas psiquiátricos. Prefería eso a sufrir
cada día, era parte de mi vida. Me había
acostumbrado y había pensado que era capaz de vivir
con eso toda mi vida. No me lo planteaba a corto
plazo porque tenía miedo; tenía miedo de mí, y sabía
que eso me protegía de todo lo que pasaba por mi
cabeza.
47
Pero, ahora, hacía semanas que no tenía mi
medicación. Intentaba no pararme a pensarlo, porque
cuando lo hacía aumentaba mi ansiedad, pero esa
ansiedad me había hecho sobrevivir a mis peores
momentos y ahora estaba agradecida.
Una rutina sin altibajos me ayudaba también.
Estaba cerca de mi abuela, teníamos horarios, no
había excesos más que algunas copas a la noche y mis
cigarrillos en el patio. Cuando no podía dormir, salía
al patio a mirar las estrellas. En la casa de la abuela
cada día era una fiesta, poníamos música que iba
animando nuestros días desde la mañana. La
levantaba del sillón, la cargaba contra mi cuerpo y
bailábamos algún vals, algunas veces bailamos alguna
que otra cumbia también.
Un día, mientras bailábamos me dijo lo mucho
que extrañaba al abuelo. Lloramos las dos y nos
abrazamos. Le prometí que nunca la iba a dejar sola.
No imaginaba ahora mi vida sin ella de nuevo.
Quizás un día de estos despertara en mi tiempo real
y se terminaría el sueño y ella. De nuevo.
Había aprendido a recordarla sin tanto dolor. Al
principio, cuando murió, en mis recuerdos solo
aparecía su vida junto a la mujer que debía cuidarla y,
en realidad, la maltrataba en secreto. Aparecía su dolor
por sus escaras y mi crecimiento repentino para
cuidarla, limpiarla, bañarla, darle de comer, hasta que
no pude más.
Si había algo de lo que me arrepentía todos los días
era de no haber vivido con ella los últimos meses.
48
Sentía tanto dolor que me negaba a visitarla. Había
sido totalmente egoísta de mi parte. Era la persona
que más amaba, pero ya casi no podía hablar con ella.
Falté a su último cumpleaños porque mi cabeza lo
borró y, en vez de eso, salí a bailar.
Podría justificarme diciendo que solo tenía 19
años, pero no es algo que me perdone todavía. Quizás
el dolor de los recuerdos haya disminuido, pero ahora
no sé qué hacer de nuevo con esta rabia hacia mí.
—Vas a tener que perdonarte —fue lo único que
escuché cuando cerré los ojos antes de dormir.
49
PROMETÉ NO VOLVER A LEVANTAR LA
MANO CONTRA VOS NUNCA MÁS
Era primavera cuando volvimos a tener una
conversación profunda con mi yo de 14. Había
conocido a quien sería nuestro primer amor. Sentía
una contradicción en mí. Quería protegerme, pero
sabía todo lo que eso me había enseñado. Quizás, si
me advertía… quizás, si me obligaba a no verlo más,
sería peor.
—¿Y cómo lo conociste?
—No es muy linda la historia. —Ya me había
acordado cómo lo había conocido, y no, la historia no
era linda. “Tampoco su final”, me hubiese gustado
advertirme.
—Había acompañado a una amiga a ver a un
chico. Nos sentamos todos a charlar y él, aunque yo
lo ignoraba e intentaba alejarlo, no paraba de acercarse
a mí.
—¿Esa es tu justificación? —Con los años había
aprendido de esas experiencias y era algo que
condenaba, pero todavía esa yo no lo había vivido y,
al parecer, los limites eran bastantes flexibles en su
mente.
—Si me vas a retar, no te cuento nada más, ya
parecés mi mamá.
Maldita malcriada.
—No te quise juzgar, perdón, podés seguir.
50
—Al principio me sentí incómoda, pero después
empezó a gustarme y, aunque me fui para poder
terminar con esa situación —hizo una pausa—, él
consiguió mi número y me mandó un mensaje.
—Y vos se lo respondiste.
—Sí.
—¿Y con eso cómo te sientes? —Quise hacer un
chiste para que ella entendiera que podía hablar en
confianza.
—Confundida. Nos besamos hoy en el auto y
después me trajo hasta acá.
—Bueno, bien. —Sentía tanta rabia e impotencia,
y de nuevo esa sensación de protección hacia mí.
—Siempre esperé sentir algo cuando besaba a los
chicos, pero no pasó hasta hoy. —Inocente palomita,
es solo un poco de química, la histeria y la
imposibilidad de estar con él porque estuvo con tu
amiga, ¿por qué tan masoquista desde chiquita?
Conocía la respuesta a esa pregunta, así que preferí
acallar mis pensamientos y concentrarme en
ayudarme en ese momento.
—¿Y si besaras a todos los hombres del mundo
esperarías sentir “algo” por todos?
—Quiero decir… ahora sí lo sentí.
—Me alegro. —No pude seguir hablando, temía
que esa yo sintiera rechazo de ahora en adelante para
contarme cualquier cosa.
En ese momento, sonó el teléfono como si fuese
una señal de que estaba haciendo las cosas bien. Era
Maxi, había llamado al convento y no me había
51
encontrado. Podía haber desistido, o pensar que era
una loca, pero prefirió hacer su intento siguiendo lo
que yo había dicho que quería hacer. Me había
encontrado y tenía un documento para mí.
52
El paréntesis: La otra versión
Juro que no tuve intención de enamorarme de él. Pero
nunca un hombre, hasta ahora, se había acercado a mí
sin saber mi pasado y lo que la gente decía de mí. Todos
se acercaban porque pensaban que era alguien que los
complacería en todos sus deseos sexuales. Sabían que mi
primera experiencia sexual —aclaro, sin penetración—
había sido a los doce años a escondidas. Pero no sabían
que, detrás de toda esa imagen, detrás de mis fotos, detrás
de esos mensajes incitando al sexo, detrás de toda esa
condescendencia, escondía simplemente sumisión ante un
otro por una necesidad infinita de aceptación.
Yo soy un pequeño monstruo. Mientras todas a mi
alrededor están en el esplendor de su adolescencia, yo me
estoy marchitando, tengo las miradas puestas en mis
faltas, tengo las burlas que me atormentan cada día. La
pelada, la rodilla, se arranca el pelo, mirá, le falta pelo
ahí.
Nadie podría aceptarme.
Pero él se había fijado en mí.
Y yo me desesperaba cada vez que me hablaba,
intentaba mostrarle el resto que había en mí.
Miraba sus fotos cada día, a cada momento, y el mejor
momento del día era cuando recibía un mensaje.
Voy cada día a la cuadra de su casa, donde hice un
amigo, para poder verlo llegar, para poder estar presente
y que me vea.
Pero hoy pasó algo extraño, quizás se enteró.
53
Todo volvía a pasar
No dejaba de pensar en que se acercaba el día, y
con el día se acercaba el dolor.
Estábamos en noviembre ya. Mi pequeña yo venía
recurrentemente a dormir la siesta con la abuela, pero
ya no habría espacios para que conversáramos sobre
el tema y a mi abuela solo le contaba lo que quería
escuchar.
No podía dejarme sola en ese momento, tenía que
evitarlo.
—¿Y cómo van las cosas con tu amor?
—Bien.
—¡Contame más! Esto me hace revivir mis
experiencias a tu edad, tan llenas de emoción. —
Literalmente.
—Bueno, él quiere que tengamos sexo.
—¿Y vos querés?
—No sé, pienso que sí.
—Esto no se trata de la virginidad en sí, es un
concepto romantizado. —No sabía cómo empezar—
. No importa si sos virgen todavía o no, importa que
quieras tener sexo con la otra persona. No se trata de
entregar algo sagrado, sino de entregarte en un nivel
más de los vínculos, pero tiene que ir acompañado,
como en los demás, del deseo.
—No te entiendo.
54
—Tanto ahora, siendo virgen, como el día de
mañana, después de perder la virginidad, tiene que ser
algo que hagas porque querés, independientemente
de que sepas que el otro quiere. Es de a dos, ¿entendés?
—Pero siento que lo pierdo.
—Eso es solo manipulación.
—Yo pienso que él me quiere.
Solo estaba abrazando su propia mentira. Estaba
intentando protegerse de una decepción amorosa más,
de otra falta de amor, de un próximo duelo por la falta
de ese quien pensó que iba a ser su príncipe azul, que
le iba a dar un poco de color a sus días.
—Si te quiere, no te va a obligar a hacer algo que
no querés.
Así terminó nuestra conversación. Ella fue a
saludar a la abuela y se fue a su contra turno.
Paréntesis siguiente: La duda
Mis papás se fueron a pasear, les dije que prefería quedarme. Él me escribió y dijo que pasaría a buscarme
para dar una vuelta. Sabía que llegarían dentro de tres
horas o más. Así que me cambié, me maquillé y peiné mi
peluca. La imagen que me devolvía el espejo estaba
bastante presentable, y por un segundo me sentí segura.
Llegó y salí corriendo para que los vecinos no se
enteraran.
—Hola —saludé y le di un beso. Me sentía tan feliz
de estar con él. Iríamos a pasear, imaginé todo.
Caminando de la mano por la costanera, o quizás por
55
avenida Corrientes, viendo todas esas luces que llegaban
al obelisco iluminando la ciudad.
—Hola.
Charlamos en el camino. Estábamos yendo por el que
nos conducía a Capital cuando dobló.
Era una calle que no conocía, había fábricas y pocas
casas. Era una calle cerrada. Creo que voy a tener que
conformarme con charlar en esta cuadra y besarnos un
rato.
—¿Te parece si vamos al asiento de atrás para estar
más cómodos?
—Sí.
Él comenzó a besarme y a desnudarme. Yo retrocedía
cada segundo. Rechazaba cada movimiento para
desvestirme. ¿Qué estaba pasando? Pensé que iríamos a
pasear.
¿Él me había manipulado como había dicho Ayelén?
¿Yo quería hacer esto? Quizás solo quiere que nos
besemos. Él está haciendo fuerza. ¿Por qué estoy acá si no
quería esto? Si le digo que no quiero va a pensar que no
lo quiero. Me gusta estar con él y besarlo, pero no estoy
segura…
—¿Seguimos? —me dijo, y yo me quedé muda.
Sabía cómo escapar de esa situación, sabía que si
accedía a lo que me pedía quizás tendría la posibilidad
de seguir con él.
—Sí.
Él me sacó la ropa interior.
56
Pero, entonces, tuve mucho miedo. No estaba
preparada porque no quería.
Entonces comenzó a hacer fuerza nuevamente. Eso me
dolía mucho, quería llorar. Algunas lágrimas se
escaparon, pero las escondí muy bien.
—No quiero que sea así —fue lo único que atiné a
decir. Pero él siguió haciendo fuerza.
Entonces sonó mi celular.
—Puede ser mi mamá, tengo que atender. —Me
había salvado esa llamada.
Pero no era mi mamá. Era Ayelén. ¿Por qué me
estaría llamando? No atendí.
—Tengo que volver a casa, perdón.
—Quedate un ratito más.
—Perdón, pero tengo que irme, ¿me llevás o me tomo
un colectivo?
—Te llevo.
57
La belleza
Hacía días que no sabía nada de mi yo de 14,
estaba preocupada. ¿Habría podido intervenir? ¿El
capricho y la rebeldía habrían arruinado mi idea?
Un día aparecí llorando.
—¿Qué pasó?
—No quiero que la abuela me vea así, pero no
sabía a dónde ir, ni con quién hablar. Vayamos al
patio.
En todo este tiempo, me había dedicado a hacer
de la vida de mi abuela una vida más feliz, pero casi
olvidaba lo que habían sido esos tiempos para mí.
—¿Qué pasó? —pregunté nuevamente.
—Él me ignora, ya no quiere verme, no sé qué
hacer.
La historia de nuevo, el pasado y ese dolor por el
rechazo venían de nuevo a mí.
—¿Por qué te rechaza si todo iba bien?
—El otro día, cuando me llamaste, yo estaba con
él en el auto.
—Perdón, no sabía —mentí.
—Él quería estar conmigo, pero yo tuve miedo.
58
—Es totalmente respetable, él es más grande y ya
pasó por la etapa de miedo ante estas cosas, a
diferencia tuya.
—A él lo obligaron a tener sexo en un prostíbulo.
Todas las historias eran iguales, hombres que sin
saber apenas qué querían de sus vidas, atormentados
por la presión social, la presión machista, iban
acompañados de algún tío retrógrado y limitado
emocionalmente a tener su primera relación sexual
con una prostituta. Nunca entendí si era por falta de
confianza o si simplemente era un ritual de lo más
despreciable de iniciación. Esos chicos descubrirían
su sexualidad realmente con los años, el deseo y la
experiencia. Pero preferían iniciarlos con alguien más
experto, como si eso fuese un escalón en la experiencia
que debían dar de manera pautada para hacerse llamar
hombres.
—Eso no justifica que quiera obligarte a tener sexo.
—Él no me obligó. —Siempre a la defensiva con
tal de preservar lo que yo creía de las cosas.
—Está bien, ¿qué pensás hacer? —Lo único que
me alentaba era saber que, al final, las charlas no
habían sido en vano, que en esta historia había podido
escaparme de una situación que me perturbaría el
resto de mi vida. Quería darme una nueva
oportunidad.
—No sé, quisiera hablar con él.
—Por favor, no accedas a algo que no querés
simplemente por no perder a una persona que apenas
conocés y ya te llevó a hacer cosas que no querías.
—¡Él no me obligó!
59
Era muy difícil hablar conmigo, la única verdad era
la que yo consideraba. Entonces se me ocurrió.
—Me gustaría que escuches una canción, habla
sobre la belleza.
—No estoy en un momento para escuchar nada
que se trate de la belleza.
—Lo sé, pero quizás es tiempo de que reconsideres
tu concepto de belleza y, así, tu aceptación hacia vos.
(…) Míralos, como reptiles,
al acecho de la presa,
negociando en cada mesa
maquillajes de ocasión;
siguen todos los raíles
que conduzcan a la cumbre,
locos por que nos deslumbre
su parásita ambición.
Antes iban de profetas
y ahora el éxito es su meta;
mercaderes, traficantes,
más que náusea dan tristeza,
no rozaron ni un instante
la belleza…
Y me hablaron de futuros
60
fraternales, solidarios,
donde todo lo falsario
acabaría en el pilón.
Y ahora que se cae el muro
ya no somos tan iguales,
tanto vendes, tanto vales,
¡viva la revolución!
Reivindico el espejismo
de intentar ser uno mismo,
ese viaje hacia la nada
que consiste en la certeza
de encontrar en tu mirada
la belleza…
En ese momento levanté la mirada y me vi llorar
como un espejo; tanto dolor había en esa yo tan
pequeña, aunque para nada frágil. En ese momento
solo pude abrazarme.
—Cualquiera podría quererte, pero no podés
dejarte querer por cualquiera. El amor sin condiciones
solo te va a generar dolor y malestar, te debés el amor
a vos principalmente.
—No cualquiera puede querer a una chica sin pelo,
que se brota cuando hace frío, que no puede correr
cien metros sin descomponerse, que no puede tomar
alcohol, que usa una peluca, a la que los padres no
dejan hacer nada que no esté normado, la que no se
61
habla hace un mes con su papá por una pelea más, la
chica que tiene que ser excelente en la escuela pero sin
dejar de ser sociable, que sufre todas las noches por su
abuela, que no sabe lo que quiere…
—Esas son circunstancias, no lo que vos sos.
En ese momento comencé a pensar en el tiempo
que pasamos intentando evadir todo lo más profundo
en nosotros, el centro mismo de lo que nos hace felices
y a lo que más tememos, esos vacíos que nos recorren,
esas olas de dolor que nos arrancan de nuestra
comodidad. Pasamos el día intentando distraernos,
un segundo libre y miramos la pantalla del celular, y
ahí nos mira el tiempo también, una hora libre y
debemos sumergirnos en alguna pantalla que nos
rellene de contenido. Hablamos con nuestros amigos
para reunirnos y cuando nos reunimos estamos
planeando la siguiente reunión. La ansiedad es un
síntoma de esta sociedad sobreestimulada. No hay
más espacio para el aburrimiento, si estás mal
entonces vamos a hacer todas las actividades creadas
por el hombre para distraerte, porque si te distraés no
la pasás mal.
Pero ¿qué pasaría si nos vaciáramos de todo esto?
Ahí me llega la contradicción de saber que somos seres
sociales, formados en la socialización con los otros;
nuestro entorno nos condiciona, pero no nos
determina. ¿Somos todo lo que absorbemos? ¿Somos
todo eso que aprendimos? ¿Qué lugar tiene la
imaginación en nuestra forma de percibir el mundo?
¿Qué lugar tenemos de manera consciente en nuestra
forma de ser?
62
Me pasé la adolescencia buscando imágenes en el
exterior, en los libros y en las películas de la mujer que
quería ser. Las que más se acercaron a mi ideal de
mujer eran dos personajes de escritoras
completamente independientes, mujeres fuertes, con
proyectos, un trabajo, una casa, sus viajes, sus amigas.
Cuando mi psicóloga me preguntó por primera vez
cómo me veía y cómo quería ser, le dije que
independiente. Y me respondió si no había nada más
en mí. Me había quedado helada, yo siempre había
pensado que ese era un atributo superior y admirable.
Después de unos minutos me aclaró que ella creía que
yo era una persona muy alegre, y que quizás tenía que
detenerme más en esos atributos que ella creía
esenciales en mí.
Con el paso de los años pude entender que la
independencia para mí siempre había sido necesaria
y prioritaria porque eso significaría hacer una vida
lejos de mis conflictos familiares y lejos de la mirada
prejuiciosa acerca de mis decisiones, ya no habría
coartadas, ni impedimentos. No tenía que ver con un
atributo, sino como una forma de sobrevivir.
Al final, el rasgo que generalmente veían los otros
en mí y yo nunca había percibido era la alegría.
Eso me hizo pensar en qué exigentes nos volvemos
con nosotros mismos, cómo debemos ser, cómo
debemos comportarnos, cuáles son nuestros
proyectos, qué vamos a hacer en el futuro, qué
estamos haciendo en el presente para conseguirlo.
Esta exigencia se termina volviendo algo que nos
condena, muchas veces, a hacer cosas que no
63
deseamos, y muchas veces también nos condena a ser
cosas que no deseamos.
Era domingo cuando mamá pasó a buscar a la
abuela para llevarla a almorzar a su casa. Mientras
tanto me dio el día libre, así que decidí llamar a Maxi
para ver si podíamos encontrarnos en la plaza para
charlar un poco.
Por suerte, era un día bastante gris y la gente había
decidido quedarse en sus casas durante la hora del
almuerzo. Como los juegos estaban desocupados,
decidí esperarlo en la casita del árbol.
No hizo falta que le diera la ubicación exacta
porque él sabía que podía encontrarme ahí.
—Buen día. —Lo abracé tan fuerte, hacía semanas
que no lo veía. Le acaricié esa cara de nene bueno que
tenía y sonreí.
—Qué bueno que viniste.
—Sos una versión más dulce de vos misma. Pensé
que ibas a terminar siendo una compulsiva del
trabajo, de esas que tienen un marido al que no le
hablan cuando se van a dormir.
—Qué imagen positiva que te hacés.
—¿Es así?
—No tengo marido, pero no es por eso, mi trabajo
está en segundo plano.
—¿Seguís enamorándote de hombres que te usan?
—No, ya no de los que me usan, ahora es de los
que no me quieren.
64
—Bueno, vas mejorando. —Nos reímos y
miramos cómo el viento movía los árboles a su gusto.
—Bueno, ¿por qué querías verme? Contame lo que
me tenés que decir.
—Solo quería saber cómo estabas.
—Eso es mentira, me vas a pedir algo, decime.
—Tenemos que salvarla.
—Es grande ya, nadie salva a nadie, ella no quiere
que la ayuden ni nos quiere escuchar.
—En serio sé lo que te digo.
—¿Tan malo es?
—Solo quiero ahorrarle sufrimiento innecesario.
—Quizás tenga que hacer su propia experiencia.
—A veces era tan solemne que tenía que pasarle una
mano por la cabeza y despeinarlo para que se
molestara y largara una pequeña risa, para recordarle
que tenía apenas 16 años.
—Esta vez tenés que estar en la fiesta de
cumpleaños, en su cumpleaños de quince.
—¿No fui la última vez?
—No, inventaste algunas excusas de último
momento.
—No quiero sufrir más por ella, por vos, lo que
sea.
—No te puedo prometer eso, depende de vos.
—Pero me estás pidiendo que me quede cerca, que
la cuide, que la vea cómo se viste de princesa para un
idiota.
65
No sabía qué decirle. Mientras intentaba cuidarme
estaba, a su vez, exponiendo a una persona.
—Está bien —me dijo. Sabía que por dentro se
sentía enojado y frustrado con él mismo por seguir
ayudando a una pequeña mujercita sin consciencia de
cómo afectaba todo lo que hacía y contaba a su mejor
amigo.
66
Paréntesis y puntos
Hacía días que no me hablaba, hacía días que no
sabía nada de él. Así que decidí ir a buscarlo a la casa.
Inventé una excusa y pasé a visitar a mi amigo;
charlamos hasta que lo vi llegar.
Se acercó a saludarnos y entonces decidí que tenía que
buscar una segunda excusa para estar un tiempo con él.
—Tengo que hablar con vos de algo importante. —
Qué simpática mentirosa.
—Sí, decime.
—Es que…
—Yo me tengo que ir igual, hablen tranquilos. —Mi
amigo era menos idiota de lo que lo tratábamos.
—¿Querés venir a casa? Tengo que lavar el auto.
—Dale, y te cuento mientras. —Pensá, pensá, pensá,
tenés que inventar una buena mentira. O quizás no.
Llegamos al portón de la casa, lo abrimos y entramos
el auto. Tenía un garaje que parecía una fábrica gigante,
semitechado y, al costado, la entrada a la casa. Nos
quedamos lavando el auto mientras yo intentaba
encontrar el momento perfecto para empezar a hablar.
—Bueno, ¿qué tenías que decirme? —Era tan
hermoso, tenía esos ojos verdes, esa cara de despreocupado.
—¿Viste que el otro día, cuando me pegó de frente el
viento frío, me broté la cara?
—Sí, tenías como una mariposa.
67
—Bueno, es porque estoy enferma.
—¿Qué tenés? —Me miró con cara de preocupación
por un segundo y, al siguiente, siguió limpiando el auto
como si no estuviéramos teniendo esa conversación.
—No saben decirme todavía, parece que lupus, y
parece que es bastante peligrosa la enfermedad. O por lo
menos eso entendí después de que el médico nos haya
dicho la posibilidad de que fuese así y ver a mi mamá
llorando. —Él seguía limpiando el auto sin apenas
mirarme.
—Ah.
No era capaz de contarle el resto de la historia. Quería
irme corriendo en ese momento.
—Bueno, me voy a cambiar, me mojé todo lo que
tengo puesto, paso un segundo.
Al minuto siguiente estaba detrás de mí
acariciándome mientras me desvestía. Yo no paraba de
temblar del frío y el miedo por saber que quizás iba a ser
ese el único momento que tendría para estar con él de
nuevo.
Me terminó de desvestir y empezó a besarme. Cerré
los ojos y me dejé estar, como resignada, como
entregándome como un sacrificio a esa entidad superior
que estaba frente a mí. Solo quería unos besos, pero sabía
cuál era el precio en este momento de algunos besos más.
No sabía si estaba consciente de querer pagarlo, pero ya
estaba ahí.
Sentí mucho dolor cuando él quiso penetrarme por
primera vez; tenía las piernas rígidas, el cuerpo casi
inmóvil boca arriba esperando lo inevitable. Hasta que
por fin lo hizo, entonces mi cabeza se golpeaba contra el
68
respaldo de fierro y yo solo quería llorar del dolor, pero
nadie iba a escuchar, así que iba a tener que
aguantármela. Cuando abrí los ojos de nuevo en esa
oscuridad, estaba atravesada en la cama y ahora mi
cabeza se golpeaba contra la pared.
—Vení un rato arriba —me dijo. No sabía el dolor
que iba a sentir, ni lo idiota que me iba a sentir sin poder
coordinar entre tanta confusión un movimiento. Después
de eso bloqueé mi cabeza.
Cuando terminó me dijo “parece que ya no sos más
virgen”, y me mostró que tenía sangre en las manos.
Yo estaba recostada en la cama, sin ganas de
levantarme y pensando qué mierda tenía esto de bueno.
Mientras tanto, yo estaba esperándome en la casa
de la abuela, ella sabía que algo me pasaba.
—Estás muy preocupada, Ayi.
—No pasa nada, Leli, es solo un día raro para mí.
—Vos sabés que sos como una nieta para mí, ¿no?
—Nunca había esperado que me dijera eso a mí, a
una desconocida para ella, alguien que había llegado
de casualidad a su vida. Los últimos días había estado
tan preocupada por intentar evitar lo inevitable que
había dejado de sonreír para pasar a actuar de manera
automática.
—Vos sos como la abuela que no tengo.
—¿Qué le pasó?
69
—Falleció hace algunos años. —¿Cómo decirle?
¿Cómo evitar ese sufrimiento también? Todo se volvía
a repetir.
—Yo puedo ser tu abuela si querés, de ahora en
adelante, y te puedo enseñar todo lo que sé. —Por un
segundo me hizo sonreír, nos abrazamos y lloré en su
regazo.
—Buen día —escuché decir atrás nuestro.
—Buen día, Ayelén. —Me sequé las lágrimas y me
dispuse a respirar hondo para lo que iba a escuchar, o
no.
—Buen día, abue.
Ella se sentó al lado y se apoyó en su hombro, se
quedó mirando la nada.
—Me voy a acostar un rato.
—¿No querés comer algo? —le dije.
—No, prefiero acostarme.
Había pasado.
Dejé que durmiera y me dispuse a usar todas mis
artimañas para animar a la gente.
Fui a comprar cerveza para las tres y busqué un CD
que tenía un compilado de música de fiesta. Para
cuando se despertó, en la mesa estaban los vasos llenos
de cerveza y música festiva. Ella me hizo una mueca
de sonrisa y las invité a bailar. Levantamos a la abuela
entre las dos y nos turnamos para bailar. Terminamos
cantando a los gritos canciones de amor carnavalescas
y dejando que el cuerpo encontrara los movimientos
que buscaba para expresar todo eso que sentíamos.
70
—Gracias —me dijo, y se fue a su casa.
Quizás no pudiera evitar que viviera esas cosas,
quizás tenían que pasar. Pero podía compensar ciertos
dolores con un poco de amor, otro tipo de amor.
En ese momento recordé que iba a estar metida,
en unos pocos días, de nuevo en otro problema. Iba a
ser en una fiesta de egresados, donde no solo iban a
estar mis amigos, sino también él y los suyos.
Había llegado el día y había coordinado con Maxi
para poder asistir con él a la fiesta. Me había
conseguido un lugar en la lista.
Había dejado a la abuela acostada temprano, le
había contado casi la verdad. “Casi” digo, porque no
le podía decir que sabía lo que iba a pasar. Le dije que
iba a ir a cuidar a su nieta y estuvo de acuerdo. No era
sobreprotectora, pero apuesto que si hubiese tenido
más fuerzas se hubiese lanzado arriba de todos los que
me habían tratado tan mal.
—Hola. —Hacía tiempo que no me arreglaba
tanto. Extrañaba maquillarme y vestirme de fiesta, casi
me había olvidado de mí cuidando a mi yo pasado.
—Estás hermosa.
—Vos también, mi querido amigo, pero no me
mires así que te llevo casi diez años y van a pensar que
soy una depravada, tengo que pasar desapercibida.
Ayelén no puede notar que estoy acá.
—No viniste vestida justamente como para que no
te vean.
—¿Ahora me vas a juzgar por cómo me visto?
71
—No, solo digo que quizás te vea.
—Vos me vas a ayudar a que eso no pase.
—Me obligás a venir y me obligás a hacer cosas,
no sé para qué te sigo.
—Quedate con ella, inventá la historia que más te
guste y hacé que se quede con vos, yo me voy a quedar
en aquel costado tomando algo.
—Al final me hiciste venir para emborracharte.
—Bueno, preparate que está llegando, voy a ir
entrando.
La noche iba pasando sin altibajos, Maxi había
hecho bien su trabajo. No imagino qué historia le
habrá contado para que ella se quedara con él
habiendo tantos chicos que le gustaban alrededor.
Mientras, yo estaba por mi tercera cerveza y casi había
terminado mi atado de cigarrillos mirando desde el
rincón cada movimiento. Entonces la dejé de ver.
—Se perdió, se escapó, no sé, la perdí —me dijo
Maxi.
—¿Cómo que la perdiste? Andá a buscarla ya.
—¿Por qué es tan importante que me quede al
lado?
Entonces la vi, me vi.
—Mierda. —Salí corriendo hacia donde estaba y
empujé a quien era en ese entonces uno de los amigos
del maldito.
—¿Qué hacés, loca? —Le había tirado toda su
cerveza. Mientras tanto, mi yo pequeña me miraba
con cierta sorpresa y enojo.
72
—¿Qué haces acá?
—Tengo amigos, igual que vos, que egresan —
dije—. Y vos, perdón, estoy un poco tomada, ahora
te compro otra cerveza. —Me había salvado esta vez,
pero no sabía cuántas veces iba a poder hacer esa
escena. Mientras tanto, detrás de mí estaba Maxi; se
acercó y la llevó a otro rincón.
—Bueno, los presento entonces. Ese era un amigo
mío y él es Maxi, mi mejor amigo.
—Mucho gusto, Maxi.
—Mucho gusto, Ayelén.
—¿Cómo sabés el nombre de ella? —Nos miramos
un segundo.
—Vos me contaste de ella, ¿no te acordás?
—Sí, pero ¿cómo sabés que es ella?
—Supuse.
—Bueno, me voy con mis amigos, los dejo un rato
hablando. —Y así fue. Se alejó rápidamente de
nosotros para volver a hablar con sus otros amigos.
—¿Por qué la querés proteger tanto hoy?
—La quieren drogar. —No tenía que contarle
exactamente las cosas que iban a pasar, pero ya no
sabía qué hacer.
—¿Y qué le van a hacer? —Tragué saliva y me
dirigí de nuevo hacia ella.
—Acá estoy de nuevo, perdón, no encuentro a mis
amigos.
73
—Podés quedarte con nosotros —me dijo uno de
los amigos. Entonces vi cómo diluían en sus bebidas
pastillas entre las luces y la música fuerte.
—Gracias.
—Aye, ¿querés? —Le habían acercado el vaso de
nuevo. No me pude contener. Lo revoleé por los aires
y empapé el suelo y a un par de personas.
—¿Qué haces, loca? ¿Qué te pasa?
—¿Qué haces vos, pedazo de mierda? ¿La querés
drogar? ¿Le dijiste lo que le pusiste a la cerveza? Tiene
14 años. —Todos se quedaron por un segundo
quietos mirándome en ronda, y después se empezaron
a reír.
—¿Quién sos vos? —me dijo uno de los amigos.
—La que te va a romper la cabeza si llegás a drogar
a la piba.
—Por favor, andate —me pidió esa yo tan idiota
por momentos.
—Si me voy, vos te venís conmigo.
—Yo me voy a quedar, es la primera noche que me
dejan quedarme hasta tarde y voy a aprovechar.
—Entonces también me quedo.
—Bueno, pero no cerca de mí, sé cuidarme.
Me di vuelta y me perdí entre la gente. Necesitaba
pensar. Pedí otra cerveza más y salí a tomar un poco
de aire.
—Tan linda y tan sola —alguien había dicho.
—¿Qué haces acá, Maxi? Pensé que te habías ido.
74
—Si hubiese sido por mí, no hubiese venido. Vos sos así. —Él ahora hablaba de mi yo a los 14.
—Solo quiere aturdirse, quiere vivir una vida de
alguien de 14 años.
—Solo intentás justificarte.
—No sé qué más hacer. —Estaba perturbada.
Estaba perdida en una vida casi surrealista. No era mi
tiempo, todo volvía atrás, todo volvía a pasar y no
podía controlarlo, no podía manejarlo, no me podía
ayudar.
—No podés pretender cambiar en unos meses una
personalidad construida por miles de hechos que
sucedieron desde que naciste.
—Puedo cambiar la historia.
—¿Eso querés?
—No quiero vivir 25 años de sufrimientos por
cosas que pude haber evitado.
Se hizo un silencio. Creo que ahora él también
estaba pensando en su vida, en el sufrimiento que se
ahorraría alejándose de mí.
—Tenés que irte —le dije.
—No voy a dejarte sola. —Solo quería llorar en ese
momento. Si supiera, si supiera lo sola que me sentía
antes de volver a este tiempo. Si supiera cómo me
abrazaba a cualquier persona que me entregaba un
poco de atención. Si supiera cómo me habían
marcado su presencia y la falta que me hacía. Pero
entonces…
—¿Esa soy yo bailando en el escenario?
75
—Sí, creo que sí.
—Mierda. —Salí corriendo de nuevo hacia el
escenario y me subí sin pensarlo dos veces. Me miré y
me vi tan inconsciente, bailando con mi tristeza,
queriendo un poco de atención, haciendo el show. Fui
hasta mí y me abracé; me sentí llorar.
Bajamos despacio por las escaleras y me llevé al
baño para mojarme la nuca.
—¿Qué pasó?
—No sé. —Estaba tan fuera de sí esa yo.
—Vamos a casa.
—Pero todavía no le dije.
—¿Qué no le dijiste?
—Que es una porquería, que me dejó después de
estar conmigo.
—Te dejó antes de estar con vos, y vos igual fuiste
a buscarlo.
—Pero yo pensé…
—Vos no pienses ahora y seguime a mí.
—Pero yo quiero decirle.
—¿Qué sentido tiene?
—No sé, quiero decirle… —Siempre había sido
así. Eso me hizo verme con dulzura, siempre tenía que
decir lo que sentía; si no, me consumía por dentro.
—Bueno, pero yo te acompaño.
76
—Bueno. —Casi no podía mantenerla en pie. Y
antes de que llegáramos a donde él estaba—: Creo que
tengo sueño, vamos.
—Vamos. —Le hice una pequeña seña a Maxi y
nos fuimos.
La noche había pasado al final. Yo estaba dormida
en mi regazo y Maxi guiando al remisero hacia
nuestras casas.
—¿Qué pasó en realidad? —me preguntó mientras
viajábamos.
—Me drogaban, hacía ese mismo espectáculo en
el escenario, todos se reían de mí mientras yo, casi
desnuda y con la peluca desatada, bailaba sin darme
cuenta. Después me acercaba a decirle que no me iba
a tocar un pelo más e iba a pensar todo ese tiempo
que había sido culpa mía el fin que él ya había puesto,
y no que él era un hombre mayor de edad que
manipuló a una menor para conseguir unos minutos
de sexo. Terminaría llorando en un tacho donde
prendían unos fuegos ya apagados abrazada a la
bandera de egresados sin saber cómo volver a casa
porque había olvidado la dirección; habría llegado
drogada y llorando, y me hubiese encontrado un
infierno en mi casa.
—La querés mucho.
—Me quiero mucho, y me quiero cuidar. Llegué
tarde, o llegó tarde esa conciencia.
—Sí, te querés mucho.
—Y a vos también, y no puedo pedirte que te
expongas a cosas que no deseás. —Tenía que hacerle
77
un bien a su vida, tenía que devolverle el favor—. No
quiero que seas parte de esto.
Él no respondió nada, me ayudó a despertar a mi
yo pequeña y hacerla entrar en su casa. Lo acompañé
hasta su casa y nos despedimos.
Después llegué a la casa de la abuela, mi casa ahora;
sentí que tenía tanto que pensar. Pero faltaban pocas
horas para que ella se despertara, y tenía que estar
entera, así que intenté dormir.
Esos días habían corrido entre preparativos,
compras de vestidos para las invitadas importantes, la
abuela, Antonella, y parece que me apreciaban lo
suficiente como para invitarme también, así que me
propuse encontrar un vestido acorde a la situación.
El cumpleaños se celebraría cuatro días antes de mi
cumpleaños de quince real.
Había buscado un salón perfecto día y noche, y
cuando lo encontré no tenía fecha para el siguiente
fin de semana a mi cumpleaños, así que decidí
festejarlo antes. Dicen que eso trae mala suerte, y no
voy a adjudicarle los hechos posteriores a esa elección,
pero desde el día que había decidido eso todo había
comenzado a empeorar. Unas semanas después de
escoger el salón había fallecido mi tío, en los brazos
de mi abuelo en una madrugada, mientras él
intentaba salvarle la vida. Había sido un infarto, nos
tomó a todos por sorpresa. Mi abuelo no había
podido con esa situación, su hijo muriéndose en sus
brazos. Al tiempo comenzó a descompensarse, a tener
pequeñas internaciones; él, que había sobrevivido a
78
dos infartos y a un corazón a medio latir, no podía
superar la muerte de su hijo. A los meses murió,
también, en la cama de un hospital de un cáncer de
hígado. Dicen que el hígado es el órgano que procesa
los sentimientos, y no lo había podido procesar.
Desde ahí todo había comenzado a caer.
Ahora, dos años después, se celebraría mi
cumpleaños sin mi tío y sin mi abuelo.
Hay días en los que algo, a lo que no puedo
ponerle nombre o especificar qué es exactamente, me
atrapa. Yo lo llamo, generalmente, angustia. Hoy era
un día de esos. Quizás esto de revivir todo lo que me
había pasado tendría que ver, quizás simplemente era
parte de mi forma de sentir la vida, a veces con cierta
alegría extravagante y después con súbitos antojos de
estar tirada el día entero mirando alguna película de
amor que me ayudara a poder llorar y encontrar algún
sentido a mi tristeza. Después de años de terapia había
aprendido a seguir las pistas de los sentimientos, a ir
al fondo de mis conflictos para poder llorarlos,
resolverlos, hablarlos. Pero, esta vez, el centro de mi
dolor provenía del miedo y la incertidumbre de no
saber qué pasaría. En mi historia primera las cosas
irían así: mi cumpleaños se celebraría sin grandes
alegrías, todo lo que habría hecho para verme hermosa
era, en realidad, una forma más de que me amaran ese
día, todo el show habría sido para verme sexy, y en
cada momento iría persiguiendo el amor y la atención
de alguien más. Desafortunadamente, ese alguien más
sería una persona a la que poco le importaba mi
felicidad, y que solo me dejaría el recuerdo impreso
en una foto de tomarme por sorpresa para lanzarme
en el aire con alguno de sus amigos, como se suele
79
hacer con las quinceañeras. En la foto se vería que del
único brazo que nunca me solté mientras estaba en el
aire era el de él. Esa imagen me perseguiría durante
meses y en el comienzo de mis primeros ataques de
pánico. Ahora, bien, quizás me pregunte y me ofenda
por mi idiotez por saberme tan presa de un amor que
me hacía tanto mal, teniendo conflictos más
importantes a mi alrededor. Y solo voy a justificarme
diciendo que ese entretenimiento fue el que me salvó
y me mantuvo atenta a cosas menos importantes que
una enfermedad terminal, los conflictos en mi casa,
los duelos por las muertes y la enfermedad de mi
abuela. Quizás el amor, al fin, sí era lo que salvaba a
la gente. Pero de maneras diferentes a las que
pensamos.
A veces nos preguntan “¿qué harías si pudieras
volver el tiempo atrás? ¿Qué cambiarías?”.
Generalmente, solemos decir que nada, que de todo
lo aprendido nos formamos, pero yo creo que es
mentira. A mí me gustaría poder ahorrarme el
sufrimiento innecesario que viví, o, aunque sea, poder
acompañarme para transitarlo mejor. Quizás, después
de toda esta experiencia, esta yo desaparezca, y eso me
da un poco de miedo. Pero quizás, si esta desaparece,
aparece una mejor y más feliz. Y quizás toda la vida
nos enseñaron que el sacrificio nos llevaba al éxito, y
que el dolor era parte de la felicidad, y que esas caídas
nos enseñaban a levantarnos. Pero yo me pregunto si
no es simplemente una forma más de que aceptemos
cosas que no debemos aceptar. ¿El dolor existe? Sí.
¿Las piedras en el camino existen? También. Pero
también existe la posibilidad de vivir sin eso y aun así
80
ser felices y sabios. Solo que hay que aprender a
aprender de la felicidad.
Se acercó tanto el día, y por fin llegó.
Ese día me decidí a llamar a mi yo pequeña por
teléfono, pero no pude contactarme.
Sabía que iba a ser un día movilizante, así que
intenté hacérmelo lo más feliz posible.
Pusimos música con la abuela y nos probamos los
vestidos, hicimos pruebas de maquillaje y de peinado.
Nos reímos mientras cantábamos canciones viejas
juntas. Una psicóloga una vez me enseñó que debía
tener redes de contención, tenía que hacer una red
mental de personas con las que podía contar, y hoy,
por suerte, por magia o por milagro, podía contar con
mi abuela.
Cuando llegó la hora, nos tomamos de la mano y
salimos a la calle. Nos esperaba mi tío Cris para
llevarnos al salón.
En el viaje solo pude pensar en cómo haría para
hacerme pasar un cumpleaños más feliz, pero estaba
tan confundida todavía que no podía pensar bien.
Entonces se me ocurrió.
La noche llegó al fin, como la recordaba. Había
entrado sola al salón, en ese entonces estaba peleada
con mi papá y creía que lo más real era entrar sin él.
Pude ver también su cara de emoción y de tristeza,
pude ver el amor de mi mamá en sus ojos, vi también
los ojos de mi abuela brillando de orgullo y
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admiración. Vi de cerca los abrazos de la gente que
me quería, vi todo aquello que en ese momento no
había podido ver. Vi también a tanta gente a la que
ahora hubiese echado de un grito, pero no me iban a
sacar la visión general. Entonces fue mi turno de
acercarme a saludar.
Me abracé con tanta fuerza y tanto amor; sabía
todo lo que atravesaba en ese momento, sabía de mis
miedos, sabía de mi amor, sabía de mis conflictos,
sabía lo que esperaba, sabía lo que pensaba, y tanto lo
sabía que también sabía las palabras que podían
ayudar:
—Como te dije, la belleza no está donde vos
pensás, no está en los ojos que te miran, están en vos
mirándote al espejo. Y hoy estás hermosa. Todo, al
final, creeme, va a estar bien. Y, si no está, lo vamos a
arreglar.
—Gracias, te quiero.
Entonces, cuando terminó de decir eso, vi que
llegaba Maxi con un ramo gigante de flores amarillas.
—Creo que te vinieron a saludar.
Esa yo se dio vuelta y salió corriendo a abrazar a su
mejor amigo, a quien nunca debió faltar esa noche. Y
en esta historia no iba a faltar.
Comenzaron los bailes, las comidas, el show. La
noche pasaba al fin, y aunque no quería intervenir en
una noche que ya había vivido, intenté admirar todo
lo que había sido el esfuerzo de mis papás para que
tuviera la fiesta que había soñado. Quizás lo hicieran
por tradición, pero los detalles los había podido
decidir a consciencia y quizás era una de las primeras
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veces que respetaban y acompañaban mis deseos. Vi
bailar a mi mamá, quien adoraba las fiestas, vi bailar
a mi papá junto a sus amigos, llevé a bailar también a
la abuela, quien, por más que renegaba para quedarse
sentada en un intento de resignación por su falta de
movilidad, también vi divertirse escuchando esa
música festiva. Abracé cada momento que viví esa
noche y la disfruté por primera vez.
Hasta que vi ese momento, ese momento donde
de nuevo volvían a alzarme en el aire y yo me agarraba
del brazo de él. Ese recuerdo quedaría perpetuado en
mi memoria. No por él en sí, sino por cómo mi cabeza
tenía la capacidad de hablarles a todos sin que nadie
lo percibiera, ni siquiera yo. Tenía que tomar un trago,
algo muy fuerte que me embriagara hasta dejar de
pensar. Eso había estado invadiendo mi vida el último
tiempo. A mi psiquiatra le decía que la cerveza era mi
ansiolítico en lata, y aunque él se burló de eso, no
llegó a entender la profundidad de la cuestión. Todo
lo que hacía cada día era llevarme a vivir más
serenamente, más confiada, más libre, sin tanto pesar.
Había pocas cosas que me angustiaran tanto como
para hacerme llorar, en realidad, pero a veces
necesitaba hacerlo, y la única manera en la que lo
conseguía era tomándome unos tragos. Comenzaron
a ser mis mejores amigos, y aunque nunca me
consideré una alcohólica, no reniego del lugar que
tenía el alcohol en mi vida. Sentía que me calmaba,
sentía que me ayudaba a vivir. Pero ¿por qué era tan
doloroso vivir que necesitaba de alcohol? No lo sé
todavía, considero seguir investigándolo. En los
últimos años la angustia había invadido demasiados
espacios en mi vida, y yo luchaba cada segundo por
sacarla de ahí, pero no era tan fácil. Por otro lado,
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había algo que me perturbaba cada segundo: mi
TOC. Dicen que los TOC son trastornos obsesivos
compulsivos, y también leí que ellos pueden servir
después de un trauma para asegurarnos que todo va a
estar bien a nuestro alrededor. La vida es pura
incertidumbre, y de nada estamos seguros. Pero si yo
seguía lo que el TOC me decía, sentía cierta paz con
la situación. Sé que eso, en realidad, estaba en mi
cabeza, pero ¿quién más que yo para percibir la
realidad? Le hacía caso en cualquier momento, en
cualquier cosa que me dijera. Ponete esta ropa, aquella
no la uses, no podés escuchar esta canción hasta el
final, no comas eso, tomá la cerveza en tantos tragos.
En cualquier cosa podía estar y me enloquecía, pero
había aprendido a vivir con eso. ¿Qué tan grande es
el estado de alerta en el que una persona puede vivir
para generar semejante trastorno? Todo el tiempo
estaba alerta y todo el tiempo estaba el TOC
intentando protegerme de ese algo exterior que quizás
fuese un miedo generado en el pasado. No lo juzgo,
no me juzgo, me estaba intentando proteger, pero
también era enorme el daño que me causaba. Solo
podía pensar en desarmarlo, en encontrar las razones
de su creación, sus inicios. Necesitaba poder generar
momentos de tranquilidad en los que no se despertara
también, en los que supiera que estábamos seguros,
que no debía cuidarme de nada. Pero era muy difícil,
había sido difícil antes y no cambiaría ahora.
¿Saben lo que es vivir con dolor de pecho? Viví así
los últimos dos años, por lo menos, o hasta cuando
yo recuerdo. Sentía un hueco en mi pecho, un hueco
tan grande y tan lleno de vacío que todos los días me
despertaba con esa sensación. Intentaba pensar que
era una contractura en el pecho, intentaba pensar que
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era por el cigarrillo, intentaba pensar cualquier cosa.
Pero, en el fondo, sabía que era angustia. Y de nuevo
me preguntaba: ¿nunca se terminaría? ¿En serio había
sido tan infeliz como para cargar con tantos traumas
y tanto dolor? Pero, de todos los dolores, el que más
me perturbaba era la soledad. Pero no la soledad de
no tener una pareja, o estar solo en una casa; la
soledad que se encuentra justo cuando nadie a tu
alrededor entiende lo que sos, lo que te pasa, lo que
atravesás. Cuando te dejan solo frente a situaciones
que son dolorosas, cuando te dejan caer en el medio
de una tormenta, cuando sabés que nadie más que vos
va a poder sacarte de esa situación, cuando sabés que
no podés contar con nadie.
Quizás, después de todo, no era tan fuerte como
pensaba, o la fortaleza no se basaba en la
invulnerabilidad. Estaba pasando todo y me
encontraba impotente al no saber qué sería lo mejor
para mí, aun habiendo vivido esas cosas.
En el medio de la fiesta me acerqué a Maxi.
—¿A qué le tenías miedo? —me preguntó.
—Todavía tengo miedo. —Miraba cómo todos
bailaban y comentaban a mi alrededor.
—No lo entiendo, porque no viví como vos esto.
—Hoy empiezan a desarrollarse algunos
acontecimientos que van a terminar de colapsar el día
de mi cumpleaños. —Miré a un costado. Era la mesa
de mis mejores amigos y también estaba él.
—¿De nuevo él?
—Peor. Todos.
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Había demasiadas variables que controlar,
demasiadas personas involucradas. Pero tenía que
hacer una cosa a la vez. Un nuevo plan. Tenía que ser
partícipe activa de ese día. Antes de que por fin
terminara la noche me acerqué a mi yo pequeña.
—Parece que salió bien, ¿qué pensás hacer el lunes?
—No lo pensé bien todavía. Los jefes de mi mamá
me regalaron efectivo, y quizás con eso pueda comprar
cosas para festejarlo en mi casa con mis amigos.
—O sea, depende de ese regalo.
—Digamos. Mis papás no van a darme más plata
para festejar, por lo menos no mi papá, que ni siquiera
me habla, y mi mamá ya se hace cargo de demasiados
gastos míos. Y tendría que ahorrar para la próxima
peluca también. Hay muchas cosas que tengo que
pensar.
—No te preocupes. Si te parece y estás recuperada
el domingo, podemos vernos y lo planeamos.
—¿No te parece muy cerca de la fecha?
—No hace falta demasiado tiempo para una buena
reunión entre amigos.
—Bueno, mi intención no es hacer una pequeña
reunión. Sería, más bien, una fiesta de día.
—Bueno, te voy a ayudar si eso es lo que querés.
—Gracias, voy a la casa de la abuela el domingo y
lo vemos.
El plan primero podría ser buscar ese bendito
regalo y hacerlo desaparecer, así no tendría efectivo
para comprar comida y alcohol.
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Pero no podía. No podía hacerme eso, tendría que
encontrar otra manera.
Mientras tanto, miré nuevamente alrededor y vi
todo eso que esa noche había pasado al lado mío,
mientras yo estaba completamente entregada a mi
papel de mujer que debe llamar la atención para ser
querida, pero sin dejarme querer. Los vi, hablando,
riéndose; vi las miradas entre todos, vi cómo se
hablaban al oído de lo que estaba pasando. ¿Hubiese
servido de algo que hubiera percibido todo eso?
¿Hubiese evitado algo?
Por fin el domingo llegó y nos reunimos. El plan
era el siguiente: teníamos disponible cierto monto de
dinero y teníamos la lista de lo que íbamos a poder
comprar. Me ahorré el momento dulce y bochornoso
de comprarle milanesas para hacérselas en pequeños
pedazos a la napolitana a un imbécil que nada sabía
valorar ni querer. La lista, esta vez, iba a evitar bebidas
blancas, vodka, tequila, licores, y solo agregamos
cervezas y fernet. Sumamos algunos snacks y sobró
efectivo para comprarme algo de ropa. Había sido un
día feliz para las dos, habíamos compartido un
domingo que recordaba como gris y lo habíamos
transformado en algo esperanzador.
Ese día hubiese escrito algo que le regalaría tiempo
después a quien era una de las protagonistas de mi
pequeña caída libre los siguientes días.
Se llamaba “El día que me muera”. Los días festivos
me ponían melancólica y vivía entre una teoría de un
eterno renacer y evolucionar en esta vida, y a su vez
un miedo anticipatorio que me dejaba en el fondo de
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la depresión. Mi cumpleaños siempre se sucedía cerca
de las fiestas, y generalmente estos días se planteaba
una dicotomía en mi casa. Por un lado, mi mamá
queriendo revivir las noches de fiesta con su familia,
en las que venía gente de todos lados y se quedaban
hasta el amanecer. Y, por otro, mi papá, quien nunca
sabía si sus padres iban a estar en la ciudad o estarían
en su casa de la costa, a quien no le festejaban los
cumpleaños, el que se llevaba mal con la mayoría de
sus hermanos por diferencias de formas y
pensamientos. Entonces el ambiente se tornaba
pesado y las peleas volaban por mi cabeza. Mamá, en
general, se iba a llorar a su habitación, y papá se
quedaba abajo mirando la televisión con la vista
clavada. Los años anteriores habíamos pasado fiestas
en restaurantes sin él, ya que prefería quedarse
encerrado, peleado con el mundo, solo. Mientras
tanto, nosotros intentábamos cenar, y cuando llegaba
la hora de brindar la abuela rompía en llanto y parecía
como una ola que nos arrastraba a todos. Sé que ella
no lo hacía a propósito, era de esas mujeres que cuidan
hasta lo que sienten para no molestar a los demás,
pero en esas fechas no podía contenerse o parar de
llorar.
No se trataba siempre de mí, como ven. La
infelicidad rodeaba a los de mi alrededor y me
contaminaba al no poder resolverlo.
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El día que me muera
21 de diciembre de 2009
(Extracciones del texto original)
“Hace quince años nació alguien con quien convivo
todo el día, alguien que siente mis tristezas y vive mis
alegrías. Alguien a quien la vida le pegó duro, alguien
que tiene que llevar una vida diferente. Una
enfermedad, un papá ausente, una mamá que tiene un
gran estrés, una abuela con problemas, hombres que la
lastiman y un corazón que a veces quisiera dejar de latir.
Esa persona es quien desde lo más profundo quiere que
sepan, quiere que entiendan, quiere que sientan por un
segundo su vida. Para eso solo alcanza entender un día
de su vida.
Por la mañana despierta esperando encontrar una
alegría; despierta con la cara lavada, el poco pelo
enredado y un humor privilegiado. Despierta pensando
si llegó un mensaje en su celular de una persona tan
especial, esa con la que nunca va a volver a estar.
Despierta con la esperanza de encontrarse sana. Despierta
buscando en un rostro algo que le devuelva la fe.
Despierta queriendo vivir, vivir lo que está por venir.
Aunque lo que siga le duela.
No son fáciles las tardes, con la abuela no es fácil; no
es fácil verla con esa tristeza en los ojos, con esa lágrima
a punto de ser derramada. No es fácil poner buena cara
cuando tu mundo se cae. No es fácil querer tanto a
alguien que no desea seguir acá.
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Más tarde llega la hora de enfrentarse al enemigo
íntimo, a ese que en su momento valorabas, y hoy ya no
existe en tu historia. Llega la hora de poner cara de mala,
el corazón en la boca y la violencia de escudo. Llega el
momento de los reproches, de querer desaparecer; esos
momentos en los que desearías ser invisible mientras estás
ahí.
Pero siempre están ellos, tu sostén, los que te
mantienen el alma encendida, los que te hacen dar ese
paso más. Sin ellos no existiría un mañana ni un ayer.
Son mis amigos, mis hermanos.
Más tarde vuelven esas ganas de sentirlo cerca, al fin
sentía a alguien como propio. Por fin podía sonreír, por
fin sentía que me enamoraría y sería querida. Porque él
había inventado un mundo en el que viví lo mejor de
mi vida. Pero hoy lo demolió. Hoy desapareció. Y no hay
nada que no daría porque me mintiera como antes, no
hay lo que no daría por seguir creyendo que me quiere,
porque jamás a nadie tanto me entregué. Porque en mi
cabeza solo está su recuerdo. No sé todavía cómo olvidar,
porque jamás nadie sanó a esta pobre de su tristeza como
él.
Tantos años de pelea por su vida, tres años de ser una
enferma, tres años del mismo corazón roto, que ya no
puede romperse más; tres años luchando contra una
sociedad decidida a aplastarla, y una vida que le deja
como enseñanza luchar para seguir viviendo, no para ser
feliz. Eso es cosa de pocos.
Y si me preguntan si soy feliz, les voy a responder:
vivan un día de remedios, de inyecciones, de reproches,
de dolores, de decepciones, de tristeza contenida, de
mentiras; vivan un día en el que cada palabra pueda ser
90
mortal, porque ahora hasta el mínimo detalle te puede
matar. Y el día que muera ya no va a haber marcha
atrás, el dolor implantado, la decepción acostumbrada a
resurgir en su historia, y la fe devastada, gastada de tanto
ser usada para, simplemente, respirar.
La alegría se va a esfumar, el llanto nacerá y ojalá,
por fin, ese día valoren el hecho de que siga acá, por
ustedes, solo por los que me quieren, solo por estar”.
Cuando por fin llegó el lunes me aseguré de estar
preparada para lo que fuera a pasar. Llegamos a la
mañana con la abuela a preparar la casa. Ayudé a
Ayelén a ordenar todo y a poner música. También nos
maquillamos y nos reímos de lo parecidos que eran
nuestros ojos.
—Deberías ser mi hermana mayor, nunca fui
buena para eso.
—Supongo que pasaríamos el día peleando si fuese
tu hermana mayor.
—Pero también podrías cuidarme.
—O ayudarte a hacerlo.
Me miró casi triste y me sonrió. Había empezado
a llegar la gente. Había invitado a más de veinte
personas, mejores amigos, no tan amigos, y a su amor
y su manada.
Cuando me había dado cuenta, ya había empezado
a correr el tiempo, ella bajaba bastante perturbada las
escaleras.
—¿Qué pasó?
91
Suspiró.
—Me peleé con él.
—¿Sabés que no sé cuál de todos es?
—El imbécil que está esperándome en el auto.
—¿No había bajado ya?
—Sí, pero peleamos y le dije que le iba a devolver
el anillo que me había dado, pensé que iba a hacer que
él reconsiderara la forma en la que me estaba tratando.
—¿Querías solucionar capricho e histeria con más
de eso?
Estaba enojada y frustrada con ella, siempre era
igual. Siempre ganaba el capricho y la impaciencia, y
todo se ponía peor cuando se desesperaba. Cuando
me desesperaba.
—No sos peor por enojarte ni por estar dolida por
lo que te hizo, pero, en vez de hacer una escena,
planteá lo que sentís.
—Quizás él no sabe lo que siento y si se lo digo,
bueno, reconsidera.
—O quizás lo que sentís es independiente a él, y
te lo debés a vos, porque en este tiempo no tuviste la
oportunidad de decir nada, solo agachaste la cabeza
para que te quisiera como si fueses cualquier cosa en
rebaja.
—Voy a perder la poca dignidad que me queda.
—Vas a recuperarla. Hacé esto por vos, no por él.
Sacá de una vez toda esa mierda.
—¿Vos decís que tengo que decirle todo, todo?
92
—¿Que pensaste que te estaba induciendo a
hacerle solo una confesión de amor?
—Sí. —Estaba confundida.
—Vos lo quisiste de la manera más sana que
pudiste, y él no te trató bien, no registró nada de lo
que dijiste y sentiste.
No respondió más nada, solo fue a hacerle una seña
para que vuelva a entrar y agarró una cerveza de la
mesa. Yo solo podía recordarme con esa mirada que
ponía cada vez que sentía que algo se estaba rebelando
dentro de mí. Había dos opciones: o no diría nada, o
diría todo. Y eso sería más que lo que había pasado la
anterior vez.
Ese día, en el momento en el que había ido a
buscar el anillo, había encontrado a dos de mis amigas
encerradas en el baño de mi mamá, y cuando quise
entrar se callaron. Me había resultado sospechoso,
pero por más que había preguntado nadie había dicho
nada. Entonces había encontrado el anillo en uno de
los cajones del baño y se lo habría llevado al auto,
donde tendríamos una discusión y dejaría el anillo.
Más tarde, cuando todos empezaban a ponerse
contentos por el efecto del alcohol, vi como
empezaban a descontrolarse poco a poco y a querer
jugar con esas malditas bolas que se hinchaban con el
agua. Frené en ese momento la situación. En la
historia pasada mancharían todas las paredes de la casa
revoleándoselas por la cabeza y dejándome impotente
sin poder hacer nada. Saqué del juego lo que serían
los proyectiles y lo que terminaría por manchar las
paredes blancas de yeso y ensuciar todo el piso,
dándole un motivo más a mi papá, quien llegaría
93
antes de lo previsto, para armar el escándalo de mi
vida delante de todos mis amigos. Él estaba enojado
conmigo, con mamá, con el mundo, y no podía dejar
a nadie ser feliz. No tomaría nada como un chiste de
jóvenes divirtiéndose, cualquier cosa sería la excusa
perfecta para poder castigarme por ser; por ser la hija
que siempre se había revelado a la imposición familiar
que le negaba a cualquiera ser libre de ser y querer lo
que realmente era y quería.
Mientras pensaba en todo eso que había sucedido,
me decidí a ir juntando y tirando a la basura todos los
restos de latas y botellas utilizadas. Cuanto menor
fuese el alcohol que se viera a simple vista, mejor.
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Paréntesis: el punto final
Nada había sido como lo había imaginado. La noche
de mi fiesta lejos había estado de eso. Mientras yo
esperaba que él, al verme tan hermosa, se desesperara por
pedirme perdón, él parecía divertirse sin percibir nada
de eso. Y ahora, que debía ser mi segunda oportunidad
de conquistarlo, habíamos peleado sin sentido. Quizás
Ayelén tendría razón acerca de lo que había dicho sobre
confrontarlo con la verdad, toda mi verdad, todo lo que
sentía y había vivido. Así que tomé mi cerveza y le pedí
hablar.
—Decime. —¿Siempre había sido tan frío? ¿O solo
lo era cuando ya no había nada más que quisiera?
—Estoy enamorada de vos. —Se quedó mirándome
fijo mientras yo en cada momento recobraba más el poder
sobre mí y lo que pensaba decirle.
—No sé qué decirte. Yo te quiero mucho, como una
amiga.
—Está bien, cada uno quiere como puede, pero quiero
aclararte que todo lo que hice y me dejé hacer era por
estar cegada por eso que sentía, nadie me había hecho
sentir las cosas que sentí cuando estábamos los dos —hice
una pausa—. Salvo que tampoco pudiste ver más allá
de eso que te mostraba, no te juzgo. —Todavía no lo
haría, no estaba preparada para entender lo que había
pasado—. Solo puedo decirte que no me gustó para nada
cómo me trataste las ultimas veces.
—Perdón si en algún momento te hice sentir mal.
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—Sí, me hiciste sentir bastante mal varias veces.
—Perdón, no sé qué decirte.
—No, definitivamente lo tuyo no son las palabras,
pero, en fin, es bueno poder hablarlo, no me siento mal
porque no me quieras, o sí, pero eso es otra cosa. Me siento
mal porque no me cuidaste ni un poco. —Había podido
entender eso diciéndolo en voz alta. No me había sentido
cuidada ni querida, por el contrario, me había reducido
a tan poco que estaba lejos de cualquiera de esas cosas.
—¿Cuándo no te cuidé? —Ahora parecía enojado
conmigo.
—Quizás el día del auto, o la vez en tu casa.
—Pensé que la habías pasado bien.
—No te fijaste ni un segundo en lo que me estaba
pasando, ¿no? Yo quería llorar del dolor.
—Dicen que siempre duele la primera vez.
—No tiene por qué ser así, y no tuviste por qué ser
tan bruto.
Se hizo un silencio y ya necesitaba terminar esa
conversación para disponerme a llorar.
—Y yo no tuve que ser tan idiota pensando bien en
un hombre que había conseguido mi teléfono gracias a
que la chica con la que salía me había escrito para
avisarme que estaba bien, pero eso es otra cosa.
—Bueno, me parece que estás diciendo cualquier cosa.
—A mí me parece que te dije todo lo que tenía para
decirte, ya te podés ir.
¿Lo estaba echando? Sí, lo estaba echando. No quería
verle la cara de pobrecito mientras me demostraba que
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nunca había pensado en mí más que como una cosa, un
premio más, una conquista. Nunca había escuchado ni
visto más allá del tiempo hasta llegar a lo que él quería.
Había aprendido con el tiempo y con los discursos
de mi alrededor a percibirme a mí y a mi sexualidad
como una cosa. “Tenés que ser y parecer”, “No te
regales”, “No confíes en los hombres, solo quieren
usarte”, “Tenés que hacerte valer”. Todos esos dichos
escondían dentro de ellos la suposición de que las
mujeres éramos “cosas”. Por el contrario, un sujeto no
se puede regalar, ni usar, ni valer como sí lo hace una
mercancía. En el intento de la supuesta búsqueda de
respeto, que también esconde un sentido de seguir
impolutas para brindarle “la sagrada virginidad” a ese
hombre que nos va a rescatar, dejábamos atrás la
posibilidad de ser sujetos que puedan disfrutar y sentir
placer. Entonces, cuando queremos darle algo
importante a alguien, entendemos que todo lo sexual
es importante, ya no por nuestro placer, sino porque
es algo cosificado que podemos dar como se da un
objeto, un regalo. Cuando pasa el acto, nos sentimos
desgastadas, usadas, y esperando ese amor que
merecemos por el simple hecho del intercambio de
nuestra mercancía. Y cuando no aparece, nos
frustramos. Sentimos que tenemos un valor, y ese
valor se ve en la misma medida que se ve en las
mercancías; posee en sí un valor de uso y un valor de
cambio. ¡Cuántas ideas que parecían estar ahí para
cuidarnos en realidad no hicieron más que mutilar
nuestro sentir y nuestra dignidad como mujeres que
pueden elegir sobre sus cuerpos!
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Yo no había sabido nada de esta charla. Hasta que
llegó mi papá, su papá. No llegó a saludarnos para
mirar desde su resentimiento todo lo que estaba
pasando afuera. Había gente festejando, jóvenes
alegres y divirtiéndose. Y aunque había intentado
evitar cualquier cosa que desatara a la fiera, había
olvidado lo que él vería.
Cuando, sin saludar a nadie más, subió las escaleras
para revisar las habitaciones, corrí detrás de él y me
adelanté a entrar a lo que sería mi cuarto en ese
entonces, donde estarían unos amigos en una
situación complicada para explicar.
—Hola, Juan.
—Hola, ya nos saludamos abajo.
—Sí, perdón, tengo que ir a buscar la medicación
de Leli que dejé en la habitación de Ayelén, permiso.
—Sí, pasá, fijate que no haya nada raro.
—Sí. —Respiré de nuevo cuando lo vi entrar al
baño de al lado y cerrar la puerta. Abrí la puerta de la
habitación y les pedí que en silencio desaparecieran
de la habitación. Ordené todo lo más rápido y sencillo
posible, y volví para hablar con mi yo pequeña. Se
tenía que terminar la fiesta.
—Ayelén, acercate un segundo. —Sabía que no iba
a parecer la buena de la película en ese momento con
el grado de alcohol que llevaba en mí esa yo.
—¿Qué pasó?
—Tenemos que terminar la fiesta para que puedas
seguirla a la noche con tus amigos en la fiesta de
egresados que sé que tenés.
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—No quiero que termine ahora, es la primera vez
que puedo tener a todos en mi casa.
—Sí, pero si no hacés esto, no vas a ir a la
verdadera fiesta.
—Te odio —dijo borracha, y se dispuso a
explicarles a todos una mentira muy bien inventada
acerca de que vendría el resto de la familia y que
debían despejar el lugar.
Los primeros en irse fueron el imbécil y su manada,
después siguieron los que no sé qué hacían ahí, y por
último unos de sus mejores amigos y sus amigas.
Todos se encargaron de ayudarnos a limpiar y se
dispusieron a irse uno a uno cuando eso había
terminado. Por fin nos habíamos quedado solas un
segundo cuando escuché que llegaba mamá.
Entonces, y a pesar de tener miedo de lo que ella
pudiera vivir esa noche en la fiesta, sabía que era algo
que quería y me dispuse a convencer a Marcela de que
tenía que dejarla ir a la fiesta, que yo la llevaría hasta
la casa de su amiga y que esa noche estaría ahí para
cuidarla. Sin esperar que Juan bajara, al primer
momento que dijo que sí llamé a un remís, la dejé en
la casa de su amiga y con la abuela nos fuimos a
esperar. Aunque ella no supiera exactamente qué
esperábamos.
Cerca de las doce pasé a buscarlas por la casa donde
habrían hecho la reunión. Algo me alegraba saber que
la historia había cambiado, no estaría llorando toda
la noche encerrada en su habitación después de los
gritos de papá y mamá, después de los castigos,
después de hacer que limpie todo, después de no
entender nuevamente que solo quería vivir como una
99
adolescente algunos días. Ese día fue un día
avergonzante también para mí. Parece que estaba
cansada de llorar, cansada mentalmente, parece que
no encontraba ningún ámbito donde me sintiera
contenida, parece que mi familia no me entendía, mis
amigas se estaban yendo de fiesta, y parece que se me
presentó la idea de inducirme al sueño. Me da
bastante vergüenza recordar eso. Seguía queriendo
llamar la atención, y aunque conocía los límites, por
lo menos los de mi supervivencia, estaba
levantándome la mano. Tomé dos ansiolíticos que
conseguí en el cajón de mamá y me sentí relajar.
Quería dormir y así lo hice, pero recuerdo el miedo
que sentí al tomarlo. Recuerdo que era más que un
deseo de dormir; sentí ganas de apagar el dolor, de
taparlo con algo más. Y eso hasta hoy me da miedo.
¿Cuál es el límite en el instinto de supervivencia que,
con tal de apagar un dolor, puede encender otro?
Pasaron algunos años hasta que, en un libro de esos
que te salvan la vida, encontré una frase. Decía:
“Promete no levantar nunca más la mano contra ti
mismo”.
Cuando me vi salir tan feliz de estar con mis
amigas, solo pude sonreír.
Subieron al remís y nos fuimos directo a la fiesta.
Cuando llegamos ya estaban casi todos ebrios y
bailando. Esta vez quise disfrutar de la noche,
descansar un poco del plan. Bailamos entre todas y
nos reímos toda la noche. Cerca de las cuatro sabía
que era la hora de devolver a mi yo pequeña a su casa.
—Tenemos que irnos, prometí devolverte a esta
hora.
100
—Un rato más.
—Un rato más sabés que implica llegar y que
tengas problemas, no solo vos, sino que yo también,
me comprometí. Por favor, vamos.
—Está bien, saludo y vamos.
Saludó a todos sus amigos y, cuando apareció el
imbécil, vi cómo lo abrazó olvidando de repente todo
lo que había ocurrido más temprano.
—¿Estás bien? —le pregunté cuando subimos al
remís.
—Sí, supongo.
—Bueno, me alegro.
—No estuvo tan mal.
—No, aunque… —hizo una pausa—. ¿Podés creer
que se acercó cuando ya me estaba yendo?
—Increíble. —Me callé todo lo que pensaba en
realidad de ese pobre tipo.
—Creo que está con alguien.
—¿Sí?
—Sí, no sé.
Habíamos llegado cuando de nuevo sentí miedo
de lo que podía pasar y cómo podría afectarla,
afectarme.
—Bueno, nos vemos mañana.
—Nos vemos mañana.
101
Al día siguiente me dispuse a armar un desayuno
para todas.
Pero, cuando la vi, supe que había pasado todo
igual, a pesar de mis intentos de evitarlo.
—Hola, abue. —Fue lo primero que dijo casi
llorando, casi pausada por algo que le recorría el alma.
La abrazó y se fue directo a acostarse.
Yo, por mi parte, intenté contenerme y desayuné
con la abuela. Cuando pasó el tiempo decidí
acercarme a corroborar lo que ya sabía.
—Hola, Aye, ¿qué pasó? Hasta ayer cuando te dejé
estabas tan bien…
—Me escribieron —me dijo con la mirada
perdida.
—¿Quién te escribió?
—El mejor amigo.
—¿De quién?
—De él.
—¿Por qué te escribió el mejor amigo?
—Porque salía con mi mejor amiga.
—No entiendo. —Pero sí entendía, entendía cómo
se sentía, entendía todo eso que me estaba diciendo,
ya lo había vivido.
—Mi mejor amiga estuvo con él —me dijo como
diciéndoselo a ella misma, que todavía no terminaba
de entenderlo.
—¿Con el chico que te escribió?
—No.
102
—Ah.
—Me escribió un rato después de que llegué a casa,
lo leí cuando me desperté. El mensaje decía que los
había visto besándose afuera.
No encontraba las palabras para contener la
situación, pensé que había podido evitar eso, no había
planeado nada si llegaba a pasar esto de nuevo.
—Mi mejor amiga, ¿entendés? La que sabe lo que
estoy pasando, la que sabe lo que vivo, lo que vivo
conmigo, en mi casa, lo que viví con él, lo que siento,
lo que le dije; mi mejor amiga, que debería estar
cuidándome.
—Sí, entiendo.
—Y él, ¿no podía buscar a otra persona?
—A esta altura deberías saber que poco le importa
lo que vos sientas.
—Sí, le escribí.
—¿Le escribiste?
—Sí, le dije que era una porquería.
—¿Y qué te dijo?
—Que nosotros no éramos nada.
Me abracé y me sentí llorar. Hubiese querido
evitarme todo ese sufrimiento nuevamente, y no lo
había logrado.
—¿Sabés qué me da bronca? Me da bronca no
poder procesarlo, no poder entender cómo les
importó tan poco lo que yo vivía, lo que sentía.
—¿Puedo decirte algo?
103
—Sí.
—¿Alguna vez pensaste cómo se sintió tu otra
amiga cuando vos hiciste algo similar?
—No.
—No, solo te justificaste, porque uno no elige de
quién se enamora.
—Es diferente.
—Claro que es diferente, y no te hablo de que sea
una especie de castigo, solamente que quizás era algo
inevitable, podía pasar.
—¿Sabés qué? Me acuerdo de la conversación que
estaban teniendo en el baño mis amigas. Era sobre eso,
sabían desde antes y nadie se animó a hablar conmigo.
—Quizás no sabían cómo manejarlo.
—¡Dejá de justificarlos!
—No los estoy justificando, solamente intento
explicarte que no es porque vos no seas lo
suficientemente buena para alguien, solo que a veces
no es esa persona, ni son esas personas, y quizás debas
replantearte tus códigos con tus amistades, y
replantearte qué cosas vas a permitir en tu alrededor.
—¿Y qué tengo que hacer entonces?
—Perdonarlos y perdonarte a vos.
—No puedo perdonarlos.
—Sé que todavía no, pero en algún momento lo
vas a tener que hacer. ¿De qué sirve guardar tanto
rencor? ¿Te va a devolver la confianza?
—Dejame sentir lo que siento.
104
Tenía razón, era algo que no se le permitía a la
gente, sentir. Sentir ningún tipo de sentimiento. Si
eras muy feliz decían “no lo muestres”, “no te
entusiasmes tanto”, hay una cultura de infelicidad,
pero, cuando sos infeliz, “no estés triste”, “no podés
estar mal por eso”, “ya va a pasar”. Esta última era la
única en la que no estaba tan en desacuerdo; algún
día pasaría el dolor, la traición, el desengaño. Pero
primero había que transitarlo, vivir todo eso.
—Sentí lo que quieras sentir, y cuando te sientas
preparada transformalo.
—Solo quiero irme lejos.
—Quizás esa sería una solución para distraerte en
este momento, pero no va a aliviar el dolor. Tenés
razón, sentí, llorá, te presto estos papeles para que los
rompas, los destruyas, expreses toda tu ira.
—Va a pasar, ¿no?
—Sí, va a pasar, como siempre pasó todo.
—Pero todavía siento dolor por muchas cosas que
ya pasaron hace mucho tiempo.
—No hay un tiempo determinado.
—Gracias por estar conmigo.
Sí, siempre había sido eso. El que exista un otro
que nos haga sentir escuchados, protegidos,
acompañados, no evitaba que sucedieran cosas malas,
pero hacía que fuesen mucho menos pesadas para uno
mismo.
Después de esto, se recostó y se quedó dormida.
Quizás eso la ayudaría a procesar toda la información.
105
Mientras tanto me decidí a pensar en eso que le
había dicho sin saber. Perdonarnos, si tenía que
perdonarme nuevamente por no poder con todo, por
no haber podido evitar todo ese dolor. No sabía bien
lo que estaba pasando todavía, supongo que nadie
podría explicármelo, pero ¡cuánto dolor había evitado!
Alguien tenía que agradecérmelo y nadie mejor que
yo para hacerlo. Sentí en ese momento cómo la carga
iba disminuyendo, el dolor de pecho ya no era tan
fuerte como siempre. Había dejado de percibirlo hacía
algunos días, pero no me había parado a pensar en
eso.
106
LAS DESPEDIDAS
No sabía cuánto tiempo más podría quedarme
cerca, había evitado varias veces que me quisieran
poner en blanco alegando que tenía un embargo por
una deuda de hacía algunos años y que, al tener una
cuenta, entonces me retendrían el dinero. Pero
¿cuánto más?
Tenía que idear nuevamente un plan para poder
dejar las cosas lo más en orden posible. Había varias
cosas por hacer todavía; tenía que encontrar una
persona idónea que pueda cuidar a la abuela, tenía
que dejarle algunas indicaciones a mamá para cuidarse
y cuidar a la familia, tenía que poder hablar con mi
papá acerca de cosas que, si no, me llevaría años
sentarme a hablar y quizás fuese tarde para entonces,
tenía que hablar con Maxi y tenía que dejarme una
ruta para volver a mí de regreso cada vez que me fuera
de mí misma en los años siguientes.
Ya habían pasado varios días hasta que terminé de
organizar todo.
Decidí comenzar con Maxi. Fui a buscarlo a su
casa cuando me enteré de que le habían destrozado la
cara en una pelea en la calle cuando intentaban
robarle.
Cuando lo vi, juro que hubiese dado cualquier cosa
para poder tener la oportunidad de partirle la cabeza
a quien le había hecho eso.
107
—No podés entrar porque está mi mamá y va a
hacer preguntas incómodas acerca de quién sos, y
después va a venir el interrogatorio por ver a una
mujer que me lleva nueve años.
—Veo que tenés un gran día.
—El mejor de todos.
—¿Qué pasó?
—Sabía lo que iba a pasar, sabía que no tenía que
pasar por ahí, pero pasé igual.
—¿Por qué querrías que te peguen así?
—Porque no quiero sentir lo que siento.
—Bueno, no creo que haya ayudado demasiado.
Cinco minutos de adrenalina, un par de golpes y
cortes.
—Siento mucho dolor y no sé qué hacer con él,
todo está por desmoronarse, estoy por perder el año
por estar distraído.
—Distraído, ¿por qué?
—Por cuidarte.
De nuevo, sin darme cuenta, lo había llevado al
mismo lugar. A él la historia no le había cambiado,
todo seguía su curso normal, y terminaría al final
odiándome, odiándose y sufriendo. Queriendo ser
cualquier cosa menos él, con tal de sentirse fuerte y
seguro. Olvidaría todo lo que es en el camino. Porque,
para él, la historia no había sido fácil tampoco, ni lo
que vendría.
—Tengo que contarte algo.
—Decime.
108
—Esto no va a cambiar, a menos que vos cambies
con respecto a mí. Intentá no perder el año, y si lo
perdés andá a estudiar a otro lugar. Tenés que
prometerte alejarte de mí.
—Me hace sufrir estar cerca tuyo, pero a la vez es
lo que quiero.
—¿Sufrir?
—Parece que sí.
—Porque hayas aprendido a vivir así no significa
que siempre tenga que ser así.
—Tengo miedo.
—Yo también.
—¿En algún momento te vas a enamorar de mí?
—No —mentí, pero era lo correcto.
En este tiempo había aprendido muchas cosas de
mi yo pequeña. Había visto esa capacidad de amar
que nos hace vivir, me había visto estamparme contra
las paredes muchas veces, pero sin perder esa
capacidad de sentir. Había sabido perdonar también
mis errores y los de los demás. Con el tiempo, me
había vuelto mucho más calculadora, más fría, aunque
dentro de mí siempre quería salir esa yo libre ante ese
mundo que me heriría tantas veces, y aun así lo seguía
eligiendo; había elegido muchas veces seguir viviendo
desde esa mirada esperanzada. Recordé un
pensamiento que tenía recurrente en ese entonces.
Pensaba que amar a alguien era independiente de lo
que ese otro sintiera hacia mí, y que eso conllevaba
aceptar lo que ese otro deseaba para su bien. Ahora le
restaría un poco de martirio, y pondría más
109
aceptación y la idea de seguir adelante y no vivir tan
de cerca todo ese amor.
—Amame, pensá en mí con amor y dejá que pase.
—Dejá de hablarme como si me hablara un libro
de autoayuda.
—Vas a terminar hablándome así vos si no te digo
esto.
—No creo.
—Creeme, un día me dijiste cómo sería yo si
seguía siendo como era. Me hizo pensar mucho y me
hizo evitar muchos recorridos que me llevarían a eso.
Ahora te toca a vos escuchar esto.
—No sé si quiero seguir escuchando.
—Me voy a ir dentro de poco, no sé a dónde, y si
lo supiera tampoco te lo diría, pero antes tengo que
decirte que sos una de las personas más maravillosas
que conocí en mi vida. Tu capacidad de quererme más
allá de todo lo malo en mí, esa capacidad de cuidar a
los tuyos, tu imaginación y esa alegría con la que
levantás a un muerto. Tu locura va a salvarte muchas
veces, y no significa que seas solo eso. Sos eso y mucho
más también, no sos una sola cosa, intentá buscar un
equilibrio. Ni solo el chico triste que se esconde detrás
de un chiste, ni solo el chico que no puede hablar
nada serio. Sos todo lo que hacés para vivir y tu
capacidad de poder elegir cómo querés vivir.
—Te voy a extrañar mucho.
—Yo te voy a extrañar a vos también, pero es parte
de seguir adelante, dejar que puedas buscar tu
felicidad y no condicionarte a mis tiempos.
110
—No sé.
—Sí sabés, siempre lo supiste, solamente no
querías asumirlo.
—Creo que tengo que volver a entrar, pero antes
de irte avisame, por favor.
—Estoy haciendo eso. —Entonces me miró fijo,
no había entendido que esto era una despedida y,
aunque yo tampoco quisiera que fuese así, esta vez
tenía que pensar en alguien más que en mí. Su historia
también podría cambiar. Con todo mi desprecio había
hecho que él pensara que era menos que nada, y había
vivido a través de ese pensamiento el resto de su vida.
No sabemos lo capaces que somos de destruir a una
persona que nos quiere, hasta que pasa. Quizás él no
viviría al lado mío como hubiese querido, pero sería
feliz, y era lo menos que se merecía por haberme
acompañado.
—No te vayas.
—Sí, me voy a ir y vos vas a ir adentro a ponerte
más hielo en esos moretones. Te vas a concentrar en
cuidarte y vas a leer algún libro de esos mágicos que
te gustan. Vas a entrenar, vas a estudiar y vas a ser el
mejor de todos.
Nos abrazamos como en mis sueños actuales, en
los que volvíamos a ser los amigos inseparables, en los
que me alzaba en el aire y me hacía flotar de un lado
al otro. Todavía seguía siendo físicamente más grande
que yo y podía hacerlo.
Me fui llorando, pero sabiendo que este sería el
mejor regalo que podía hacerle, y a la vez sería la única
forma de perdonarme por cómo lo había hecho sentir
111
durante tantos años, algo que me atormentaría más
tarde.
De a poco no solo el dolor en el pecho había
disminuido, sino también las pesadillas. Había
adoptado el hábito de memorizar mis sueños para
luego llevarlos al papel, hacer así una recopilación de
ellos y entender qué pasaba por mi cabeza.
Un día soñé que me encontraba caminando por las
calles de una avenida con muchas tiendas, por lo visto
no tenía puesta más ropa que un traje de baño.
Caminaba justo cuando me encontré con una chica que
en ese entonces era la exnovia del chico que me gustaba.
Caminábamos a la par, justo cuando aparecieron dos
bolsas en mis manos. Entonces decidí que debía
cambiarme, y al costado de la calle por donde pasaba
había una pared de ladrillos que conducía a un lugar
donde poder esconderme para hacerlo. Pero, cuando me
acerqué, había un pequeño espacio por el que pasar al
otro lado, era un cuadrado muy pequeño donde
posiblemente cabría, olvidando, claro, mi claustrofobia.
Recuerdo que me dolió bastante pasar por ahí, era un
dolor mental, el dolor por el encierro y la asfixia. Cuando
por fin logré pasar, me encontré en las vías del tren. Justo
cuando alcancé a cambiarme, vi que venía uno. Entonces
salté muy rápido y con fuerza, y logré subirme a ese tren
que por lo visto no tenía techo. Pregunté entonces a dónde
iba y recuerdo que me decían un destino que no conocía.
Cuando quise bajarme, ya que no quería dirigirme a
ningún otro destino, el tren se convirtió en un avión.
Durante el ascenso sufrí el mismo miedo que sufro
cuando subo a uno, pero aumentado debido a que no
quería ir a ningún lugar. Fue ahí cuando decidí tirarme
del avión sobre la avenida que había debajo. Era una
112
locura, iba a matarme, pero cuando lo hice la avenida
estaba cubierta de agua y no me lastimaba siquiera. Tuve
unos segundos de tranquilidad cuando vi que unos perros
enojados se acercaban a mí, ladrándome y con
intenciones de atacarme. Solo pude nadar lo más rápido
posible hasta una esquina. En esa esquina había una
casa, y dentro una tele prendida en la que sonaba un
tema de Coldplay, “Luces de navidad”.
Gracias a una voz interior que siempre me llevó a
escribir estos sueños, un día pude presentarlos en una
sesión de terapia. Pude saber que, mientras se
aparecían situaciones malas, en mis manos tenía las
herramientas para salir de ellas. Las había generado a
través del tiempo. El problema es que, mientras
intentaba resolver esos problemas, terminaba
llevándome a lugares donde no quería estar en un
intento de huir, y esos lugares cada vez se volvían más
indeseables y más difícil se tornaba salir de ellos. Pero,
aun así, el sueño me mostraba que salía, y con costos
bastante bajos. Al final lograba llegar a un lugar donde
me sentía cómoda, viendo brillar luces de navidad.
Desde entonces, siempre quise tener conmigo luces
de navidad, en cada casa en la que viviera, en cada
rincón. Eso lo convertía en un hogar, en mi refugio.
Fue cuando decidí hacer de la casa de la abuela un
hogar más hermoso. Con el paso de los años la
humedad había ganado la batalla, las paredes se
descascaraban y las manchas abundaban en todos los
rincones. Tanto como la vida de ella cada día se iba
apagando, la casa mostraba esa actitud.
113
Compré, entonces, con los ahorros que había
juntado hasta ese momento, algunas pinturas, algunos
manteles nuevos, algo de vajilla y luces de navidad.
Me tomó más de dos semanas terminar de arreglar
la casa, pero utilicé ese tiempo para escuchar algunos
tangos con la abuela, para cantar el Ave María que a
ella tanto le recordaba a su juventud en el convento,
para charlar acerca de sus sueños, sus deseos. Una
persona nunca debe dejar de desear, de soñar, por más
pequeño que sea ese deseo. Quería devolverle esas
ganas de vivir.
Uno de esos días vino mi pequeña Ayelén. Hubiese
odiado que le dijera así, como me la imaginaba
mentalmente; desde chica me había sentido más
grande de lo que era.
—Buenos días, gente —dijo.
—Buenos días, Ayi —dijo la abuela.
—¿Puedo ayudarlas?
—No te viniste vestida para eso, pero está bien,
ahora te busco algo que puedas ponerte. —Me
gustaba estar con ella, que me contara desde esa visión
sobre la vida, sobre sus sueños.
Le traje un pantalón que me quedaba chico, uno
de los que me habían dado en la parroquia, y una
remera de la abuela que ya no usaba. Listas para
ponernos a pintar, me dispuse a saber también cómo
seguía ella.
—¿Qué decidiste al final?
—Los quiero lo suficiente como para perdonarlos.
—¿Qué pasó?
114
—Parece que se quieren.
—Y…
—No era bueno para mí.
—Me alegra que hayas podido ver eso también, ¿y
tu amiga?
—Quisiera hablar con ella sobre las cosas que
pasaron en profundidad, pero no sé cómo hacerlo sin
que parezca que quiero que no estén juntos.
—¿Querés que estén juntos?
—Quiero que sean felices, eso quiere uno para la
gente que quiere, ¿no?
—¿Ya resolviste la otra pregunta que te estuviste
haciendo este tiempo?
—No entiendo de qué me hablas.
—¿Cómo pensás encontrar el amor si no buscás el
amor?
—No entiendo por qué me decís eso.
—Buscás una relación con el príncipe azul, y si es
rosado, no importa, lo pintás. Te imaginás la casa, el
casamiento, los hijos. Tiene que llenar ciertas
características y, si hay química, mejor. Ahí empieza
la carrera. ¿Cómo no vas a estrellarte cada vez? Apenas
te estás conociendo, apenas podés con tu vida y lo que
pasa alrededor. Entiendo que quieras buscar quien te
ayude, pero te juro que posiblemente en un hombre
no lo encuentres. Tampoco quizás en una mujer.
—¿Entonces?
—Entonces va a tener que ser algo más que la suma
de las cosas. Aprendé a relacionarte paso a paso,
115
disfrutá y celebrá tener una buena charla, aprovechá
los oídos que te quieran escuchar y las palabras que te
puedan brindar, nutrite de esas experiencias, prestales
atención. No los mires esperando que terminen de
hablar para poder vomitarles todas tus grandes
experiencias y tu superioridad. Si querés vincularte
con otros encontrá qué hay en los otros realmente y
no te enamores una y otra vez del espejo, de tu
creación en el otro. A menos que quieras vivir en una
mentira y solo puedas enamorarte de una manera
meramente narcisista de vos y toda tu entrega mártir
por amor hacia un otro que ni siquiera sabés quién es.
¿Todavía lo querés?
—No sé, estoy haciendo un ejercicio que encontré
en un libro de mamá. Cada vez que pienso en él,
bloqueo ese pensamiento, y cada vez aparece menos
en mi cabeza.
—¿Estás intentando controlar tu cabeza? Bien por
vos.
—No entiendo —me dijo.
—Quiero decir que este último tiempo no pude
controlar nada de lo que me pasaba, se me escapaban
las emociones por todos lados, entre el llanto, la
alegría, los sueños, el cuerpo se expresa sin poder
controlarlo.
—Ahí tenés que rendirte ante eso.
—¿De dónde sacás todas esas palabras?
—De unos libros que leo.
—Los libros te pueden abrazar siempre, ellos
nunca se van. —Eso había sentido siempre. Cuando
estaba mal, tomaba cualquier libro y lo llevaba
116
conmigo como una compañía; cuando quería llorar
lo apretaba contra mi pecho, y así seguía la vida. Así
me sentía un poco menos sola. En cada página habría
un personaje, una historia, un mundo que me
acompañaba.
—¿Y vos qué hacés cuando estás mal? —me
preguntó.
—Intento ir a montar a caballo, aunque ya hace
tiempo que no lo hago. —Ella me miró entonces con
total admiración.
—Me encantaría poder hacerlo.
—¿Lo hiciste alguna vez? —Sabía cuál era la
respuesta, pero no recordaba qué pensaba en aquel
entonces acerca de eso.
—Sí, cada vez que puedo, es mi instante de
felicidad.
—Deberías hacerlo entonces.
—No sé dónde se hace, ni tengo plata para pagar
esas clases.
—Podría invitarte. —Me alegraba hacer feliz a los
míos, me llenaba de esperanza y de amor. No quedaba
demasiado efectivo de lo que tenía ahorrado, pero
alcanzaría para pagar algunas clases.
—No, no creo que puedas.
—¿Por qué no? —¿Qué cabo se me había escapado
ahora?
—Estoy castigada y no puedo salir más que para
venir a ver a la abuela.
—¿Qué pasó ahora?
117
—Discutí hace unos días con papá.
—¿Pero no era que no se hablaban?
—Sí, justamente por eso. Le dijo algo a mamá y
yo le contesté.
—Está bien —suspiré—. Vamos a ir igual, a
escondidas, algo se me va a ocurrir.
—¿En serio? —Me abrazó entonces con todo el
cuerpo cubierto de pintura— Gracias, gracias. —
Daba pequeños saltitos de alegría.
Unos días después ya había conseguido dos lugares
para una clase de equitación. El plan era decir que
debíamos ir a un turno con el médico de la abuela
durante esas horas. La abuela vendría con nosotras
como de paseo y podríamos ir a la clase.
Esa mañana nos preparamos con los elementos que
teníamos a mano, una calza, unas zapatillas y una
remera cómoda. El resto nos lo prestarían en el club
hípico.
Tomamos un remís y nos dirigimos ahí.
—Estoy tan emocionada —me dijo—. Es un día
feliz, hace mucho no tengo días felices.
—Me alegro. —Yo también estaba emocionada,
hacía meses que no montaba. Era un día feliz, tenía
razón, estábamos saliendo de paseo con la abuela a un
lugar con mucho verde, grandes árboles de eucalipto,
pasto verde, caballos por doquier.
Cuando llegamos nos mostraron quién sería
nuestra profesora y dónde se encontraban los cascos.
Su caballo se llamaba Amiguito y mi yegua, Morena.
Siempre me habían causado gracia los nombres que
118
se disponían a ponerle a los caballos, hermosas bestias
que se alzaban sobre nuestras cabezas, con esos
cuerpos que lograban tirar de cualquier carro, ese
pelaje tan brillante y perfectamente peinado más allá
de que el viento soplara en contra.
La clase transcurría de manera tranquila cuando
ella decidió hacerle caso a su capricho y no vi venir lo
que iba a pasar. Llevaba al potro más grande del
campo a correr y él se ponía en posición de saltar la
valla. Fueron unos pocos segundos, pero los
suficientes como para ver cómo salía volando y
golpeaba su cabeza contra el suelo.
Un grito fue lo último que escuché antes de
bajarme del caballo para ir a buscarla. Su cabeza
sangraba y estaba inconsciente. Los signos vitales eran
casi imperceptibles. Me quedé mirándola y pensando
qué había hecho. No sabía si había sido yo, con mi
ímpetu de salvarla y salvar a todos de la pena, la que
la había llevado a estar ahora inconsciente entre mis
brazos; si había sido ella, que todavía no podía
contener sus impulsos, la que la había llevado una vez
más a romperse la cabeza, aunque esta vez más allá de
las metáforas. No podía morirse, no podía morirme.
¿Qué pasaría con nosotras? Me tenía en mis manos y
no podía creer todo lo que habíamos vivido en este
tiempo. Me amaba, era verdad, me amaba mucho más
de lo que jamás me había amado. Era yo, era mi
historia, mis impulsos, mis alegrías, mi llanto, era
todo lo que había vivido y todo lo que viviría. Tenía
que vivir.
Todavía paralizada, vi cómo corrían a llamar a un
médico. Cuando la ambulancia llegó, subimos con la
abuela, que apenas podía mantenerse quieta de cómo
119
le temblaba el cuerpo de los nervios. Había causado
tanto daño intentando repararlo.
Cuando llegamos al hospital, se la llevaron a la sala
de urgencias. Supe después de unos minutos que
habían logrado reanimarla, cuando salió el primer
médico a darnos noticias.
—Familiares de Di Iorio.
—Acá —dijimos al unísono con la abuela.
—Logramos reanimarla, pero perdió demasiada
sangre y necesitamos donantes.
—Yo puedo donar. —No sabía si era lo correcto
después de mi pasado clínico—. Debería hacerme
estudios ya que tuve una enfermedad autoinmune
cuando era chica, pero soy del mismo tipo de sangre.
—Necesitamos otros donantes entonces, es
urgente.
—Tenemos que llamar a Marcela —me dijo la
abuela.
Las mentiras se iban a terminar en ese momento si
la llamaba, pero si no llamaba iba a morir. Mamá era
el mismo tipo de sangre y la necesitábamos acá.
—Está bien —dije, y me dirigí a un teléfono que
nos habían prestado para llamarla. Apenas atendió
supo que algo estaba mal. Decidí por esta vez no
omitir nada, y ella decidió que su enojo hacia mí lo
dejaría para después, ahora había cosas más
importantes. Estaba la vida de su hija de nuevo en
peligro.
Vinieron con Juan al poco rato. Mamá no paraba
de llorar y de llamar a todos los conocidos que
120
teníamos para pedirles que se acercaran a donar.
Teníamos poco tiempo para salvarla, para salvarme.
Cuando consiguió los suficientes, logré volver a
respirar de nuevo. Ahora todos esperábamos nuevas
indicaciones.
—Bueno, parece que responde bien, cuando se
estabilice un poco más tenemos que hacerle algunos
estudios. Es probable que tenga algunos huesos rotos,
no sabemos qué pudo haber generado el golpe.
—Doctor —fue lo único que alcanzó a decir
mamá antes de largarse a llorar. Papá la abrazó y yo
sentí que me desmoronaba.
—¿Qué puede pasar? —pregunté.
—Desde una pequeña fractura hasta un daño en
la columna que podría significar quedar paralítica,
todavía no lo sabemos.
¿Paralítica? ¿Para eso había sido toda esta locura?
¿Cada plan? No podía entender en qué momento
todo había cambiado tanto de rumbo.
—Doctor, ella está enferma, no tenemos todavía
un diagnóstico confirmado, pero es posible que tenga
lupus —dijo mamá.
—Bueno, por favor acompáñeme, necesito toda la
información que pueda brindarme acerca de eso,
cambia mucho la situación.
Mamá secó sus lágrimas y acompañó al doctor a
una sala. Papá se sentó junto a la abuela y tomó su
cabeza entre sus manos. Yo solo podía repetir “todo
va a estar bien, todo al final va a estar bien”.
121
Cuando salió del consultorio, traía consigo la
peluca de ese entonces de Ayelén, la abrazaba y la
acariciaba como si fuese lo más preciado que poseía
en ese momento.
—Tenemos que esperar —dijo—, le van a hacer
estudios. Dicen que las primeras horas son las más
importantes para evitar futuros daños.
—Va a estar bien. —Tenía confianza de que así
fuera, pero ella se dispuso a mirarme como atónita,
sin entender cómo le había hecho eso a su hija.
—Todo este tiempo que pasamos yendo a médicos,
curanderos, todo por nada, porque a la señorita se le
ocurrió llevarla a andar a caballo cuando sabe que está
enferma y no tiene fuerzas. —Tenía razón, no había
medido las consecuencias—. Sabías que estaba
castigada, y por eso solo pasaba el día entero ahí, pero
decidiste hacer caso omiso a lo que habíamos decidido
sus padres. ¿Quién te creés que sos para decidir sobre
mi hija? —Estaba tan enojada que a cada momento
levantaba más y más la voz—. ¿Cómo pudiste hacerle
esto? Si le llega a pasar algo, va a pesar en tu
consciencia.
—Yo solo intentaba que fuese feliz.
—Lo que es mejor para ella lo decidimos nosotros
—dijo, y rompió a llorar.
Decidí que era mejor no decir nada más. Entonces
llegó mi tío.
—Por favor, Cristian, llevá a mamá a su casa, no
tiene que estar acá —le dijo casi antes de saludarlo—
. Y con respecto a vos —ahora se dirigía a mí—, juntá
tus cosas y andate.
122
Quizás fuera lo mejor, quizás nunca tuve que
buscarlos, quizás tuve que empezar una vida de cero
como siempre había querido. Con una nueva
identidad, sin pasado.
Cuando nos fuimos en el auto de mi padrino, me
di cuenta de que más allá de cada dolor, de cada hecho
trágico, de cada cosa que me había atravesado, amaba
mi vida, y no podía dejarla morir. Al fin y al cabo,
siempre había logrado salir de los lugares más oscuros
y más hostiles.
Llegamos a la casa de la abuela y ella no dejaba de
llorar y temblar, apenas me miraba. Sabía que iba más
allá de mi culpa por haberla llevado hasta ahí, me
conocía, o eso creía. Pero no me dirigió la palabra en
todo el camino, ni cuando me vio juntando mis cosas.
Solo me dejó ir.
—Sé que vas a saber que hacer —fue lo único que
me dijo. Pero estaba equivocada, no sabía qué hacer.
No sabía a dónde salir corriendo, no tenía idea de
cómo poder ayudar en esta situación que había
generado. De nuevo el tren se convertía en avión.
Entonces, cuando pensé en eso, me di cuenta de
que lo único que podía hacer era saltar de ese avión
de nuevo y volver. Fue entonces cuando decidí volver
a la clínica.
Cuando llegué ahí, vi cómo el médico le decía
cosas que no llegaba a escuchar a mi mamá. Le
estaban dando el parte médico. Ella no hacía otra cosa
que llorar y caminar de un lado a otro. Papá no se
quedaba atrás, solo tomaba café mientras tenía esa
cara como de estar perdido. Algo había pasado, las
cosas no iban bien.
123
Fue ahí cuando escuché que mamá hablaba con
alguien.
—Tiene los riñones perforados, necesita urgente
un trasplante —fue lo único que escuché.
Salí corriendo entonces hasta ellos.
—Quiero donar.
—¿Qué hacés acá? —me preguntó papá.
—Quiero donar —solo podía decir eso.
—Andate, por favor.
—¡Quiero donar! —grité y rompí en llanto. ¿Qué
más podía hacer? Solo algo de mi propio cuerpo sería
algo que no rechazaría el cuerpo de esa yo pequeña en
estas circunstancias.
Entonces salió el médico de la sala e indicó en ese
momento que se procediera a hacerme todos los
estudios necesarios. Me indicaron todo acerca de la
parte legal y lo que podría sucederme, pero dejé de
escuchar antes de que terminaran. Solo quería
salvarme. Sabía que existían muchos riesgos, siempre
había temido a la anestesia. Me había puesto nerviosa,
hasta ese momento, hasta por sacarme una muela.
Pero nada de eso importaba ya. No sabía si me
aceptarían como donante después de lo que había
dicho, pero la situación parecía lo suficientemente
urgente para todos como para detenerse en esos
detalles.
Esperamos a que vinieran los resultados sentados
uno al lado del otro. Los vi desarmados, los vi
completamente tristes, vi todo su sufrimiento. No
había sido la hija perfecta, ni ellos los padres perfectos.
124
Pero ahí estaban, sin moverse de sus lugares,
esperando que estuviera bien. No era la hija perfecta,
pero aun así hubiesen dado lo que fuera por verme
bien. Nunca seríamos lo que esperan los otros de
nosotros, pero aun así somos lo mejor que podemos
por esos que queremos y nos quieren a pesar de los “a
pesares”.
Cuando llegaron los resultados no me sorprendí.
Estaba todo en orden.
Tuve miedo, no lo niego. Tuve miedo de morir
desangrada en la sala del hospital. Tuve miedo porque
sentía que todavía no había vivido lo suficiente. Tuve
miedo porque no sabía qué podía pasar después si
todo salía bien. Tuve miedo porque todo lo que era
en ese entonces era falso, y quizás, después de todo el
proceso, sabrían la verdad. Pero mi amor era más
fuerte que el miedo, las ganas de seguir viviendo, las
ganas de seguir adelante y que quizás, alguna vez,
algún día, la vida me sorprendiera para bien esta vez.
Nos llamaron a una sala, nos indicaron todos los
pasos a seguir, nada importaba. Puse mi mente en
blanco desde mucho antes. Solo oía voces que
hablaban de procedimientos, de riesgos. Todo seguía
sin importar, estaba segura de lo que quería. No tengo
muchos recuerdos más de lo que pasó después, solo
imágenes en mi cabeza. Sacarme la peluca, dejarla en
un costado. Ver cómo primero se sorprendían las
enfermeras al verme. Cómo les pedía que no dijeran
nada. Sentir cómo me rapaban y, por primera vez,
alguien más que yo tocaba mi cabeza. Después, la
bata, verme con esa bata blanca. Había pensado que
el momento más importante de mi vida vestida de
blanco sería el día de mi boda, pero sería esta vez.
125
Desde ahí, solo hay música en mi mente. “12
segundos de oscuridad” de Jorge Drexler y nada más.
Gira el haz de luz
para que se vea desde alta mar.
Yo buscaba el rumbo de regreso
sin quererlo encontrar.
Pie detrás de pie
iba tras el pulso de claridad
la noche cerrada, apenas se abría,
se volvía a cerrar.
Un faro quieto nada sería
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.
Para que se vea desde alta mar…
De poco le sirve al navegante
que no sepa esperar.
.
Cuando por fin desperté, todo parecía muy
confuso. Todo a mi alrededor se movía y no podía
dejar de temblar. Tenía un sabor metálico en mi boca
y poca saliva para hacer pasar ese sabor. Mi cuerpo se
sentía sumamente cansado y se encontraba
entumecido. Pero, a pesar de percibir todas esas
126
sensaciones físicas, había algo en mi cabeza que me
perturbaba. Había soñado todo ese tiempo…
Había soñado con la abuela. Soñaba que ella seguía
viva, que había sido siempre mentira que estaba muerta.
Estaba ahora en su casa, había una gran acumulación
de cosas. En la mesa principal, una grande de madera,
había varias capas de objetos, cosas que se habían
juntado. Decidíamos ordenarlas, entonces encontrábamos
películas. Decidimos, entonces, con los nuevos personajes
que habían aparecido, mi mamá y la hermana de mi
abuelo, que debíamos pasar esas películas que estaban en
casete a DVD para no perderlas. En ese momento
aparecía mi abuela junto a mí, pero ahora, mirando
dentro de un placard, ella nos iba a ayudar, ya que esas
películas tenían una clave para poder reproducirse. Ella
probaba unas claves, hasta que lograba ingresar la
correcta para poder reproducirlos. Entonces yo pensaba
“¡qué bueno que esté viva!”. Después de eso seguíamos
ordenando y decidía abrir las ventanas para que entrara
luz y se aprovechara la vista. Fue entonces cuando me
daba cuenta de que todo era mentira, y que en realidad
estaba muerta. Me frustraba muchísimo no haber tenido
tanto empeño en arreglar esa casa cuando ella estaba viva
para que pudiera disfrutar mucho más.
Desde ahí saltaba a un siguiente lugar, una avenida
llena de autos que pasaban por al lado mío, mientras yo
creaba un grupo de WhatsApp para organizar mi
cumpleaños. Nos reuníamos en la casa de mis papás,
venía mi amiga, entre otras, ella traía consigo una bolsa
llena de zapatos. Venía también él. Esta vez sin sus
amigos.
Sabiendo que no íbamos a estar cómodos en la casa
mis papás, aun en el sueño, siendo que mi habitación se
127
parecía más a un pasillo que a una habitación, había
decidido que mejor sería festejarlo en mi departamento.
Era mi departamento donde había estado viviendo los
últimos cuatro años, mi primer hogar más allá de los
anteriores que había tenido, que solo eran lugares que al
final habían sido pasajeros, que no habían demostrado
más que mi incapacidad de encontrar un hogar. Mi
departamento, el que había sido el actual antes de toda
esta locura, había logrado ser el primer lugar donde me
había sentido feliz de estar. Tenía dos balcones, uno en
la habitación y otro en el comedor. Veía toda la ciudad,
estaba en un octavo piso; estaba cubierto de mis pinturas,
el resto del mobiliario había decidido que fuese blanco y
entre los cuadros de colores había logrado el espacio
perfecto para mí, con las vistas más hermosas. Era un
lugar donde me sentía segura. Pero entonces, cuando
proponía ir hasta ahí, él decía que todavía era muy
temprano y que no podía ir, había inventado una excusa
tal como que no podría estacionar. Entonces aparecíamos
en un lugar llegando a Capital Federal, donde había un
parque, un museo y un cementerio. Sentía que aun así
estaba contenta y cómoda en ese lugar, iba indicando a
cada momento diferentes descripciones de allí. Entonces,
de repente, me sentí bastante incómoda, me había dado
cuenta de que aún seguía necesitando su aprobación. Fue
ahí cuando una profunda tristeza me recorrió, y el sueño
vino a mí; dentro del sueño sentía ganas de dormir. Me
quedaba dormida, no iba a festejar mi cumpleaños,
prefería quedarme en casa. Después de eso solo recuerdo
las letras de una carta que me mostraba una amiga que
le habría escrito él.
Después de todo, no iba a poder deshacerme de mi
pasado. Siempre estaría ahí, hasta en mis sueños. A
pesar de haber vivido otras situaciones, quizás hubiera
128
cosas que tienen más peso del que en general
consideraría simplemente una situación más.
—Buenos días, querida, por fin despertaste —dijo
la enfermera entonces.
Estaba feliz de que siempre me hubieran tocado
hermosas personas con gran vocación, no solo para
curarme las heridas, sino también para cuidarme
emocionalmente.
Solo le di una sonrisa. Me dolía la cabeza, seguía
sintiendo mareo, mi panza estaba totalmente revuelta.
129
TODO VUELVE A PASAR
Durante los días de recuperación tuve demasiado
tiempo libre para pensar.
¿Qué pasaría si esto fuera real? ¿Me quedaría
atrapada en esta línea de tiempo? ¿Cómo impactaría
el hecho de haberme donado un riñón a mí misma?
¿Habría dos yo en la misma línea temporal con
diferentes edades? ¿Mi yo pequeña a los 25 volvería
nuevamente a los 15? ¿Qué estará pasando en mi línea
temporal real? ¿Habré desaparecido? ¿Me estarán
buscando? ¿Habrá más yo perdidas en distintas líneas
temporales?
Sueños
Salgo de la casa de la abuela por el pasillo caminando
hacia la puerta y detrás de ella se ven cuatro lunas, cada
una de ellas en cuatro faces diferentes. El cielo se ve rojizo
y las lunas rosadas, puedo ver cada detalle de ellas, cada
pozo, cada piedra, cada montaña. Por alguna razón, sé
que eso significa el inicio del apocalipsis. Veo en ese
instante cómo cae un meteorito cerca del lugar donde me
encontraba, por solo metros no logra golpearme. Corro
hacia lugares donde me pudiese proteger de esa lluvia de
rocas de fuego que caen del cielo, empiezo a pensar en
posibles refugios. ¿Dónde debe esconderse uno en un
momento como este? ¿Existe algún refugio? ¿Existe alguna
manera de sobrevivir? Voy corriendo con mis amigas,
quienes aparecen en ese momento en la casa de mis padres
130
en busca de un auto. Cuando logramos cruzar el puente
que separa la casa de mi abuela de la de ellos, puedo
distinguir que la cuadra está llena de cal, como si fuese
una pared, una pared que dejaba atrapadas a todas las
casas que se encontraban detrás. Aparece un martillo en
mis manos como si nada y comienzo a martillar sobre
eso, y me doy cuenta de que están atrapados detrás
fehacientemente. Ellos están intentando salir del otro
lado pero no pueden, no tienen las herramientas
necesarias. Luego de unos golpes, derribo un pedazo de
pared y logro liberarlos. Entonces aparecen personas que
quieren controlar la situación y nos entregan unas
pastillas. Dudo de sus intenciones con solo ver sus formas
de relacionarse, y decido no tomarla. Hago señas a la
gente de mi alrededor para evitar su ingesta y fingimos
tomarlas para luego escupirlas. Logramos escaparnos, pero
siento nuevamente que debo estar alerta, sé que debemos
estar preparados cuando venga el tsunami. Corro
buscando posibles salidas y encuentro un bote. Nos
preparamos para la llegada de una ola gigante. Logro
decirles a mis amigas que se agarren fuerte, pasa la ola y
sobrevivimos. Pero parece no tener fin esta odisea, y sé en
mis adentros que debemos pasar por una pequeña
ventana hacia otra parte. Puedo ver la ventana, está muy
alta y sé que hay que saltar y caer en el agua hacia el otro
lado. Todos me siguen y caemos hacia ese otro lado con
todas las herramientas que conseguimos en el camino.
131
El después
No había vuelto a ver a nadie más de mi familia en
esos días. Hubiese querido, aunque sea, sentir un poco
de humanidad frente a quien había donado uno de
sus órganos para que alguien más sobreviviera.
Aunque en este caso era yo misma, ellos no lo sabían.
Quizás el dolor y el temor a la pérdida de su hija y de
su nieta era más grande que el sentimiento de gratitud
ante alguien que solo estaba pagando un precio justo
frente a su decisión de pasar por alto las medidas de
confinamiento que habían establecido para una hija
que no podía aceptar límites impuestos.
—Buenos días, señorita.
—Buenos días. —Miré con cautela a quien en ese
momento parecía alguien con cierta autoridad. Era
una mujer delgada, de mediana estatura y un corte
carré. Su tono de voz no era para nada parecido al que
había estado escuchando los últimos días, cargado de
cariño y contención. En este caso, su voz deslizaba
cierto desdén hacia mí. Me miraba con una
desconfianza atípica, como midiendo todos mis
movimientos o esperando que cometiera algún error.
En ese momento entendí que lo que vendría no sería
bueno.
—Vengo a realizarle algunas preguntas, me dijeron
que ya se encuentra estable y recuperándose de su
operación.
—Así es. —No había tiempo de pensar nada, así
que intentaría apelar a todas mis herramientas de
132
conquista para desarmar a esa mujer. Me decidí a
sacarme el turbante para mostrarme más vulnerable.
Me acomodé en la camilla y sonreí.
—Puede volver a ponérselo, sé que la incomoda
mostrarse así —me dijo de la manera más fría posible.
—Estoy bien así, estoy empezando a aceptarlo. —
No podía dejarme doblegar.
—Bueno, voy a comenzar con algunas preguntas
si le parece —hizo una pausa, una media sonrisa y
continuó—, y, si no, también.
—No sé quién es usted.
—Soy una trabajadora social que trabaja para la
justicia, creo que entiende por qué vengo.
—La verdad que no.
—Qué tal si empieza a contarme por qué robó la
identidad de alguien más.
—Yo no robé ninguna identidad.
—Eso no demuestran los registros, ni el
documento que aparecía en su cartera, el cual estaba
denunciado.
—Lo había perdido y después lo encontré.
—Entiendo que no va a cooperar, así que ahora va
a tener que explicarme por qué escapó del hospital
hace algunos meses sin dejar rastros.
—Tenía miedo.
—¿De qué?
—De estar ahí sola, quería volver a casa.
133
—Entonces decidió presentarse en una parroquia,
mentir nuevamente y comentar que había sido
víctima de violencia.
Quizás esta vez no había plan, no había
escapatoria; quizás esto era lo que tenía que pasar.
—¿Hay cargos en mi contra? —pregunté.
—Todavía no, solo el hospital informó acerca de
su situación y nos dispusimos a resolverla.
—¿Necesito un abogado?
—Debería buscárselo.
—Está bien.
—Si cometió algún delito de cualquier forma o
tipo, es el momento de confesarlo, usted debería saber
sobre los beneficios que otorga esa opción.
—¿Está tratando de criminalizarme?
—Solo le comento que no es muy sólida su historia
y que veo muchos casos como estos, y sé cuál es su
función y su desenlace.
—Quisiera ver a un psicólogo.
—¿Para qué?
—Necesito comentarle lo que pasó y que haya
alguien que sepa que no miento.
Solo se rio frente a mí, dando una fuerte carcajada.
—Tendrá que solicitarlo un abogado cuando se
abra la causa, no le recomiendo que se declare insana.
Son tan insalubres y hacinados los hospitales
psiquiátricos como las cárceles.
—No le tengo miedo.
134
—Debería, esto es solo una entrevista, una
recopilación de información —suspiró y miró por la
ventana—, pero lo que viene, señorita, lo que viene
no es nada amigable.
—Si no tiene más preguntas, me gustaría que se
retirara para poder higienizarme.
—No intente escapar o tendremos que poner
policías en su puerta.
—¿Todo esto por un supuesto robo de identidad?
—¿Usted sabe lo que pasó después de que se fue
de la parroquia? —No, no había sabido nada más del
lugar. En ese momento me sentí mal por no haber
vuelto a colaborar.
—No.
—Hubo un robo, después amenazas de muerte, ¿y
sabe por qué? Por denuncias por narcotráfico que
había realizado el párroco, justo después de que usted
se fuera. ¿Le suena familiar la historia? —Entonces,
después de lanzarme esa información, cerró la puerta
a sus espaldas.
No solo todos mis planes se estaban
desmoronando, sino que ahora quedaría atrapada en
una causa judicial que sacaría a la luz todo lo que
había pasado estos meses, la verdad sobre mi
identidad, la no respuesta sobre cómo había llegado
acá.
Cuando llegó el día de mi salida del hospital, llegó
la policía a buscarme. Para entonces ya había una
causa abierta en mi contra y tenían un orden para
135
arrestarme preventivamente por mis antecedentes de
fuga en el primer hospital donde había estado. Las
fuerzas de seguridad nunca me habían caído en gracia,
y esta vez volvía a confirmarlo. El abuso de poder que
se ejercía contra quien era más vulnerable era algo que
siempre denunciaría. Me habían puesto las esposas de
la manera más brutal posible, casi sin dejar que
terminara de arreglarme para mi salida y
estampándome contra la pared. Me tomaban del
brazo con toda la fuerza que podían, como si fuera
una asesina a sueldo que merecía todo el desdén que
llevaban en sí. Las mujeres siempre seríamos
condenadas por ser eso que éramos, y si alguna
cometiese un delito sería penado aún más que a los
cientos de hombres que los cometían a diario, solo
por no tener un pene. Por haber sido irreverentes, por
no cumplir con el rol social que nos estaba impuesto
desde hacía miles de años.
Cuando llegábamos al patrullero, el espectáculo fue
aún más funesto. Sin resguardo de las apariencias, me
habían golpeado la cabeza contra el borde del auto
cuando se disponían a sentarme en el asiento de atrás.
Fue peor cuando llegamos a la comisaría, me
tendrían detenida allí algunos días hasta nuevo aviso.
Tomaron todas mis pertenencias, hasta mi peluca, y
me encerraron.
Me sentía vulnerable y pequeña, pero cuando
comenzaba a llorar, solo gritaban hasta hacerme callar.
Me quedaban solo mis sollozos como forma de
desahogo. Abrazaba mis piernas con toda mi fuerza y
solo deseaba que todo fuese una pesadilla. Me
hamacaba a mí misma para calmar mis miedos.
Recostada en el piso, solo contemplaba todo el
136
camino recorrido hasta llegar a este lugar. ¿Podía ser
peor? Claro que sí podría, siempre podía ser peor.
Cuando pensaba que comenzaba a curarme, entonces
me destruía de nuevo y salían mis pedazos disparados
por todos lados, salpicando a todo mi alrededor.
Ahora estaba encerrada y sin un futuro previsible.
Estaba tocando fondo nuevamente, otra vez y otra
vez. Pero de este pozo no sabía cómo salir. Quizás, esta
vez, debería dejar atrás los planes, las mentiras y las
herramientas de disfraz. Quizás, esta vez, solo pudiera
salvarme decir la verdad.
Cuando empezó el proceso judicial entendí ese
sentimiento de impotencia que veía en las películas,
cuando el acusado no era el culpable. Todas esas
miradas acusatorias alrededor, esa desconfianza en
cada palabra que era pronunciada por el acusado, esas
mentiras creadas para rellenar un caso que eran dadas
por verdades, esa vulnerabilidad que sufría el acusado
cuando no tenía el dinero ni los contactos para una
defensa decente. La incertidumbre vivida en cada
paso. Las irregularidades en el proceso.
Fue entonces cuando hablé con mi abogado para
solicitar que se me hiciera un examen psicológico. Era
el espacio que necesitaba para contar mi verdad, por
poco creíble que fuera.
Cuando fue aceptada la moción, sentí, luego de
tantos días de confinamiento e incertidumbre, un
poco de paz.
—¿Qué intentás con esto? —me preguntó durante
la reunión previa a la entrevista con el psicólogo.
137
—Contar la verdad a alguien que sea capaz de
creerme.
—¿Hay algo que tengas que contarme que no me
hayas dicho?
—Te conté la verdad y no hiciste más que burlarte
de mis ocurrencias. Ya que creo menos en vos que en
el resto de la justicia, voy a usarte para que consigas
las herramientas que necesito para defenderme.
—No dudo que tu imaginación sea más grande
que la mía, pero la justicia no va a creer en tus
historias, así que deberías contarme cuál es tu plan.
—Contar la verdad.
—Entiendo, buscás que te declaren insana —me
dijo con una sonrisita cómplice.
—Sos nefasto.
—Y vos una gran actriz. El plan es bueno, es
verdad, tu imaginación nos puede servir.
—Se terminó esta conversación, no quiero que
intervengas si no te doy las órdenes para que lo hagas,
quiero tener total independencia para decidir cómo
defenderme.
—Perfecto, es un trato.
No entendía por qué se mostraba tan de acuerdo
en seguir lo que yo decidiera, era un abogado y sabía
que deseaba que las cosas se hicieran a su manera.
A las pocas horas de esa conversación, tuve la
entrevista con el psicólogo que había sido asignado.
Parecía una persona afable. Por mi parte, había tenido
un largo historial con diferentes psicólogos; había
138
pasado por los que solo eran receptores de todas mis
palabras y no daban devolución alguna, había pasado
por los que me ignoraban y se quedaban dormidos
durante la terapia, había pasado por los que me
habían abandonado en medio del tratamiento y había
tenido también otros que, de tanto involucrarse, me
habían transferido sus temores. Mas allá de mis
experiencias, había confiado siempre y seguiría
confiando.
Tuvimos una charla amena y, mientras, él se
dispuso a anotar todo lo que le contaba. Comencé con
el día en el que me desperté en el hospital, mi miedo
al darme cuenta de que estaba perdida en un tiempo
que no era el mío, mis planes para poder sentirme
segura estando cerca de los míos y cómo había
terminado internada y ahora en prisión preventiva.
Solo me preguntó si anteriormente había tomado
algún tipo de psicofármaco, a lo que le contesté que
sí. Había tomado los últimos dos años ansiolíticos y
antidepresivos, los cuales había tenido que dejar de
tomar en el momento que aparecí en este tiempo,
pero sentía que a medida que iba resolviendo ciertos
temas pendientes habían disminuido los síntomas y
que la vida junto a la abuela había calmado todos mis
niveles de ansiedad.
Cuando terminó la entrevista con el psicólogo, él
pasó a explicarme que debería tener esta entrevista con
otros psicólogos que la justicia dispusiera. Estuve de
acuerdo. Que posiblemente también tuviera una
entrevista con un psiquiatra, y que quizás lo mejor
ante esta situación sería que me volvieran a recetar los
medicamentos que tomaba antes por altos niveles de
estrés.
139
Quizás, por fin, alguien podría creer en mi historia.
En ese momento recordé lo que necesitaba a Maxi.
Sabía que podía hacer un llamado, pero no debía
hacerlo, había decidido dejarlo fuera de esto, y así lo
iba a hacer.
Entre tanta incertidumbre no faltaron, durante las
entrevistas con los demás psicólogos y psiquiatras,
caras de desdén, caras de incredulidad y de asombro.
Recién tuve noticias de mi familia el día que mi
abogado me comentó que serían llamados a testificar
mi mamá, mi papá y mi abuela. Hubiese deseado que
no tuvieran que pasar por nada de aquello, no quería
que sufrieran más. Y de nuevo se encontraban en una
nueva situación de estrés.
—¿Cómo se lo tomaron?
—No pude verlos, solo me informaron que serían
llamados a testificar.
—¿Podrías ir a verlos?
—Eso sería sospechoso, no puedo hacerlo.
—Quiero saber cómo están y cómo está Ayelén.
—Voy a intentar hacer algo, pero no te prometo
nada.
—Por favor, a la casa de mi abuela tendrías que ir,
Ayelén debe seguir ahí.
—¿Pero no acaba de salir de una operación?
—Mis papás… —hice una pausa—. Sus papás
tienen que trabajar, así que entiendo que debe estar
ahí.
140
—Te tomaste el papel muy en serio.
—Hacé lo que te pido. —Mi paciencia era
limitada con esa persona tan detestable. Nunca había
podido entender quién se podría prestar a defender
personas que cometían delitos, abusos, asesinatos.
Más allá de que mi caso era diferente, él parecía no
creerlo así; para él yo era una mentirosa de primer
nivel, involucrada en un caso de narcotráfico.
—Como diga, señorita —siempre hablaba desde
el desdén, y era algo que no sabía cuánto tiempo
podría soportar.
Había llegado el día de la sentencia después de
tantos meses de espera confinada al aislamiento, sin
una condena. Había aprendido bastante de ese
encierro. Tantas veces había temido estar encerrada
conmigo misma. En este caso, en la celda había otras
personas, que al igual que yo estaban esperando una
sentencia, pero casi no hablaba con ellas. Me había
dispuesto a imaginar la vida que hubiese deseado
tener, había aprendido a dibujar en las paredes con un
pequeño pedazo de revoque. Un día había pedido un
lápiz y una hoja para poder escribir, pero solo se me
ocurrían cartas a aquellos a quienes amaba y no sabía
si volvería a ver. En ese momento, valoré mi libertad,
la infinidad de posibilidades que me daba.
Fue entonces cuando vi llegar a mi abogado con
cierta mueca de satisfacción.
—Sos buena, eh —fue lo primero que me dijo.
—No entiendo qué me estás queriendo decir.
141
—Estás absuelta de los cargos. —Sentí una
emoción que hacía tiempo no sentía. Durante los días
de confinamiento la tristeza me había inundado, me
sentía asfixiada en esos metros de celda, me había
encontrado sola con mi cabeza, a la que tanto le temía.
Había pasado ratos de desesperación deseando
desaparecer. Había vuelto ese sentimiento de querer
salir corriendo a cualquier lugar lejos de todo lo malo,
y la resignación al verme atrapada. Había hecho
muchas cosas para hacerme sentir mejor, pero todo
eso había sido simplemente un paliativo para mi
dolor. Pero, ahora, la vida me estaba dando una
oportunidad más.
—No puedo creerlo. —Sonreí tan pronto cuando
imaginé las posibilidades que tendría ahora que de
nuevo sería libre.
—Creelo. —Pero, cuando dijo estas palabras, vi en
su cara cierto gesto que me perturbó.
—¿Puedo irme entonces?
—De acá.
—¿Como que de acá?
—Fuiste declarada insana. —Toda la felicidad de
nuevo se había disipado.
—¿Qué significa?
—Te asignaron un hospital psiquiátrico adonde
siempre correspondió que estuvieras, esta vez no te
recomiendo que te escapes.
—¿Qué?
—Encontraron entre las cosas que quedaron en la
casa de tu abuela un diario en el que comentabas que
142
habías dejado de tomar tu medicación y cómo te
sentías desde ese momento.
—Pero yo… —No había escrito nada de eso, y
además no había dejado nada en la casa de mi abuela.
Cuando mi mamá me había pedido que me fuera
había llevado todo conmigo, y todo eso había sido
confiscado al principio. —Yo no dejé ningún diario
—dije con cierta bronca e indignación.
—Parece que sí —me dijo con satisfacción.
—Pusiste eso cuando te pedí que las fueras a ver.
—Sos bastante inteligente para ser una loca.
—No soy una loca.
—Parece que en la misma época que te despertaste
en el hospital hubo varios enfermos mentales que
escaparon, vos fuiste una de ellos.
—Eso no puede ser.
—Entiendo que no lo puedas aceptar, pero quizás
con el tiempo y la medicación recuperes el recuerdo
de tu identidad.
—No puede ser —repetía sin parar.
—Los psicólogos y psiquiatras que te vieron
estuvieron de acuerdo en que padecías un
desequilibrio mental que te llevó a crear toda esa
historia —hizo una pausa para mofarse y reír por lo
bajo—, y te ayudó el testimonio del párroco que
testificó a tu favor.
—No puede ser. —Las lágrimas no paraban de
brotar.
143
—Bueno, si querés más información sobre tu
identidad vas a tener que hablar con las personas que
van a cuidar de vos en el próximo tiempo, quizás el
resto de tu vida.
—¿Todo esto es una puta venganza?
—No, en realidad, es justicia. Cada uno donde
debe estar. Me gustó bastante la historia que
inventaste, nunca me contaste todos los detalles;
deberías escribir un libro, si es que te lo permite la
medicación.
—Nunca tuve que haber confiado en vos.
—Fue lo mejor que te podía pasar, ¿o preferías que
te condenaran a la cárcel?
—Prefería la verdad.
—Bueno, mi trabajo está hecho, por mi parte me
voy a despedir. Te van a estar esperando para llevarte
a tu nuevo hogar.
Siguió hablando de procedimientos, pero yo había
decidido dejar de escuchar. En mi cabeza había un
enredo de hechos que no podía conectar. Había
profesionales de la salud interviniendo y me habían
declarado insana.
¿Todo había sido una historia creada por mi cabeza
entonces?
Cuando llegué al hospital me encontré con todo lo
que siempre había temido: personas encerradas,
personas dopadas de tanta medicación, personas
atadas, gritos a cada paso, médicos corriendo a
intervenir, batas blancas por todos lados.
144
El pasillo parecía no tener fin, me llevaban
esposada hasta lo que sería mi habitación. El hospital
era completamente blanco, salvo por las manchas de
humedad que lo invadían. Había pocas ventanas, y
todas ellas abarrotadas. La precariedad que sufrían
esos lugares no se ocultaba ante los ojos de cualquiera
que recorriera esos edificios. Sentía mucho miedo a lo
que fuera a pasarme. Cuando llegamos a mi
habitación, descubrí que sería compartida con alguien
más. Había dos camas de cada lado y una pequeña
ventana por donde entraba la luz. Sabía que ese sería
mi hogar desde ahora, y eso me desesperaba.
Ese mismo día tuve la entrevista con uno de los
médicos del hospital. Ya no sabía qué verdad decir, ya
no sabía qué inventar tampoco, me sentía aturdida.
Cuando entró al consultorio donde me encontraba
sentada y esposada todavía, noté que tenía una
presencia imponente. Era un médico de unos cuarenta
años, las canas lo delataban. Si no fuera por eso, su
cara simpática y sus rasgos de niño que nunca había
terminado de creer habrían disimulado su edad. Tenía
unos ojos negros muy profundos y unas pecas al lado
de la boca. “No podés enamorarte de tu doctor”, me
dije en el instante en el que me di cuenta de lo que
estaba pensando en ese momento. Era atractivo, es
verdad, pero era quien me indicaría todas esas
medicaciones que me adormecerían, como tantas
veces había visto en las películas. Era un nuevo
enemigo, un nuevo problema, alguien a quien debía
convencer para intentar hacer de mi estadía o mi vida
lo más pasable posible.
—Buenas tardes, Mariel.
145
—Me llamo Ayelén.
—Entiendo —me dijo, y se dispuso a releer mi
historial—. ¿Sabés por qué estás acá?
—Porque me declararon insana por una jugada
que hizo mi abogado con tal de ganar.
—Interesante esa perspectiva —seguía mirando las
hojas.
—¿Por qué estoy acá?
—Porque queremos ayudarte y ayudar a que no
lastimes a nadie.
—¿A quién voy a lastimar?
—Quizás hasta a vos misma.
—Eso es estúpido, estuve intentando salvarme
todo este tiempo, pero es una verdad que no está
dispuesto a aceptar. —Tenía tanta bronca y
resignación dentro de mí—. Ahí tiene mis
declaraciones, entiendo, no me haga contar la historia
nuevamente.
—Leí su historial, es verdad —entonces se dispuso
a mirarme—, a simple vista nadie hubiese desconfiado
de usted.
—Es verdad todo lo que dice ahí.
—¿Quiere saber la verdad? —me preguntó
mientras agarraba otra parte del historial.
—La otra verdad.
—Como quiera llamarla —tomó aire—. Usted es
Mariel Manzioni, tiene 25 años, padece esquizofrenia
y un trastorno de la personalidad. Estuvo internada
desde los quince años, después de un abuso sexual que
146
sufrió por parte de un compañero del colegio, a quien
intentó asesinar. Su familia, después del hecho y la
internación, solo estuvo presente en ciertos controles
hasta que cumplió sus dieciocho años, después de eso
no se tuvieron más novedades al respecto. Usted
intentó contactarlos; después de varios intentos su
cerebro borró cualquier información acerca de su
familia. Desde allí comenzaron a despertarse
diferentes personalidades dentro suyo, según la
ocasión ameritara. Hasta que, el año pasado, durante
una de sus salidas con su acompañante, escapó.
Entendemos que en algún momento de este periodo
sufrió una recaída que pudo haber conducido a un
desmayo en la vía pública, por esto usted fue
internada en primera instancia, y por esto también
carecía de cualquier tipo de documentación al
momento de ser ingresada. No la culpo, todo lo que
hizo esta vez fue reparar el trauma, lo transfirió a
alguien más. En este caso, Ayelén. Ella vino a visitarla
hace un año durante un recorrido que hicieron con
uno de los profesores del colegio. Después de eso, hizo
visitas periódicas y establecieron una relación de
amistad. Ella confiaba plenamente en usted. Sabía por
lo que ella pasaba con su enfermedad, su familia, su
abuela y su relación con los hombres. Solo fue
cuestión de que su cabeza inventara una historia que
pudiese ser vivida por usted para crear esa realidad. El
parecido físico, además, era inminente.
—¿Y qué puede decir sobre la enfermedad, sobre
mi calvicie?
—Usted no tiene lupus, solo una alopecia temporal
que sufrió el último tiempo, después de algunas
pruebas médicas que se le hicieron, posiblemente
147
marcas de esa situación traumática. Puede ahora
quitarse la peluca y ver cómo el pelo crece de manera
regular.
—Fue porque logré sanar traumas del pasado. —
Tocaba mi cabeza y era cierto, el pelo había
comenzado a crecerme.
—Algo así.
—No, lo que le estoy intentando explicar es que
volví al pasado y pude sanar muchos traumas que me
generaron… —A medida que hablaba iba
percibiendo la locura que inundaba mi versión de la
historia. ¿Un pasaje al pasado para sanar traumas? Eso
era imposible, era verdad.
—¿Ahora puede creerlo? Quizás sea mucha
información, pero confió en sus capacidades, se la ve
lúcida y con capacidad de recepción, más allá de todo
lo que tuvo que enfrentar en este último tiempo.
—Creo que sí. —Me sentía tan perturbada que le
pedí que termináramos la reunión en ese momento.
Sabía que, en muchas ocasiones, cuando alguien nos
decía algo que no queríamos escuchar porque estaba
escondido en nuestro inconsciente totalmente
resguardado en el primer momento no lo podíamos
aceptar, pero eso dejaba un espacio para que parte de
esa verdad, ese trauma, esa historia, se escapara en
partes por el preconsciente y quizás en algún
momento pudiéramos percibirlo. Quizás este sería el
caso. Tenía que descansar para poder pensar mejor.
Me acompañaron nuevamente hasta mi
habitación. Me indicaron dónde estaba cada cosa y
me dejaron allí, ahora sin las esposas. Estaba
148
encerrada, tampoco tenía manera de escapar. Cuando
decidí recostarme, alguien salió del baño. Era mi
compañera de habitación. Ella me miraba de reojo
desde la distancia que nos separaba. Parecía una chica
joven también, tendría unos diecinueve años. Tenía el
pelo castaño y unos ojos marrones profundos, su cara
era pequeña y delgada, con algunas marcas de
cicatrices en su frente. Llevaba puestos unos
pantalones grandes y una remera azul de mangas
largas. Había algo en ella que me perturbaba, quizás
fuese esa mirada inquisidora que me perseguía en
cualquier movimiento, o quizás era el miedo de verme
encerrada en una habitación con alguien que en
cualquier cimbronazo podría hacerme algún daño.
Pero quizás, también, yo era como ella y ella temiera
que le hiciera daño.
—Hola —dije.
—Volviste —me dijo sin más preámbulos. Su tono
de voz reflejaba cierto recelo y fastidio ante ese hecho.
—Eso dicen —todavía no podía creerlo.
—Escapar con tu acompañante, que tontería —se
mofó—. Sabía que te iba a dejar abandonada ante la
primera crisis que tuvieras.
—No me acuerdo de nada de eso.
—Siempre te fue fácil mentir.
—¿Por qué estás acá?
—Mi familia dice que no puede conmigo, así que
a la décima quinta crisis me internaron con una orden
de un juez.
—Perdón, no quise incomodarte.
149
—Ya te lo conté cientos de veces, pero parece que
a esta nueva versión no se lo conté.
—Supongo.
—Mm. —Se sentó entonces en su cama y se puso
a jugar con sus manos formando figuras.
—¿Podrías contarme de mí?
—No —me dijo, y se dispuso a recostarse para
mirar el techo—. ¿Qué hiciste mientras no estuviste
acá?
—Te cuento si me contás lo que sepas de mí.
—¿Tuviste sexo?
—Es un trato, no voy a hablar si no hablás
conmigo de lo que te pregunto.
Me miró fijo y después de unos segundos abrazó
su almohada para quedarse dormida.
No podía recordar nada de eso que me contaban,
e intentando volver y descansar me había encontrado
con mi compañera de habitación, la cual no estaba
dispuesta a ayudarme a encontrar respuestas.
¿Me había escapado entonces? ¿Tenía una relación amorosa con mi acompañante terapéutico? ¿Él me
había abandonado en la calle? ¿Todo esto pasaba a raíz
de no tomar mi medicación? ¿Pero cómo eso podía
ser posible si antes de llegar a todo esto yo solo tomaba
medicación para tratar mi ansiedad y mi depresión?
Nunca había estado en vistas de ningún médico que
tuviera una estructura mental de una psicótica. Pero,
aun así, acá estaba.
150
Ya había pasado una semana para cuando tomé
consciencia del tiempo. Había perdido esa noción
hacía algún tiempo, cuando me encerraron por
primera vez en la comisaría hasta que saliera alguna
sentencia. El encierro tenía eso, el tiempo mostraba
su relatividad. Mientras que el sistema nos imponía el
tiempo a su medida proporcional a la productividad,
en el encierro el tiempo solo lo marcaban los
acontecimientos importantes. No había sido muy
diferente a como había querido vivir la noción del
tiempo cuando llegué a este, pero ahora estaba
obligada por las circunstancias a percibirlo de esa
manera. Y esa era una forma más de sacarme libertad.
En las instituciones donde se hallaban personas
privadas de la libertad, por diferentes razones no había
margen para la expresión de la imaginación más allá
de que esta se despertara durante las largas horas en
la oscuridad de uno mismo. En la nada se hallaban
diferentes creaciones que formaba nuestra cabeza y
que deseaban materializarse.
—Quizás sea un sueño y si cierro los ojos despierte
en mi tiempo —le dije a Lil, mientras miraba el techo.
—No creo.
—Voy a intentarlo.
—Buena suerte.
Cerré los ojos muy suavemente y me concentré en
mi respiración.
Cuando desperté estaba en una habitación blanca,
la misma habitación que ahora era mi hogar. Seguía
en el mismo lugar.
151
—Seguimos en el 2010 —me dijo Lil de mala
gana, aunque en su tono se escondía cierto deseo de
burla a mi intento fallido.
—Sí, veo.
—¿Tuviste sexo? —volvió a preguntarme.
—Te propuse un trato. Y sí, tuve, pero no te voy a
contar nada hasta que no me cuentes algo sobre mí.
—Siempre te metés en problemas y hacés que te
lleven a la sala.
No sería raro que me metiera en problemas, en eso
podíamos coincidir, o quizás nunca había cambiado
esa porción de personalidad.
—¿Qué sala? —le pregunté.
—La sala donde te atan —apretó los dientes
apenas terminó de decir eso.
—No sé de qué sala me hablás.
—Te llevaron muchas veces y gritabas, se
escuchaban tus gritos desde acá —hizo una pausa—.
No tenés que hacer cosas malas.
—¿Qué te hacen ahí? —Después de algunos días
volvía a sentir algo; era miedo. De nuevo el miedo.
Pero, esta vez, ya no de mí.
—Cosas para que dejes de hacer cosas malas, pero
no quiero hablar más de eso.
—Está bien.
—Te toca —me recordó.
No quería mentirle, no quería inventar historias de
nuevo. Quería poder dilucidar fácilmente la verdad,
152
así que le conté algunas historias casuales de mi
anterior tiempo. Ella se quedó conforme y se recostó
en paz.
Últimamente el sueño invadía mi vida. Las
pesadillas me invadían cada vez que cerraba los ojos,
pero cuando despertaba ya no podía recordar nada.
La medicación me había ayudado a descansar más,
pero, no por eso, mejor. Sabía que me estaban
indicando antipsicóticos, pero no sabía en qué
cantidad, y cuando quise hablar con el médico que
me había hecho el ingreso él solo dijo que no tenía
tiempo en ese momento.
Quizás tuviera un trastorno mental, pero en esta
situación no podía seguir estando, me ahogaba el solo
pensamiento de imaginar mi vida ahí los próximos
años de vida. Así que decidí intentar implantar la
duda sobre mi versión.
Una mañana, mientras desayunábamos y nos
entregaban la medicación, había en la mesa diferentes
pacientes con todo tipo de trastornos y algunos
enfermeros alrededor.
—¿Sabían que yo vengo del futuro?
—¿Y cómo es ahí? —preguntó uno de los
comensales.
—Bastante parecido a ahora.
Ese comentario desilusionó a varios, pero hizo que
algunos enfermeros me prestaran atención y
decidieran realizar algunas preguntas.
—¿Así que sabés lo que va a pasar?
—Por supuesto —les dije.
153
—Es bruja —se escuchó decir a alguien.
No tenía recuerdos inmediatos de algún hecho que
ocurriese ese año, hasta que pasó por mi mente un
acontecimiento que me había perturbado
profundamente.
Cuando tenía 15 años había tenido un sueño en el
que aparecía en la casa de mis papás, en el living,
mientras este se llenaba de agua. Acto seguido aparecía
en el baño y la bañera se desbordaba. Desde ahí
aparecía en la casa de mi abuela, donde en la televisión
se veía la asunción de presidentes en blanco y negro.
Pero inmediatamente viajaba a un lugar con pequeñas
montañas, casas de colores y el mar. A lo lejos veía
correr a mi papá hacia mí contándome que se acercaba
una catástrofe natural. El sueño terminaba cuando
una gaviota intentaba atacarnos.
—Va a haber grandes terremotos en Chile —dije.
—No sería raro, esas zonas son propensas a
movimientos de las placas —me contestó el
enfermero.
—No, no entendés, van a ser grandes.
Solo hizo una mueca de lástima y siguió
caminando.
—Va a ser durante una asunción en Valparaíso —
dije en voz más alta.
—En ese caso, te podemos consultar en caso de
que queramos ganar la lotería, te podríamos pedir
ayuda para las apuestas.
—No te estoy mintiendo —le dije resignada.
—No creo que lo hagas —me dijo sinceramente.
154
Tuve restringidas las visitas durante el primer mes.
Eso me daba esperanzas para seguir día a día
aguantando. Quizás cuando finalizara este me estaría
esperando mi familia, la familia de Ayelén, y los vería;
la vería a ella, a mí, y a la abuela, a mamá y papá.
En este tiempo había aprendido muchas cosas
junto con mi soledad.
Principalmente, a no desesperarme en el encierro.
Había aprendido también que no importaba lo que
pasara, siempre iba a haber alguna forma de sobrevivir,
y siempre íbamos a ir por esa posibilidad. En mi caso,
me sentía sofocada por las opciones que la
supervivencia me ofrecía. Nada se veía apetecible; el
recuerdo de la cárcel y la marginalidad emocional o la
incomodidad y la sensación de no estar en el lugar
correcto. Al fin y al cabo, eran bastante parecidas esas
sensaciones. En ninguna me sentía cómoda, ninguna
de las dos me hacía sentir en casa. Se trataba de
sobrevivir, era verdad, pero nunca había medido las
consecuencias.
No había sido ni la primera ni la última vez que
me sentiría así. Me la había pasado siendo la
incomprendida, la inestable, la inconstante, por no
saber quedarme quieta, por no saber quedarme callada
cuando no estaba en el lugar que quería estar. Por eso
había sido juzgada y por eso había sido siempre más
fácil tratarme de loca que tratar de ayudarme a buscar
un lugar donde quedarme.
La gente se cansaba de mí por eso que llamaban
locura, y yo me aburría de ellos por eso que llamaban
155
realidad. Pero, aun así, seguía amándolos y sé que ellos
a mí. Entonces entendí que, a veces, con amar no
basta para poder ayudar a alguien a salir de su propia
oscuridad. A veces hay que aprender a embarrarse en
toda esa mierda para poder ayudar a sanar. Pero ¿quién
era yo para juzgar el accionar de esos otros que ya
vivían con sus propias oscuridades para pedirles que
me ayudaran? Quizás una cuestión de ego me llevaba
a pensar las cosas que había sido capaz de hacer por
ellos. Eso que ellos llamaban incondicionalidad, yo lo
vivía como una constante natural de mi amor hacia
cada uno…
Pero entendía que no era una constante para todos.
De nuevo me encontraba sola, envuelta en paredes
blancas que me acorralaban, me dejaban expuesta a
todo lo que no quería sentir y vivir, todo eso que
también vivía conmigo en las profundidades.
Cuando aparecían estos pensamientos miraba a mi
lado y veía a Lil, luchando tanto o más que yo para
sobrevivir también. A veces lo peor pasa dentro de
nosotros, a veces se trata de sobrevivir a nuestras
tormentas internas. Verla, a pesar de sus ataques de
ira, de sus aislamientos repentinos, de su alegría
desenfrenada, me hacía sentir menos sola en este
mundo y me daba esperanzas. Ella seguía luchando
todos los días por vivir lo más acorde a sus leyes
metafísicas.
Pero, un día, Lil no vino a dormir a la habitación.
Durante el día no compartíamos actividades, pero
todas las noches nos volvíamos a reunir.
156
Al día siguiente tampoco apareció. Fue la segunda
noche cuando volví a sentir miedo. No les tenía miedo
a cosas, hechos, circunstancias exteriores; me tenía
miedo a mí, a mi imaginación, al miedo que podía
generarme. Tenía miedo porque conocía lo alto que
podía llegar y lo bajo que podía caer, y hacía tiempo
que no estaba sola en una habitación. Desde que había
llegado había estado en lugares con gente en común;
en la parroquia tenía otros compañeros, después fui a
vivir con la abuela, y cuando estuve detenida en la
celda tenía otras compañeras. Pero la soledad como la
que estaba percibiendo ese día nunca la había sentido
en este tiempo. Esa soledad que te pone frente a frente
con todo lo que haya dentro de vos, eso puede dar
mucho miedo. El aburrimiento para mí era estar en
contacto con todas esas voces e imágenes en mi cabeza
que me perturbaban. Cuando aparecía esa sensación
me sentía débil, me sentía desprotegida, y solía correr
a los brazos de la primera persona que me generara
confianza. Pero ahora no había hacia dónde correr.
Entonces cerré los ojos. “Vamos a estar bien”, me
dije.
Desperté el día siguiente sin haber tenido ningún
sueño perturbador.
Aun así, no podía dejar de pensar en Lil. ¿Qué
podría haberle pasado? Hasta la última vez que la
había visto se veía bien. Decidí que en la próxima
actividad en la que me permitieran estar en los
espacios en común iría a buscarla.
Fue así que la vi sentada en uno de los bancos al
lado de un pequeño árbol que ya se vestía de amarillo
para dejar caer sus hojas. Era una persona muy
157
particular, pero en poco tiempo le había tomado
cariño. Quizás el hecho de sufrir nos haga un poco
más empáticos frente al dolor de los demás, y ella
sufría todos los días el abandono y la resignación de
los suyos ante su enfermedad. La miré unos minutos
antes de acercarme. Creí que notó mi mirada porque
empezó a hacer formas con sus manos de manera
acelerada, como intentando contener algún
pensamiento.
—No te veo hace unos días, ¿cómo estás?
—Es verdad —me dijo.
—¿Qué cosa es verdad?
—Lo que decís, lo que siempre dijiste —me miró
con cierta pena.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Les dije, les dije que no eras vos.
No entendía lo que decía, pero ella parecía estar
segura de eso que estaba hablando.
—Les dije que no eras vos, vos sos otra.
Abrí los ojos tan grandes que creo que la asusté.
Corrió su mirada y tuvo un pequeño escalofrío. Sentí
cómo se sacaba de encima esa sensación de un
sacudón.
—Lo empecé a sospechar cuando me contaste lo
que habías hecho cuando saliste de acá, o quizás
debería decir que nunca estuviste —tomó un poco de
aire y siguió contándome su idea—. Ella nunca
hubiese estado con un hombre, les tenía rechazo, en
general no confiaba en ninguno más que en algunos
médicos específicos. —Me quedé mirándola sin saber
158
qué responder—. También lo noté cuando pensaste
que su acompañante era un hombre; Mariel nunca se
hubiese olvidado de ella, era su compañera además de
su acompañante terapéutica.
Quizás había dudado siempre más de mí de lo que
hubiese debido. Me había subestimado y me había
animado a pensar que todo lo que recordaba y sentía
podía ser mentira y podría haber sido creado por mi
cabeza y la falta de medicación, no era tan
descabellado. Pero no era así.
—Eso no explica por qué te encerraron —le dije,
volviendo al inicio.
—Pasó.
—¿Qué pasó?
—El terremoto, como dijiste.
Era verdad. Les había comentado a todos acerca de
lo que iba a suceder, pero nadie se había acercado a
decirme nada sobre el tema. Ni siquiera burlas, ni
chistes, nada.
—Me enojé mucho, no deberías estar acá, pero
ellos no creen, no creen en nada —apretó sus puños
mientras lo decía.
—Supongo que deben estar acostumbrados a ver
relatos similares —intenté consolarla a ella, que había
estado intentando protegerme a mí, defender mi
relato. Quizás sería la única capaz de creer todo eso
que me estaba pasando.
—A cierta edad la gente ya no cree en nada.
159
—“El más cuerdo es el más delirante” —le dije,
citando una frase de una canción de un gran amor
musical.
—Supongo —me dijo.
Nos quedamos mirando al resto correr, andar,
charlar, jugar. Nos quedamos inmóviles en el tiempo
que corría a través de nosotras. A veces nos borraba
historias y a veces nos alcanzaba la de otros. Otras,
nos inventábamos las historias de todos los que
estaban a nuestro alrededor, acerca de cómo habían
llegado hasta acá. Ella sonreía con mis ocurrencias y
yo había empezado a pensar que era la primera vez
que no tenía que mentir.
Esa noche soñé con Maxi. Soñé que se acercaba de
nuevo a mí en mi tiempo real, pero ambientalmente todo
alrededor respondía a mis recuerdos de secundaria. Él
volvía a buscarme al barrio de mi abuela, se veía feliz.
Me tomaba del brazo y me llevaba a cruzar el puente
que está justo a una cuadra, pero en el camino aparecían
tres mujeres con las que me quedaba hablando. Parecían
esas brujas de pelos largos y oscuros de las películas, pero
no me daban miedo. Quizás a él sí, o lo usaba como
excusa, ya que decidía irse de al lado mío. Cuando lo
buscaba parecía escaparse por el puente, a lo que yo
reaccionaba corriendo detrás de él, hasta que lograba
alcanzarlo. Él me decía que había sentido miedo y había
preferido alejarse, pero yo lo agarraba más fuerte que
antes e íbamos hacia una fiesta. Parecía un cumpleaños
de quince, parecía que la pasábamos genial, hasta que
aparecía uno de sus amigos de secundaria y lo perdía
entre la gente. Me desesperaba ante esa situación y
160
comenzaba a buscarlo por todos lados. Recuerdo
exactamente que lo buscaba por los barrios alrededor del
colegio y también pensaba en ir a buscarlo a su casa de
la infancia, pero después recordaba que ya no vivía más
ahí y que no conocía su nueva dirección. Entonces me
llegaban algunos mensajes diciéndome que él no podía
seguir con esa situación, que no podía seguir estando ahí.
Recuerdo el sentimiento de enojo y desesperación que me
invadió en ese momento en el sueño. Sentía ganas de
gritarle, pero solo alcancé a recriminarle acerca de la
veracidad de sus dichos de siempre en los que yo era lo
más importante y preciado de su vida. Era cuando él,
como prueba de la veracidad de eso, me enviaba un video
que había hecho con momentos que habíamos vivido
juntos, como un videoclip de todas las cosas que en su
momento no había percibido, todo ese amor y esa
admiración que él había sentido siempre por mí. Pero al
final de la conversación solo me decía que iba a irse y que
no lo buscara. Aun así, salí a buscarlo, pero no lo
encontré.
El hecho de haber podido tenerlo cerca en este
último tiempo me había hecho sentir feliz
nuevamente y acompañada, pero había tenido que
dejarlo ir por fin para ahorrarle dolor innecesario. Yo
tenía fe de que se podía aprender también de la
alegría, y de que él llegaría a ser un gran hombre igual.
Ese sueño también me había conectado con la
última de las realidades que había vivido, la casa de la
abuela y mi yo pequeña. En este tiempo no había
margen para pensar demasiado en esa realidad, porque
estaba encerrada e intentando responder preguntas
más urgentes. Pero ahora que alguien creía en mi
versión, me daba esperanzas. Quizás era verdad y no
161
debía estar ahí, había sido un error de cálculos de la
vida. Pero, por más que intentara pensar cómo
resolverlo, sabía que nadie creería en mí, que tenía
encima un dictamen que me encerraba en el hospital.
Rendirme quizás en esta ocasión sería aceptar las
circunstancias para que no sean tan traumáticas, y
quizás, como habían ocurrido tantos milagros en este
tiempo, ocurriera uno más y me sacara de allí.
162
El bucle
Había llegado por fin la hora de saber si alguien se
había preocupado en este tiempo por mí, si quizás una
parte remota de ellos me extrañaba y me iría a buscar.
Pero, a pesar de mis esperanzas, nadie vino el
primer mes que podía recibir visitas. Cada mañana
me había despertado con la idea de que vendrían
corriendo a abrazarme, que traerían a la abuela para
poder volver a verla. No sabía cuánto tiempo estaría
ahí, quizás para siempre, y sabía que no había podido
despedirme como hubiese querido. Quería verme a
mí, quería saber si había podido evitar los primeros
ataques de pánico que tanto me atormentaban en ese
tiempo y que me acompañarían los próximos años.
Quería saber que había podido empezar a construir
un yo más sano, si había podido cambiar algo de todas
realidades que tanto me habían afectado. También
quería ver a mamá, quería pedirle perdón por
haberme puesto en riesgo tantas veces, quería
agradecerle por siempre cuidarme. Y quería ver a
papá, decirle que a pesar de nuestro mal carácter sabía
que me quería pero que no había encontrado aún en
ese tiempo la forma de demostrármelo, que no se
preocupara, que más adelante la encontraría. Quería
decirles a todos que entendía todo su dolor, que estaba
para cuidarlos, para poder cuidarnos entre todos, que
nadie debía cargar con más peso solo, que lo
podíamos repartir entre todos. Quería poder contarles
sobre todas las herramientas que había generado en
estos años para poder sobrevivir, quería que ellos me
163
contaran las suyas, quería que siguiéramos
aprendiendo juntos y que juntos evitáramos que todo
el dolor nos desmoronara.
Quería, pero todo eso tenía que guardármelo para
mí, porque ellos no vinieron.
Una mañana ocurrió, no como lo imaginaba, pero
me habían avisado que tenía visitas. Me arreglé con
lo poco que tenía y me dispuse a acercarme a la sala
de visitas. Entonces lo vi.
—¿Qué haces acá? —No sabía si llorar, si
empujarlo, si abrazarlo y decirle que no hiciera caso a
nada de lo que había dicho antes.
—Vine a verte y traerte algunos regalos —me dijo,
y me alcanzó una muñeca.
—¿Qué es esto? —le dije sin entender qué
significaba ese regalo. Nunca me habían gustado las
muñecas gigantes, y me parecía casi grotesco que fuera
este el regalo que decía traerle a alguien encerrado en
un hospital psiquiátrico.
—¿En qué horario hay cambio de personal? —me
preguntó, como si hiciera una pregunta más.
—No entiendo nada, explicame.
—No puedo.
—A la mañana, cerca de las 7, y a la tarde, también
en ese horario.
—Te espero afuera mañana a la tarde entonces.
—No tengo permitido salir a ningún lado.
164
—Quien piensan que sos no, vos tampoco por el
dictamen, pero quizás Sharon sí.
—¿Quién es Sharon?
—Desde mañana en adelante, vos.
Suspiré y miré la muñeca.
—Gracias.
—Bueno, nos vemos mañana.
Se levantó y se fue como si nunca hubiese estado
sentado delante de mí.
A veces pensaba que la medicación nueva me
podría dar algunas sorpresas, pero la muñeca la seguía
teniendo en las manos, así que no podría ser un sueño.
Cuando llegué a la habitación, abracé con todas
mis fuerzas la muñeca. Entonces sentí una molestia,
algo de plástico me pinchaba en el pecho. Cuando la
alejé de mí decidí desabrocharle el saco que tenía y vi
que había una identificación a nombre de una tal
Sharon. Lo que colgaba del cuello de la muñeca era
un permiso de ingreso. Seguí revisando y vi que las
mangas del saco estaban dobladas hacia dentro y
tenían un largo normal, ya no del tamaño de una
niña. El vestido era igual; había una costura de más a
la altura de la cintura que, al descoserla, le daba un
largo decente. Fue cuando decidí revisar su cabeza y
vi que lo que tenía era una peluca hermosa de cabello
oscuro perfectamente colocada y, debajo de ella,
documentos de identidad. Mi nueva identidad. La
muñeca era mi llave de salida del hospital.
Esa noche no pude dormir. La ansiedad me
dominaba, mi cuerpo temblaba siendo recorrido por
165
todo eso que me atravesaba y no había medicación
que calmara todo ese sentir. Creo que Lil percibió
todo eso que me pasaba.
—Esta noche estás diferente —me dijo.
—Gracias por ser mi amiga en este tiempo —le
dije.
—No es nada, aunque debo admitir que extraño a
Mariel. Vos estás un poco loca también, como todos
nosotros, y me hacés sentir menos rara.
—Todos estamos un poco locos.
—Pero no todos encerrados —me dijo.
—Es verdad, quizás deberías probar con tener un
acompañante y salir un poco, al final del día vas a
tener un lugar donde dormir y mucha gente que te
cuide.
Ella solo suspiró y se acomodó en la cama para
dormirse.
—Podemos hacer una pijamada hoy si no podés
dormirte —le propuse.
—¿En serio? —Parecía entusiasmada como la
primera vez que te quedás desvelada con tus amigas
jugando a cualquier cosa.
—Sí, podemos jugar a algún juego o podemos
conversar.
Así fue. Pasamos toda la noche desveladas
contándonos historias, riéndonos de las ocurrencias y
jugando juegos que eran inventados en el momento
con lo poco que teníamos.
166
El siguiente día se quedó durmiendo del cansancio
que tenía. Mientras tanto, me dispuse a armar el plan.
A la tarde teníamos una actividad recreativa en el
salón común. Estaba todo preparado. Cuando se hizo
la hora, comencé a realizar la clase como todos los días
junto a mis otros compañeros. Había pasado más de
media hora cuando pedí ir al baño. Confiaban en mí,
durante mi estadía nunca había hecho nada extraño
y siempre asistía a todas las clases. Había puesto lo
mejor de mí para sacar provecho a cualquier
momento que pudiera hacer de mi estadía en ese lugar
un momento más ameno. Cuando me dieron el
permiso, salí disparada hacia la habitación, tomé mi
muñeca y la desvestí. El vestido me quedaba perfecto,
parecía que habían tomado mis medidas antes de
hacerlo, y se me veía muy bien. El saco, por el
contrario, seguía siendo algo corto para mi tamaño,
así que decidí arremangar las mangas para que
pareciera que lo corto era algo buscado en mi
vestuario. La peluca, por su parte, parecía estar cortada
por alguien que sabía del tema, el tamaño del flequillo
y el largo calzaba perfectamente con mi cabeza.
Faltaba algún calzado adecuado más que las zapatillas
blancas que traía puestas el día que llegué, pero no
tenía opción. Colgué el permiso en mi cuello y puse
la documentación en una pequeña bolsa que encontré
en la habitación. Entonces salí del cuarto sin hacer
mucho ruido para que Lil no se despertara. Sentía
pena de dejarla ahí, pero me juré volver a verla y que
nunca más se sintiera sola. Comencé a caminar por el
pasillo, había memorizado todas las salidas, y me
decidí por la más vigilada pero la más rápida. Mientras
caminaba hacia ahí, temí por mi futuro, pero sabía
que no podía pasar nada peor. Eso me dio aliento para
167
seguir hasta el final. La puerta principal de ingreso
estaba vigilada por dos guardias y administrativos.
—Hola, buenas tardes —les dije—, es hora de
retirarme. —Con seguridad, les mostré mi
identificación y, después de inspeccionarla por un
momento, me dejaron salir.
—¡Espere, señorita! —escuché que alguien decía
antes de que pasara por la puerta—. Se le cayeron
estos documentos.
—Muchas gracias —le dije, intentando no mirarlo
de frente.
—Usted… —fue lo único que dijo antes de que se
escuchara un grito salir de las habitaciones y una
mujer corriendo y gritando por su vida.
Era Lil, había visto todo y ahora hacía un
espectáculo para que toda la atención estuviera puesta
en ella. Me había ayudado una vez más.
El guardia se giró y salió a ver más de cerca la
situación.
No lo dudé y me dirigí a la salida lo más rápido
que pude. Quizás no tuviese otra oportunidad. Fue
entonces cuando lo vi, con un auto esperándome en
la esquina.
No me salían las palabras para agradecerle.
—Te queda bien —me dijo, mirando todo lo que
había preparado para mi salida.
—Supongo. —Estaba tan nerviosa; me atravesaba
la tensión y la ansiedad todavía. Miraba todo el afuera
como si no quisiera que se me borrara esa imagen de
mi cabeza nunca más, podía sentir la libertad en cada
168
esquina. No sabía a dónde iría ni lo que haría, pero
ahora tenía la posibilidad de elegir.
—La elegiste vos —me dijo, señalando la peluca.
—Yo no… —Entendí que se refería a mi versión
de 15 años.
—Y con la ropa ayudó Leli.
—Nunca fui buena cosiendo.
—¿En qué pensás? —me preguntó mientras
manejaba.
—No sé a dónde voy a ir.
—¿No te das cuenta a dónde estamos yendo?
—Conozco este camino, es el que siempre hice a
casa.
—Exacto —me dijo. No podía ser, no me
recibirían; no habían vuelto a verme, no tenía
novedades de ellos. Jamás me aceptarían de regreso.
—Es un peligro, van a volver a encerrarme.
—Tenes que confiar en mí. Además, ahora tenés
otro nombre, otra apariencia y sos una trabajadora
social.
—Siempre confié en vos. —Me habían dado una
segunda oportunidad.
—Entonces, ¿ahora sí vamos a estar juntos?
—Entonces significa que seguís siendo menor.
—Pero en dos años ya voy a dejar de serlo —dijo,
y nos reímos.
169
Solo le volví a dar la mano como antes, y me
prometí que en el próximo tiempo lo iba a cuidar
como él siempre había cuidado de mí. Por ahora ese
sería el único tipo de amor que podía brindarle, y
había aprendido que era el más sano también. Quizás
ahora la historia cambiara, quizás al tenerme cerca y
aceptándolo, su amor se dirigiera a otra persona.
Estaría bien en ese caso, jamás lo juzgaría por haberme
querido antes por las razones equivocadas. No
elegimos de quién nos enamoramos, pero podemos
elegir cómo amar. Ya no quería pensar en las diferentes
consecuencias de mi estadía en este tiempo, que no
era el mío pero era el único que tenía. Solo quería
intentar vivirlo después de haber corregido y haber
roto tantos traumas en mi historia.
Pero entonces pasó.
170
Índice
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
LOS DÍAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Día 1. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Día 2. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Día 3. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Un lugar a donde ir. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Un nuevo plan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Primer día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Segundo día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Volver a casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
PROMETÉ NO VOLVER A LEVANTAR LA MANO
CONTRA VOS NUNCA MÁS . . . . . . . . . . . . . . 50
El paréntesis: La otra versión . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Todo volvía a pasar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
La belleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Paréntesis y puntos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
El día que me muera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Paréntesis: el punto final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
LAS DESPEDIDAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
TODO VUELVE A PASAR . . . . . . . . . . . . . . . . 130
El después . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
El bucle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
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