Luis, de 76 años, es un anciano diagnosticado de Alzheimer desde hace mucho tiempo, con un estado avanzado de la enfermedad. Vive en su casa de Madrid y le cuidan sus hijas Marta y Sofía. Él vive su vida desde dentro, con imágenes sueltas sin sentido ni relación entre ellas. Ve a sus hijas como mujeres desconocidas que interactúan con él y hacen cosas alrededor suyo. Incluso le gritan alguna vez.

Marta le está dando de comer, mientras Sofía se queja de que es la tercera vez que tiene que limpiar el sofá de orina. A pesar de que Luis no sabe quiénes son ni qué ocurre, nota la tensión en el aire. No le gusta. Le incomoda. Suelta un par de palabrotas, con cara de enfado y escupe la comida, que sabe a rayos. Tras ello Marta deja de darle de comer el pollo que le ha cocinado como a Luis le encantaba: Al modo de su difunta madre. Se lleva una mano a la frente y suspira, cerrando los ojos, y levantándose para limpiar los restos esparcidos de comida, lamentando que su padre sólo pueda decir palabrotas. Un simple gracias sería suficiente. Un brillo en la mirada. Algo.

A diario hay problemas. A diario hay que cuidar a Luis en sus necesidades más básicas: Comida, baño, andar, vestido, etc. Todo. Apenas colabora, no conversa, y por si fuera poco se pone agresivo a veces. Marta y Sofía no pueden más, no saben qué hacer, no tienen dinero para poder contratar a alguien y las ayudas sociales no llegan nunca. Es desbordante estar así. Pero es su padre, recuerdan cómo fue en vida. Se merece lo mejor, y ellas lo intentan.

Luis, muy a pesar de su familia, no puede apreciarlo. Y quizá sea mejor así. Al fin y al cabo se avergonzaría. Pero la realidad es que él sólo siente que la comida no le sabe a nada, la humedad caliente en su cama. Hasta mover sus piernas es un descontrol. El tiempo es estático, todo es lo mismo siempre. Nota la incomodidad del ambiente y su menguado cerebro decide elaborar un plan desesperado: escapar, huir en busca de una posibilidad mejor, sin saber muy bien cómo.

A la mañana siguiente, sin rumbo, Luis abre la puerta de casa y sale fuera, encontrándose de repente en la calle. Camina y camina, le da el aire, el sol, no escucha gritos y nota como esa nube oscura queda atrás. Sus neuronas parecen estirarse, tocando los extremos de otras neuronas perezosas. Ese nuevo aire de libertad empieza a darle más vida que la que llevaba sintiendo últimamente, empezando a emanar recuerdos antiguos, teniendo incluso algo de lucidez mental.

Caminando, Luis se convierte en un niño de 8 años. Recorre Madrid, la ciudad que le vió nacer. Corre por sus calles, salta en sus parques, ríe y se acerca a jugar con otros niños. Desde fuera, la gente ve cómo un anciano hace todas estas cosas, pero Luis cree profundamente en la edad que tiene; piensa y actúa como tal. De hecho, cuando se acerca a los niños que juegan en el parque se sienta con ellos, por lo que una madre preocupada acaba pidiendo ayuda a la policía, que le llama la atención a Luis. Le reprimen como si fuera un niño pequeño.

Tras salir del parque sin entender por qué él no puede jugar, le entra hambre. Mete las manos en sus bolsillos, a ver si encuentra una peseta para comprarse un polo helado, pero súbitamente el helado no le apetece. Le apetece un cigarrillo, leer un libro, incluso tiene ganas de echarse la mano a la entrepierna. Es el Luis de 14 años.

Tiene incluso recuerdos de la liga mundial de fútbol que había en 1954, y le apetece echar un partido. Encuentra una pista de fútbol cerca con unos chavales jugando, y les pregunta si puede unirse. Luis no comprende por qué le miran tan raro; sin embargo, se encoge de hombros y les demuestra sus habilidades con el balón. No es que sean increíbles visto desde los ojos del propio Luis, pero los niños se quedan tan alucinados que le dejan jugar. Lo pasa tan bien que cuando mira el reloj se da cuenta de que va a llegar tarde a la tienda de su padre, donde trabaja.

El Luis de 18 años corre, temiendo la reprimenda de su padre, pero por el camino choca con una jove. Es muy guapa, tanto que por un momento a Luis se le olvida que debe ir al trabajo, y le ayuda caballerosamente a levantarse; a pesar de la vergüenza, le invita a tomar algo a modo de disculpa. Tiene trabajo y puede permitírselo. A ella le hace tanta gracia que acepta; además, tiene hambre y es una estudiante universitaria. No tiene una economía tan boyante como la de Luis.

Hay un Starbucks cerca. Luis se da cuenta de que es un sitio muy raro, pero con unos pastelitos con una pinta tremenda. Bromea con la joven, llamada Iris, que le sigue las bromas y se ríe; Luis está encantado. Se acercan al mostrador, Iris pide café y una muffin (Luis se ríe de esa palabra inventada) para los dos, y cuando va a sacar sus duros ganados con el sudor de su frente se da cuenta de que no lleva la cartera. Se busca por los bolsillos frenéticamente, avergonzado ¡No puede ser! Una chica guapa que por fin está con él una tarde y se deja la cartera en casa. Se empieza a cabrear consigo mismo, y cuando sube la cabeza ve a Iris delante, que le mira extrañada, pero él ve a una niña que le mira de forma sospechosa. No entiende por qué le mira así esa joven, y vuelve a mirar el reloj. Son las dos menos diez, y su mujer Josefina le va a cantar las cuarenta por llegar tarde a comer.

Una vez más, el Luis de 28 años sale corriendo de la cafetería, dejando atrás a Iris con el caro tentempié. Ella, sin poder creerlo, le grita mientras él se aleja. Recorre rápidamente la calle al salir, aunque sin saber por qué le cuesta un poco la carrera y tiene que frenar. No entiende por qué está cansado. Seguro que es por el duro trabajo que tiene, de bastante implicación física, y ello le tiene agotado.

Sin embargo, a pesar del cansancio, sabe que las ganas de ver a su familia harán que pueda con cualquier barrera física que se le ponga de por medio. ¡Está tan orgulloso! Su familia ha sido lo primero siempre. A pesar de ello, se ve obligado a sentarse en un banco, ya que el cansancio ha dado paso a un dolor en el pecho que no había sentido nunca. Una vez sentado, habla con el hombre de al lado. No se conocen de nada, pero tiene que hacer tiempo, y cuando uno charla con alguien el tiempo pasa más deprisa. La conversación deriva en diversos aspectos de la vida cotidiana: Dinero, fútbol, mujeres, los jefes, etc. Lo normal.

Entonces el desconocido le empieza a hablar a Luis de política, pero él se da cuenta cuando lleva un rato escuchándole de que evidentemente ese hombre es un loco. ¿Votar? ¿Los españoles? ¡JÁ! Pero espera un momento. A lo mejor no está tan loco. Después de todo, Felipe González había adelantado las elecciones generales a ese año por la huelga de sindicatos del 88, unos meses atrás.

No había remedio, la política era desastrosa. Luis tiene 49 años ahora, es por la tarde y le apetece ir al bar con sus amigos para hablar sobre fútbol, y quejarse de algunas cosas. Principalmente, su hija Marta le tiene preocupado; no deja de meterse en líos de manifestaciones y de traerle disgustos, está seguro de que su pequeña será una carga en el futuro. Aún así le adora, es su favorita. Todavía recuerda cuando se enrabietaba cuando le daba de comer siendo ella un bebé o cuando tenía que cambiarle los pañales.

Se levanta del banco y emprende el camino al bar de siempre. Está cerca, a unos pocos metros. Cruza la calle y se encuentra con un anciano que le frena en seco con cara de sorpresa. Éste le llama por su nombre, Luis, y le dice que es Antonio. Antonio, “el de toda la vida”.

Es imposible. Al principio no se lo creía, parecía envejecidísimo, como si tuviera dos décadas más cargadas en su espalda. Estaba claro que necesitaba unas vacaciones, y esa mujer suya era una arpía. ¿Cómo se llamaba? Es igual. ¡Su pobre amigo iba a acabar en la tumba en unos pocos años si no hacía algo!

Conversan, y Antonio se hace una idea de lo que le pasa a Luis. Al principio duda, pero finalmente opta por explicarle sus sospechas, incluido relatarle quién es en realidad. Hablarle de su enfermedad. Recordarle su maldición.

Luis primero piensa que bromea, pero después se asusta y acaba por pensar seriamente en todo lo que le dice. De repente enlaza sus pocos recuerdos con 76 años. Es como un flash. Una pequeña explosión eléctrica, que de hecho parece que le desplaza un poco la cabeza hacia atrás del impacto. Recuerda entonces a sus hijos, a sus nietos, el fallecimiento de su esposa. Y el Alzheimer. Llega a ver esas imágenes con su familia de los días anteriores, que en un comienzo eran translúcidas y opacas, transparentes y con sentido.

Entonces ve el dolor y el cansancio de su familia, las largas horas que le dedican y el trabajo que conlleva. Se siente triste, pesado, avergonzado, un cascarón cuyo interior no tiene valor, que hay que cuidar y vigilar las veinticuatro horas. Siente que su vida realmente ha acabado ya, no tiene nada más que hacer, y aunque lo tuviera realmente no tiene tiempo. A pesar de ello, le quedan esos maravillosos recuerdos que ha podido recuperar durante esas horas de escapada, y que tantas sonrisas y lágrimas le han provocado después de su último choque de realidad hablando con Antonio.

El Luis de 76 años sabe que su momento de lucidez durará muy poco, y debe tomar una decisión. Hay varias opciones: el suicidio, para echarse a un lado definitivamente; volver a su vida actual, a su casa, y continuar de la misma manera; creer que esto es una segunda oportunidad divina e ir a ver a su familia para recuperar el tiempo perdido, etc. Pero las acaba descartando. Todas.

Finalmente, decide escribir una carta. Es simple, y duradero. Las palabras no sufren demencia. Le pide a Antonio papel y bolígrafo. Él lleva una libreta y pluma, se lo da sin objetar. Luis describe que sabe lo que han hecho su familia y amigos por él estos años de enfermedad, que sabe cómo se sienten. Menciona momentos buenos y malos que su familia nunca pensaría que recordaría, pero lo ha hecho en ese momento, y los resume con palabras. También agradece de corazón tener los hijos y nietos que la vida le ha dado, agradeciendo una y mil veces su paciencia y dedicación, terminando con una disculpa porque la enfermedad no sólo está destruyendo su cerebro, sino a su familia.

Le falta poco para acabar la carta. Pero parece que su letra se hace algo ilegible. Interiormente comienza a despedirse del mundo. Gradualmente los edificios desaparecen, el cielo se vuelve negro, el suelo en el horizonte es un abismo que poco a poco le rodea. Luis no se da mucha cuenta. Está aferrado a esos recuerdos que parece ha podido recuperar ese día; quiere poder hacer una última cosa bien por aquellos por los que lo ha dado todo. Ese abismo se acerca cada vez más, los árboles son tragados por la oscuridad, el ruido mengua, las calles se acortan hasta alcanzarle y hacerle desaparecer sin quedar ni una imagen. Ni un sonido. Ningún pensamiento. Ningún un recuerdo. Nada.

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