Alguna vez un anciano ebanista muy reconocido por la técnica y estética de sus trabajos, decidió hacer su última creación. Se trataba de una silla gradual en la que se pudiera sentar todo tipo de persona. Una silla a la cual se le pudiera adecuar sus dimensiones según se necesitara, y nadie se marginara de su uso. Su idea era excelente pero no contaba con buena madera. Lo único que tenía eran residuos de viejas tareas, que poca calidad podían añadir, a ésta, su última iniciativa. Sin embargo, haciendo uso de la escasa materia prima y de su ferviente deseo, logró el objetivo: construyó la anhelada silla con unos tallados hermosos y a la vez melancólicos, que plasmaban la tristeza de suponer su creación en muy poco tiempo perecida, igual que él. Este era el factible destino de su obra, pues “el tiempo acaba con todo”, y sobretodo, cuando el material no es lo suficientemente fino para vencer la arremetida de los años. Eso creía él.
Él durante toda su vida, fue un ebanista creador de formas y figuras que deleitaban a todo el mundo por su belleza; pero nunca había elaborado ninguna cosa útil y funcional. Ni una mesa, ni una puerta, ni una ventana, ni un recipiente, ni una silla siquiera. Su obra estaba compuesta en gran parte de extrañas abstracciones que, aunque no servían para nada, denotaban una gran genialidad e inventiva inigualable; absolutamente irrepetible. Nunca tuvo más objetivo con su trabajo, que crear tallando en la madera sus inspiraciones, sin deseos de gloria, ni reconocimientos, ni riqueza. Sin embargo, en sus últimos años lo poseyó una enorme congoja, por considerar su obra una colección de inútiles figurines maderados. Lo abrumaba muchísimo morir y no dejar un legado. Creía que solo los elementos de los que pudieran servirse otros, eran dignos de valorarse. Aun así, entremezclando sus frustraciones, sus convicciones y su genialidad, culminó su creación.
El anciano murió y la silla fue a donde van las grandes creaciones, para ser cambiadas por lo que no vale nada; al mercado. Allí cierto día, el vasallo de un emperador que padecía parálisis corporal, la compró. Fascinado por la majestuosidad de sus formas y por la comodidad que ofrecía su variabilidad de tamaño, no dudó en gastar todo el presupuesto autorizado por su monarquía. Era una estructura articulada de tres tonos correspondientes a los colores, naturales de distintas maderas que lo componían; con tres bucles en posición triangular sobre la parte superior, como emulando un nimbo. Sus brazos y soportes eran anchos, unidos por dos verticales en forma sinuosa a la base también cómodamente amplia. Ahora entre pomposas instalaciones, servía para que el enfermo emperador postrara su cuerpo. Indiferente a su condición, el emperador fue reconocido siempre por buenas obras y buen gobierno, lo cual repercutió sobre el bienestar de la silla, pues igual que a él, de ella también cuidaron. Él fue un emperador guerrero, conquistador de muchos reinos y territorios, que en medio de una de sus más épicas batallas fracturó su columna vertebral; recordado siempre como el “buen bárbaro”. Luego de mucho tiempo y de la muerte de él, la posesión de la silla fue sucedida a otros emperadores descendientes de su estirpe; hasta que derrocada su dinastía, pasó a ser propiedad de un pueblo que la idolatraba como figura divina, y la destinaba solo para ser usada por sus sacerdotes.
Había sido tomada por una legión de nómadas supersticiosos, creyentes de su condición supraterrenal, que luego de sitiar el castillo enemigo durante dos generaciones, y aparentemente sin posibilidad de sellar su victoria, elevaron plegarias a sus dioses para pedir la muerte del rey de sus adversarios; y así ocurrió. El último jerarca descendiente del “buen bárbaro”, murió de manera súbita en su silla, rindiéndose así todo su ejército a la merced de los sacerdotes nómadas. La silla se convirtió en ese momento para sus nuevos poseedores, en su más preciado botín de guerra; en el símbolo de la comunión y lealtad con sus dioses.
Habiendo transcurrido mucho más tiempo, muchísimas más generaciones, aquel pueblo se dividió por su causa. Algunos disidentes querían usarla para ajusticiar allí sentados, a quienes infringieran sus leyes. Así, en la silla murieron ejecutados, muchos condenados principalmente, por idolatría. La más grave de las faltas era precisamente, atribuir divinidad a la silla. Sin embargo, estos nuevos dueños la erigieron como monumento de justicia y libertad. Pasó mucho más tiempo y paradójicamente su paso no la destruía. La silla se conservaba estéticamente admirable, debido al cuidado proporcionado por quienes ostentaban su posesión, de manera sucesiva.
Pasó mucho más tiempo y la silla se encontró en un museo. Siendo expuesta al mundo entero como una gran pieza artística y arqueológica, que solo podía ser observada más no usada. Su elaboración y tallado como siempre admirable, contra todo pronóstico y propósito de su creador; pues el tiempo no acabó con ella, pero tampoco a todo el mundo sirvió. FIN
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