Escribir esta historia, escribirla así como por encargo… Una historia postergada, por miedo, por vergüenza o simplemente porque sí. Porque a veces las cosas se dejan pasar esperando no sé qué, o no esperando nada.
La historia que voy a contar no es mía, o a lo mejor sí, quién sabe y a quién le importa. Lo cierto es que es una historia que se pelea con la razón y con el alma… Veamos si sale.
Eva era una mujer simple, prefería pasar desapercibida en lugares públicos y le costaba mucho dar su opinión delante de la gente. Su vida era en gran medida rutinaria, digamos que cada día se parecía demasiado al anterior y eso la hacía sentir a veces como en un sin sentido que no terminaría nunca.
Para el tiempo en que el hecho que quiero contar sucedió, Eva llevaba casada más de quince años, aunque todavía le faltaban meses para cumplir los treinta y ocho. Sus hijos eran lo que ella más de una vez había soñado, cumpliendo en gran parte sus expectativas y ocupando buena parte de su tiempo, entre tareas, juegos, llantos y risas.
Eva sentía que estaba donde tenía que estar y si en algún momento se notaba aburrida o con la sensación de estar en un cuento, daba vuelta la página y volvía a sus cosas, a ocuparse de aquello que en ese momento consideraba lo más importante.
Esa mañana empezó como todas, corridas, temas domésticos para resolver, escuela y de nuevo a buscar trabajo que por aquellos días resultaba muy difícil de conseguir. Ella llevaba meses intentando trabajar en lo que tanto se había preparado, diseñar ropa, pintarla a mano aunque no siempre saliera como a ella le gustaba; era su cable a tierra.
Y como decía, esa mañana de otoño, de ese año que Eva no puede ni quiere olvidar, el sol no terminaba de calentar el día y ella no pensaba que de pronto el mundo se le daría vuelta de esa manera. Salió a la calle con pocas cosas, una agenda, la mochila con lo básico y el celular por si la necesitaban de casa, de donde siempre llegaban mensajes preguntándole dónde esta cada cosa, que hay que preparar para comer y esas cosas de cada día.
El subte estaba más repleto que nunca, parecía que el mundo entero se había decidido a salir a la calle; Y si la ciudad generalmente era insoportable, ese día todo parecía más intenso. Recorrió un largo rato ensimismada en sus pensamientos y bien no se dio cuenta en qué momento se sentó y abrió un libro que siempre llevaba para que el viaje resultara más pasable. De pronto alguien le preguntó la hora, rarísimo, en un tiempo en que la gente ya no pregunta la hora, ya no saluda ni habla de nada que no sea al pasar o porque no queda otra.
“Son las once” le dijo ella, casi sin mirarlo. Y él se quedó ahí, tan cerca que por un momento Eva sintió que no había más nadie en ese lugar y el ruido que hasta hacía un ratito la aturdía, se calmó de golpe, como si en un instante el tiempo se frenara para que ella abriera los ojos, los oídos, los poros de la piel, que en ese momento sintió que le hervía.
Esa mañana él solo le preguntó la hora y ella sintió que le preguntaba todo, que se quedaba cerca, que le acariciaba el pelo con la mirada, que no se iba a ir nunca. Y no sabe ella cuanto tiempo estuvo así en ese vagón porque de pronto se dio cuenta que estaba en su parada, que tenía que bajar. Y se bajó así, como aturdida, pero con una energía que ella creyó que sentía por primera vez.
A la mañana siguiente el día empezó igual, parecía que de la rutina Eva no se escaparía nunca, aunque ella no era la misma, al menos eso sentía. Se cambió con colores vivos, se pintó sobriamente y se sintió linda, como hacía tiempo no se sentía. Salió como siempre a la misma hora, al mismo subte, al mismo lugar dónde hacia solo veinticuatro horas había sentido que tenía tiempo, que estaba viva, que un torbellino le daba vueltas por el alma y por el cuerpo.
Se sentó y esperó la pregunta, la mirada, las caricias. Esperó el silencio y la presencia que ya no estaban fuera sino que lo sentía dentro. Y de nuevo llegó a su parada y bajó excitada aunque a su alrededor no pasara nada.
Y desde aquel día sube al tren y baja con la misma sensación extraña, aunque ya no están la pregunta, las caricias ni la mirada, aunque más de una vez se pregunta si alguna vez estuvieron o si quizás sube para por fin encontrarlas.
Heliana
OPINIONES Y COMENTARIOS