“El Sendero de Edrid” by Cafecito3223

“El Sendero de Edrid” by Cafecito3223

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Capítulo 1– La sangre de los inocentes

La lluvia no cesaba.

Como si el cielo mismo compartiera el luto que Edrid Sarah aún no era capaz de entender del todo, cada gota caía pesada, constante, lavando la piedra de la ciudad con un murmullo triste. Desde la sombra de un callejón, apenas cubierta por un manto raído, Edrid observaba la escena sin parpadear.

Frente al palacio real, una plataforma de madera crujía bajo el peso de los guardias imperiales. En el centro, de rodillas, con las manos atadas a la espalda y el rostro más sereno de lo que debería, estaba Don Eugene.

Su padre adoptivo. Su maestro. Su mundo.

Los gritos de la multitud eran un ruido lejano. Para Edrid, todo estaba en silencio. No escuchaba las acusaciones, ni los cargos de traición por deudas impagadas, ni la voz del heraldo real. Solo veía los ojos de Eugene. Cansados, sí. Pero llenos de algo que la marcó más que el acero: resignación.

La espada descendió.

No gritó. No lloró. Solo sintió el vacío expandiéndose dentro de ella como una grieta en el hielo.

Años atrás, cuando no era más que una niña, Eugene la había encontrado envuelta en harapos, abandonada a las puertas del gremio de comerciantes. Nadie sabía quién era. Nadie la reclamó. El noble, viudo y sin herederos, decidió llevársela sin más razón que “una corazonada”.

La crió en su vieja casona, entre libros de historia, tratados de magia básica, y tardes frente a la chimenea, donde le enseñaba que la magia era más que hechizos: era emoción, intención, voluntad.

—La magia no es gritar palabras raras —decía mientras hacía flotar una pluma con un leve gesto de la mano—. Es entender lo que realmente quieres. Y atreverte a desearlo.

Edrid lo escuchaba embobada. Para ella, Eugene era un sabio, un mago, un caballero. Un héroe.

Pero los héroes también tienen deudas. Y en ese reino, las deudas eran pecado mortal.

Tras la ejecución, el palacio confiscó todas las posesiones de Eugene. La casa fue sellada. Edrid fue expulsada a la calle sin juicio, sin piedad. Solo era una huérfana más. Nadie protestó.

Las primeras noches las pasó durmiendo entre cajas, soportando el frío y el hambre. No habló con nadie. No pidió ayuda. No quería deberle nada a nadie.

Fue durante esas noches que algo en ella cambió.

Comenzó a reír en silencio. No de alegría, sino para no llorar. Aprendió a no esperar nada de los demás, y a no dar más de sí misma que lo necesario. Su rostro se volvió una máscara: sonrisa tenue, mirada vacía.

Los recuerdos de Eugene la acompañaban, pero no como consuelo, sino como brasas apagadas en el pecho. Se prometió no volver a depender de nadie. Si el reino podía arrebatarle lo que más amaba sin dudar, entonces ella debía volverse alguien que no pudiera ser arrebatada.

Así, semanas después, apareció en la sede del Gremio de Aventureros. Con el colgante de cristal que Eugene le había dejado y un nombre que ahora pronunciaba con fuerza: Edrid Sarah.

No pidió favores. No explicó nada. Solo tomó la misión más sencilla que estaba disponible: explorar una cueva abandonada en las Montañas del Ocaso.

El camino hacia las montañas fue largo. Viajó sola, como era su costumbre desde entonces. No habló con otros aventureros. No compartió el fuego. Dormía lejos de los campamentos, en silencio.

La cueva estaba cubierta de hiedra, su entrada casi invisible entre las rocas húmedas. No había monstruos ni trampas. Solo ecos.

Avanzó con paso firme, antorcha en mano, hasta que, al fondo del túnel principal, encontró una pequeña sala de piedra. Vacía, salvo por un cofre cubierto de polvo.

El candado estaba oxidado, pero cedió con un pisoton. El interior contenía únicamente un libro.

Era un tomo grueso, encuadernado en cuero oscuro, tan desgastado que parecía a punto de deshacerse. No tenía símbolos mágicos visibles, ni runas brillantes. Solo ese olor a papel viejo y tinta olvidada por el tiempo.

Edrid lo abrió con cautela, casi decepcionada.

En la primera página, escrita con tinta seca, había una única línea:

“Diario personal de Rimón Theros, Mago de la Rima.”

El nombre le resultaba familiar. Muy apenas. Una leyenda, un cuento que Eugene le había narrado alguna vez entre risas.

—Un loco, decían. Hacía hechizos con rimas. Pero su ambición era más grande que su voz —le había dicho Eugene una noche, mientras removía el té.

Y ahora, el diario de ese loco estaba entre sus manos.

Cerró el libro con fuerza. Sintió un leve temblor en el aire, como si algo se hubiera activado al nombrar al autor. El cristal de su colgante brilló tenuemente, pero se apagó al instante.

Edrid se quedó en silencio. Por primera vez en semanas, sintió algo parecido a curiosidad. Tal vez… propósito.

Tras un rato de silencio, Edrid volvió a abrir el libro y comenzó a pasar las páginas. Tenía muchas secciones en su interior, pasos para realizar rituales y hechizos de magia blanca, yendo desde hechizos básicos hasta algunos muy avanzados que requerían mucha más experiencia de la poca que ella tenía con la magia.

También tenía un bestiario, una sección que catalogaba lugares del reino y explicaba que tan seguro era visitarlos, una sección con hojas al parecer vacías había también una sección de testimonios, los cuales narraban experiencias, algunas del propio autor y otras de personas que al parecer este mismo había interrogado acerca de experiencias con criaturas que hubiesen tenido.

Capítulo 2– Encuentro

Edrid salió de la cueva, aun sosteniendo el maltratado libro abierto en sus manos, hojeando principalmente la sección del bestiario, la cual describía con lujo de detalles muchas de las criaturas que habitaban por la zona.

Apenas había comenzado a leer sobre los Basiliscos del Norte cuando un sonido se percibió entre las ramas del bosque. Crujidos secos, hojas agitadas, arbustos sacudiéndose, sonidos que provenían de lo profundo del bosque.

El corazón de Edrid latió con fuerza. El viento que antes soplaba en su rostro cesó de golpe. El crujir de las ramas parecía acercarse, como si algo – o alguien – se moviera con la intención de acecharla. Se mordió el labio y apretó el libro contra su pecho. En su mente, recorrió las criaturas que había leído hacía apenas unos momentos: Asechadores, Cambiapieles, Sabuesos de musgo… Ninguna de ellas parecía una buena noticia.

El sonido se detuvo de pronto, solo se oía el inquietante silencio del bosque, apenas acompañado por el leve susurro del viento que ahora movía las hojas de los pinos.

Edrid giró la cabeza hacia la izquierda, buscando en vano, luego hacia la derecha, solo para ver lo mismo. Frente a ella, nada. Nada más que árboles.

Pero cuando finalmente miró hacia abajo…

…dos ojos negros la observaban. No de forma amenazante, sino con una curiosidad e inocencia tan profundas que la sorprendieron. Los dos ojos, color negro oscuro, reflejaban la luz como pequeños espejos de cristal. Era un conejo, de pelaje espeso y color gris claro, con cuernos que brotaban de su cabeza en forma de semi espiral, similares a los de un carnero en miniatura.

Edrid se quedó quieta, observándolo con cautela. No se movía, solo la miraba, como si la estuviera evaluando.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal, pero algo en esa mirada hizo que se relajara. Al fin y al cabo, ¿qué podía ser tan malo en un simple conejo con cuernos? No obstante, la intensidad de esos ojos, como si conocieran algo que ella no, la dejó intranquila.

Edrid tardó unos segundos en reaccionar. Bajó lentamente el libro, sin apartar la mirada de la criatura.

—Oh, solo eres un… ¿un qué?… ah, ¡lo tengo!

Pasó algunas páginas del libro hasta llegar a la sección que buscaba. Con una sonrisa casi imperceptible, empezó a leer en voz baja.

—Ajá!… un “Jackalope”… veamos…

«Entrada n°17: Jackalope

Nombre común: Jackalope»

—Claro…

Añadió, con un tono algo más relajado mientras continuaba leyendo.

«Rango de amenaza: Bajo

Habitat natural: Bosques luminosos no muy profundos, claros soleados, valles verdes, planicies floreadas y colinas templadas.

Comportamiento: Tímido, juguetón, curioso. A menudo roba objetos pequeños como botones, plumas o bayas.

Descripción física: Pequeño mamífero de cuerpo similar al de un conejo de campo.

Lo más distintivo son sus pequeños cuernos, los cuales pueden tener similitudes con los de algunos animales de campo comunes, como ovejas, carneros o ciervos, los cuales crecen desde su frente. Sus ojos brillan con mucho reflejo si la luz del sol los alcanza directo.

Notas adicionales:

Se dice que, si un Jackalope te observa fijamente y no huye, es señal de buena fortuna.

Algunos campesinos creen que si logras atrapar uno (sin hacerle daño), este puede guiarte hacia hongos raros o lugares escondidos por la magia del bosque.

Es muy hábil escapando. Más de un mago ha intentado usar sus bigotes como componentes de pociones, sin éxito.»

Edrid terminó de leer, con una ligera sonrisa de sorpresa.

—Vaya… eres una criatura bastante interesante…

Le dijo al animal mientras se agachaba para mirarlo. Algo en ella sintió una extraña paz al estar cerca de la criatura.

Capitulo 3- La huérfana y el Jackalope

Edrid se incorporó, miró una última vez la entrada del Jackalope en el libro antes de cerrarlo con cuidado.

—Bueno… supongo que fue un gusto conocerte amiguito —Dijo mientras le daba la espalda con intención de seguir su camino.

Avanzó entre raíces, flores silvestres y troncos musgosos, notando que la luz del sol se filtraba entre los árboles. A cada paso, escuchaba el sonido de unas pequeñas pisadas detrás de ella.

Edrid se detuvo. Giró el rostro por encima de su hombro y ahí estaba, a unos metros el pequeño Jackalope, moviendo la nariz con insistencia, siguiéndola con sus negros ojos reflejantes.

—¿Aun aquí? —preguntó en voz baja y algo desconcertada.

Retomó la marcha, esta vez más lento, observando como el animal trotaba a su lado con absoluta tranquilidad, aunque sus patas parecían cortas, era bastante rápido para su tamaño incluso, le seguía el ritmo sin mucho esfuerzo. No parecía tenerle miedo a la joven, tampoco parecía domesticado, simplemente había decidido acompañarla.

Edrid no sabía si sentirse cómoda o incómoda con la compañía. Por un lado, era solo una criatura pequeña, probablemente inofensiva. Pero por otro… algo en sus ojos la hacía sentir observada, como si el animal entendiera más de lo que mostraba.

—No deberías seguirme… este no es un camino para ti —murmuró, sin voltear a verlo.

El Jackalope no respondió, por supuesto. Pero tampoco se detuvo.

Caminaron juntos un buen tramo. El bosque comenzaba a cambiar, los árboles eran más delgados y altos, y el musgo del suelo se hacía más espeso. El aire tenía un aroma a humedad y corteza mojada. A lo lejos, se escuchaba el susurro de un arroyo.

Edrid decidió detenerse para beber agua. Se agachó junto al riachuelo, dejando el libro cuidadosamente a un lado. Mientras tomaba el líquido con las manos, vio por el reflejo en el agua cómo el Jackalope se acercaba con curiosidad al libro.

—Oye, no lo muerdas —le advirtió, medio en serio, medio bromeando.

El Jackalope dio un pequeño saltito hacia atrás y la miró con esas bolitas negras que parecían de vidrio pulido.

Edrid soltó una risa muy leve. Casi ni ella se dio cuenta de que lo había hecho. Era la primera vez en semanas que algo genuinamente le parecía gracioso.

—Quizás no eres tan molesto después de todo…

El silencio los envolvió de nuevo, pero esta vez no era incómodo. Edrid se recargó contra una roca y sacó una ración de pan seco que aún le quedaba.

—No sé por qué me sigues, ni qué buscas… pero si vas a venir conmigo, al menos debes ganarte tu parte.

Partió un pedacito y lo dejó sobre una hoja cerca del Jackalope. Este se acercó, lo olfateó, y tras un segundo de duda, lo tomó entre los dientes y comenzó a comerlo.

—Ya ves… no eres tan distinto de nosotros —dijo Edrid, más para sí misma que para él.

Mientras ambos comían, la joven miró hacia el cielo, que apenas se colaba entre el ramaje.

No sabía a dónde ir después.
La misión de la cueva ya estaba cumplida, pero el libro planteaba más preguntas que respuestas. Aquel diario no era solo un compendio de criaturas o conjuros; era el reflejo de la mente de un mago que, como ella, había buscado algo más en su camino.

Quizás, pensó, debía seguir sus pasos… buscar más pistas sobre ese tal Rimón.

Justo cuando esa idea comenzaba a tomar forma en su mente, el Jackalope alzó la cabeza bruscamente. Sus orejas se tensaron, su nariz se movía rápidamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Edrid.

El animal dio un par de pasos hacia el bosque, luego la miró, como invitándola.

—¿Otra vez con eso…?

Suspiró, pero algo dentro de ella —una mezcla entre corazonada e instinto— le decía que debía seguirlo.

Tomó el libro, lo guardó con cuidado en su bolso, y se puso de pie.

—Está bien… muéstrame a dónde quieres ir.

Y así, sin más palabras, siguió al Jackalope entre los árboles, hacia lo desconocido.

Capitulo 4- Un compañero con cuernos

El Jackalope continuaba avanzando, adentrándose más en el bosque, seguido por Edrid.

Las patas del animal apenas hacían ruido contra el suelo cubierto de hojas, y cada salto era preciso, silencioso, casi etéreo. Edrid dudó un momento, mirando el claro detrás suyo, pero algo en los ojos del animal la tranquilizaba. No parecía que le fuera a hacer daño… al contrario, se notaba incluso emocionado.

A medida que avanzaban, la vegetación se hacía algo más densa, y el sol lograba filtrar un tenue rayo de luz entre las hojas de los altos pinos, dibujando formas doradas sobre el suelo cubierto de hojas y musgo.

Edrid tuvo que apartar lianas, agacharse para esquivar ramas, y brincar sobre raíces gruesas. El canto de aves desconocidas flotaba en el aire, y pequeñas criaturas aladas —parecidas una mezcla entre libélulas y hadas— revoloteaban entre las ramas, soltando risitas burlonas cuando pasaban cerca de la joven. Una de ellas intentó meterse a hurgar en su bolso, pero Edrid la quitó con un manotazo suave.

Conforme iban avanzando, otro pequeño arroyo apareció frente a ellos, fluyendo con calma sobre piedras. El Jackalope saltó con agilidad entre las rocas hasta llegar al centro, donde había una pequeña isla de roca completamente llena de vegetación. Edrid lo siguió con cuidado, mojándose un poco los bordes de la falda.

La isla era como un rincón oculto del bosque. Todo allí parecía más vivo: helechos gigantes, plantas colgantes que se movían con la brisa, hongos fosforescentes y flores que se cerraban tímidamente al tocarlas. Entre las raíces de un gran árbol de aspecto antiguo, cubierto de musgo espeso, había un hueco con forma de madriguera. De él salía un tenue brillo azul.

Edrid se agachó y miró este hueco, el cual estaba sellado por una runa grabada en piedra, delicada y compleja. Le resultaba vagamente familiar. Sacó de su desgastado bolso el libro de Rimón. En las primeras páginas, había una guía para interpretar y desactivar sellos mágicos. Edrid la leyó en voz baja, mientras el Jackalope se sentaba a su lado, atento y con las orejas erguidas.

—Veamos… Runas de nivel cuatro… —murmuró antes de comparar la ilustración que había en el libro con la runa que tenía enfrente—.

“Esta runa antigua se usa comúnmente por los magos para proteger reliquias personales. Para abrirla, debía pronunciar un conjuro en lengua antigua hablada solo por antiguos magos de la orden, elfos experimentados y algunos espíritus del bosque, por suerte, basta con pronunciar las siguientes palabras para acceder a uno”

Leyó antes de hacer una pausa, mirar a su alrededor y continuar leyendo la página.

—Dai’mel et nuaros vel’thain… —balbuceó Edrid con torpeza, arrastrando las sílabas como si fueran pesadas.

Un resplandor azul se dibujó sobre el contorno de la runa. El sello tembló, brilló más intensamente, acto seguido se deshizo con un zumbido suave.

Dentro del hueco había un sombrero de mago, algo grande para su cabeza. Una túnica color rojo tinto, bordada con hilos plateados. Botas altas de cuero marrón, suaves y firmes. Unas cuantas camisas de color rojo oscuro, unos pantalones color negro, un bolso bastante bien cuidado que se colgaba en el hombro y tenía bastante más espacio para almacenar cosas que el que ella tenía.

También había un bastón de madera retorcida algo largo y con punta en forma de espiral. Todo parecía llevar ahí bastante tiempo, pues la ropa estaba ya cubierta de polvo y se veía algo antigua.

Edrid se miró a sí misma. Su camiseta gris tenía algunos agujeros, su falda blanca estaba ya algo sucia y sus botas estaban también muy desgastadas, además su pequeño bolso café, en el que apenas cabía el libro también se veía bastante dañado.

El Jackalope la empujó suavemente con la cabeza, como animándola a probarse las cosas.

—No sé lanzar conjuros… —murmuró — Don Eugene apenas me enseñó lo básico… nunca a lanzar un hechizo.

El Jackalope ladeó la cabeza.

Edrid volvió a mirar el libro de Rimón. Estaba ahí. Todo lo que necesitaba aprender, todo lo que el mago había registrado, conocido y aprendido.

Suspiró, con una mezcla de miedo y emoción. Se probó el sombrero, que le cubría casi la frente por completo, aunque con hacerlo algo hacia arriba no daba mucho problema. Se probó la túnica, se subió un poco las mangas y tomó el bastón en sus manos, el cual al tomarlo resplandeció débilmente en un traslucido color celeste.

—Supongo que es hora de intentarlo con la magia… ¿no? —le habló al Jackalope el cual meneaba la cola de forma rápida al verla.

Edrid guardó el libro en su nuevo bolso, el Jackalope dio un pequeño salto y emitió un pequeño chillido.

Capítulo 5– Comienza el viaje

El sol se ocultaba tras los árboles, tiñendo el bosque con un resplandor naranja apagado. Edrid practicaba frente a un claro silencioso, el libro de Rimón abierto sobre una roca y el bastón firme entre sus manos. Llevaba horas ensayando conjuros básicos: pequeños destellos de luz, control de raíces, un intento torpe de barrera mágica… pero nada salía como en las páginas del diario.

—“Ardelia frum noak’hel…” —murmuró otra vez, apuntando hacia una raíz cercana. Esta apenas se torció un poco hacia arriba, pero este no era el efecto que ella buscaba.

Frustrada, respiró hondo. El Jackalope la miraba desde una roca, ladeando la cabeza con preocupación.

Entonces, el aire cambió.

Comenzó a oírse en el ambiente un gruñido feroz.

Entre la maleza, algo se movía. Un gruñido bajo, como de garganta húmeda, se dejó escuchar. Hojas agitadas. Un par de ojos blanquecinos brillaron entre los arbustos.

La criatura saltó.

Una bestia, de un tamaño no muy grande, más bien era mediana, con un cuerpo robusto y compacto. Su piel es de un tono marrón terroso, pero raramente visible, ya que está casi por completo cubierta por una capa de musgo que crece directamente sobre su cuerpo, su hocico recordaba vagamente al de un dragón pequeño y sus ojos eran blancos sin pupilas visibles.

Intentó levantarse, pero sus piernas no respondían.

—No… no así… —murmuró. Pero la bestia rugía de nuevo, preparada para el golpe final.

Justo cuando sus ojos se cerraban, resignada a su destino, una flecha silbó entre los árboles, incrustándose en el hombro de la criatura. Un segundo después, un martillo de guerra golpeó al monstruo de lado, arrojándolo contra un árbol.

—¡Arriba, niña! —gritó una voz gruesa.

Una mujer vestida con armadura ligera se plantó frente a Edrid, espada en mano. Un segundo guerrero, más alto y robusto, se unió a ella. A sus espaldas, un joven arquero tensaba otra flecha.

La bestia retrocedió, herida, y con un chillido cavernoso desapareció entre los árboles.

Los tres aventureros se acercaron a Edrid. La mujer le tendió la mano.

—Estás viva por poco. ¿Qué rayos haces sola en este bosque?

Edrid la miró, jadeante. Dudó antes de tomar la mano. La levantaron con cuidado. El más viejo del grupo, un hombre con barba canosa y ojos cansados habló con tono amable.

—Somos parte de una compañía de aventureros. Recorremos el reino ayudando a los que lo necesitan… deberías venir con nosotros. No durará mucho si sigues sola por aquí.

Edrid los observó. Eran fuertes. Capaces. Tal vez… podrían enseñarle.

Pero algo dentro de ella se negó. Una voz fría, que venía desde aquella noche en la que Don Eugene fue ejecutado.

—No… gracias. —respondió con firmeza, bajando la mirada—. Prefiero seguir sola.

El grupo intercambió miradas desconcertadas, pero no insistieron. El más joven le dejó un trozo de pan y una pequeña bolsa con hierbas curativas antes de marcharse.

Cuando la noche cayó por completo, Edrid volvió a encender una fogata. El Jackalope dormía en su regazo. Ella hojeaba el diario de Rimón, buscando respuestas, paso por la sección del bestiario y ahí en el número 23 lo vio, la bestia que casi la mata en la tarde.

Entrada n°23

Nombre común: Sabueso de Musgo

Rango de amenaza: Neutral

Hábitat natural: Zonas húmedas y sombreadas de bosques luminosos; madrigueras en raíces huecas, cavernas musgosas o árboles caídos cubiertos de vegetación.

Comportamiento:

Territorial. Evita el contacto con criaturas grandes, pero defenderá ferozmente su territorio si detecta una amenaza hacia su nido o sus crías. Extremadamente protector de su camada, que puede llegar a incluir entre cinco y diez crías.

Descripción física:

Criatura pequeña, de cuerpo compacto y redondeado. Su piel terrosa está cubierta por musgo vivo que cambia de verde esmeralda a verde oscuro según la humedad. Brotan de su lomo pequeños hongos bioluminiscentes. Posee un hocico ligeramente alargado y escamoso. Sus ojos son grandes, húmedos y completamente blancos.

Notas adicionales:

El musgo sobre su cuerpo tiene propiedades mágicas regenerativas y se adhiere a superficies como camuflaje.

Puede liberar una nube de esporas irritantes al sentirse amenazado; estas causan desorientación temporal, picazón y visión borrosa.

Se cree que su presencia beneficiará el crecimiento de la flora cercana. Algunos herbolarios aseguran que encontrar uno en su hábitat es señal de que el bosque te ha dado la bienvenida.

Sus hongos al ser brillantes le ayudan a ver en la oscuridad.”

—Oh… ya veo — Exclamó Edrid al darse cuenta de que al lanzar su hechizo fallido el movimiento brusco de las raíces que provocó probablemente hizo pensar al sabueso que su nido estaba en peligro.

Continuó dando vuelta a las páginas. Cuando una página casi oculta, entre las últimas secciones, llamó su atención.

Una ilustración de un templo rodeado por árboles antiguos y símbolos arcanos llenaba la hoja. Bajo ella, un texto garabateado:

«Aquel que desee entrenar en soledad y comprender la verdadera esencia de la magia, deberá encontrar el Santuario de los Ecos. Está oculto a los ojos del mundo, pero visible para quienes llevan consigo la voluntad de seguir solos el camino.»

Edrid acarició con los dedos el dibujo.

—Entonces… ahí es donde tengo que ir.

El fuego chisporroteaba débilmente mientras la luna iluminaba el claro. Edrid cerró el libro con cuidado, pensativa. A su lado, el Jackalope levantó la cabeza, como si también hubiera escuchado las palabras del diario.

—Santuario de los Ecos… —susurró, como saboreando el nombre.

Se puso de pie lentamente, ajustó la túnica, tomó el bastón y se colgó el bolso al hombro. El bosque ya no le parecía tan hostil. Sentía miedo, sí, pero también algo distinto… como si finalmente tuviera un propósito más allá de huir o sobrevivir.

El Jackalope se incorporó también, dando un par de saltitos emocionado. Edrid sonrió, apenas.

—Vamos… si ese lugar existe, lo encontraremos.

Capítulo 6: El Santuario de los Ecos

Edrid caminaba en silencio por el bosque, el Jackalope saltando juguetonamente a su lado. El sol comenzaba a asomarse lentamente por el horizonte, el lugar parecía estar en su mejor momento, como si el bosque se despertara de la noche anterior. Las hojas brillaban suavemente bajo la luz anaranjada del amanecer, y el aire se volvía fresco.

Sin embargo, algo en la atmósfera le parecía extraño, algo que no podía identificar con claridad. Como si el tiempo estuviera avanzando, pero Edrid, en algún rincón de su mente, no avanzara lo mismo. Había pasado tanto tiempo desde que su vida había tomado un giro tan radical, desde la muerte de Don Eugene hasta el encuentro con el diario de Rimón, que las piezas del rompecabezas de su vida aún no encajaban.

Al dar un paso más, Edrid se detuvo repentinamente. Algo la hizo pensar en la pequeña criatura que la acompañaba. El Jackalope, que por un momento había dejado de saltar, la miraba fijamente, como si estuviera esperando algo.

Edrid lo observó también, dándose cuenta de algo que no había notado antes. Llevaba ya un buen tiempo viajando con él. Compartiendo momentos y siendo testigos mutuos de este viaje extraño, pero nunca se había detenido a conocerlo como realmente deseaba. Sin pensarlo mucho, se agachó y comenzó a acariciar la suave cabeza del Jackalope.

—Te he estado ignorando, ¿no es así? —murmuró, sintiendo una mezcla de culpa y aprecio—. Es hora de que te dé un nombre.

Edrid lo miró detenidamente. Algo en él le era familiar, algo que no podía explicar, pero mientras lo observaba, sus ojos se detuvieron en el libro de Rimón que aún llevaba consigo. Al abrirlo por la mitad, sus ojos cayeron sobre el nombre escrito con una tinta ya algo desvanecida: Rimón Theros.

Un pensamiento cruzó su mente, y sin saber por qué, la idea le pareció perfecta. Miró al Jackalope, notando cómo sus pequeños cuernos se retorcían en espiral. Era un animal peculiar, como los registros del propio Rimón.

—Theros… —murmuró en voz baja, como si el nombre resonara dentro de ella.

No pasó mucho tiempo antes de que se decidiera completamente.

—Te llamaré Theros ¿te parece bien, amigo?

El Jackalope, o ahora Theros, respondió con un pequeño brinco y un chiflido suave, como si aceptara su nuevo nombre.

Edrid sonrió para sí misma. Sin saberlo, había dado un paso más hacia algo más grande que ella misma.

Se levantó, guardando el libro de Rimón nuevamente en su bolso, y continuó caminando hacia el norte, hacia el Santuario de los Ecos, ese lugar misterioso que el mago había descrito en su diario. A pesar de las sombras alargadas por el sol que salía ya casi por completo, Edrid sentía una extraña paz, como si este fuera el primer paso hacia algo que no entendía, pero que necesitaba descubrir.

Más tarde, cuando la tarde caía…

Edrid había recorrido gran parte del amanecer y la mitad del atardecer, siguiendo el rastro del Santuario, guiada por las notas del diario. La caminata había sido silenciosa, interrumpida solo por las risas de los pequeños silfos brillantes que revoloteaban en el aire, y el sonido ocasional de los árboles moviéndose con la brisa.

En ese momento, Endrid se dio cuenta de que lo mejor por el momento era descansar, pues había pasado ya casi todo el día recorriendo bosques, ya se había alejado mucho del reino. Mientras acampaba bajo el cielo de un color levemente morado, se sentó junto a una fogata que había encendido, su mente llena de dudas y preguntas. Abrió el diario de Rimón una vez más, pasando las páginas con cuidado.

—»El Santuario de los Ecos está más allá de las colinas, donde el río se divide en tres. Una vez llegado, no es solo un lugar de magia. Es un lugar donde los magos, espíritus y todo aquel que busque el verdadero poder pueden encontrarse con su propio destino». —Edrid leyó en voz baja, pero las palabras no la tranquilizaban como esperaba.

¿Por qué había Rimón elegido ese lugar? ¿Qué lo hacía tan especial? Más importante aún, ¿por qué sentía que este viaje estaba destinado para ella?

Antes de irse a dormir, sintió la necesidad de hablar en voz baja, como si pudiera contarle todo lo que tenía en su mente a Theros.

—No sé lo que encontraré allí, Theros. Tal vez será una forma de dejar todo atrás, encontrar respuestas. O tal vez solo será más dolor… Pero lo necesito, de alguna forma, ¿lo entiendes?

El Jackalope se acercó, apoyando su cabeza en su pierna, como un recordatorio de que no estaba sola. Aunque todo parecía incierto, ella ya no iba a enfrentar su destino sola.

Y con eso, Edrid se quedó dormida, con los ojos cerrados, mientras la tranquila oscuridad del bosque la rodeaba, sintiendo que, de alguna manera, este viaje también la estaba llevando hacia sí misma

Capítulo 7 – Paseo por el Bosque

El bosque era espeso y húmedo, cubierto de neblina baja que se aferraba al suelo como si no quisiera soltarlo. Edrid avanzaba en silencio, guiada solo por lo que el diario de Rimón le mostraba. Theros, su fiel jackalope, brincaba a su lado en silencio, sus orejas de conejo atentas a cada crujido, sus cuernos retorcidos hacia atrás como los de un carnero.

De pronto, un estruendo lejano rompió la tranquilidad. No era cualquier sonido: ramas rotas, gritos, algo que se quebraba contra el suelo. Edrid se detuvo en seco. Su cuerpo reaccionó antes de que pudiera pensar. Corrió entre árboles, agachándose, sin hacer ruido. Se escondió tras unos arbustos densos justo a tiempo para ver lo que ocurría.

Tres hombres rodeaban a una figura delgada. Una mujer de cabello claro color perla y orejas largas. Se burlaban de ella, lanzando amenazas y risas grotescas. Lo que no sabían era que estaban a punto de cometer el peor error de sus vidas.

En un parpadeo, la mujer se movió. Uno cayó de rodillas antes de darse cuenta, el segundo fue lanzado contra un árbol con un giro ágil, y el tercero apenas alcanzó a levantar su espada antes de quedar inconsciente. La elfa se sacudió el polvo de los hombros con elegancia, como si aquello no hubiese requerido ningún esfuerzo.

—Sal de ahí —dijo sin girarse.

Edrid se tensó. ¿Cómo…? Pensó que su escondite era perfecto. Caminó hacia ella con la mirada fría y sin decir palabra. Sylwen, la elfa, sonrió apenas.

—No es común ver chicas caminando solas por este bosque. Menos aún tan cerca del Santuario de los Ecos —comentó.

—¿Tú sabes dónde está?

Sylwen hizo una mueca divertida, se cruzó de brazos y desvió la mirada como si fuera un juego.

—Quizá. ¿Te gustaría que te lo mostrara?

Edrid frunció el ceño. No confiaba en nadie. Menos en alguien tan alegre.

—Puedo encontrarlo sola.

—Seguro que sí —dijo la elfa con una sonrisa—. Pero te ahorrarías muchas vueltas si vinieras conmigo.

Había algo en ella… una energía que no se podía ignorar. Edrid no respondió. Caminó en dirección opuesta. Pero Sylwen la siguió sin perder el ritmo, tarareando una melodía extraña.

Durante el camino, la elfa intentó hacer conversación: preguntó cosas, bromeó, incluso intentó adivinar el nombre de Theros. Edrid respondía lo justo. Una parte de ella quería alejarse, otra… empezaba a bajar la guardia.

Cuando llegaron al pie de una colina envuelta en niebla, Sylwen se detuvo. Había una puerta de piedra tallada en una pared natural, como si la montaña misma se abriera para recibir a alguien.

—Aquí es —dijo la elfa, volviéndose hacia ella—. Pero yo no puedo seguir.

—¿Cómo que no puedes? —preguntó Edrid, frunciendo el ceño.

—La entrada fue sellada con una barrera mágica. Solo los humanos pueden cruzarla. Es parte de la protección del santuario.

Edrid parpadeó. Algo no encajaba.

—¿Solo los humanos? —repitió.

Sylwen sonrió, serena.

—Nunca dije que lo fuera.

Edrid la miró más de cerca. Las orejas, más largas de lo normal. Los ojos, las pupilas claras con un leve brillo sobrenatural. Su agilidad… su porte. Todos esos detalles que había ignorado ahora se conectaban como piezas de un rompecabezas.

—Eres… una elfa.

Sylwen asintió con tranquilidad, sin cambiar su expresión.

La sorpresa no fue leve. Fue como si algo dentro de Edrid se soltara. Ella había crecido con historias, algunas fantasiosas, otras reales. Pero los elfos… eran mitos, cuentos que Don Eugene solía contarle junto al fuego cuando aún creía que el mundo tenía lugar para la magia buena.

La memoria le llegó de golpe.

—»Algunas criaturas tienen tanta vida en los ojos que no necesitan hablar para que entiendas que han visto siglos pasar frente a ellos, Edrid…»

La voz de Don Eugene volvió tan clara como si aún estuviera ahí.

Recordó una noche lluviosa, ella envuelta en una manta, escuchando a su mentor hablar sobre los antiguos aliados de los humanos: los elfos, sabios, longevos, distintos pero cercanos. Él había dicho eso justo después de contarle cómo conoció a un hechicero que hablaba en rimas. Y Edrid, de niña, le había creído todo.

Volvió al presente. Sylwen seguía allí, de pie, sonriéndole.

—¿Tú… conociste al Mago Rimón?

Por un instante, la sonrisa de Sylwen titubeó. Sus ojos parpadearon, y hubo una pausa breve, muy breve.

Luego soltó una risa ligera y dijo:

—¡Ah, cuántas preguntas haces, Edrid! Vamos, entra antes de que cambie el clima.

Y se giró para alejarse, con la misma calma alegre de siempre.

Edrid frunció el ceño. No insistió, pero esa risa, ese desvío tan repentino… le dejó la duda clavada como una astilla.

No dijo nada más. Solo un seco:

—Adiós.

Cruzó la barrera mágica, sintiendo cómo una energía le recorría el cuerpo. No era dolorosa, pero sí intensa, como una presencia que te examina sin decir palabra.

Al voltear una última vez, Sylwen ya no estaba.

Y Edrid, con los pensamientos revueltos, siguió adelante, hacia lo desconocido.

Spin off/Anecdotario # 1: Sylwen

*este es un capitulo extra, por lo que puedes saltarlo, pero si te interesa mas la historia de la elfa Sylwen puedes visitar el spin off que estamos haciendo aparte sobre ella en nuestro perfil*

*El frío no siempre congela… a veces conserva heridas abiertas. *

Las ventiscas golpeaban las ramas desnudas con una furia que parecía viva. Los bosques congelados, al norte de los dominios del reino, eran un lugar donde las leyendas dejaban de ser cuentos para volverse advertencias. Allí, entre la nieve y el eco de aullidos distantes, caminaba un grupo

Conformado por cuatro: Rimón, aún perfeccionando su magia silenciosa; Timoteo, un muchacho ágil y silencioso, experto en dagas y de corazón noble; Thylia, arquera y sanadora, criada para pensar que el mundo debía rendirse a sus pies; y Sylwen, la elfa de mirada afilada y temple frío.

—¿Sabes lo que decía mi abuelo? —dijo Thylia mientras limpiaba la escarcha de su arco—. Que un verdadero arquero no necesita ver al enemigo… el enemigo debe sentir que ya está muerto antes de que la flecha vuele.

—¿Y tú ya lo sentiste? —respondió Timoteo con una risa baja, nerviosa.

—No, pero tú sí si sigues hablando, bicho flaco —le devolvió ella con una media sonrisa arrogante.

Sylwen los observaba en silencio. No por desapego, sino por costumbre. Siempre fue más de actuar que de hablar. Pero no podía negar que había algo reconfortante en esa pequeña dinámica que el grupo compartía, aún cuando estaba cosida con sarcasmo y diferencias.

El objetivo de la misión era recuperar un artefacto guardado en las ruinas de un antiguo templo cubierto por la nieve. Se decía que podía repeler la presencia de los wendigos, criaturas deformes y hambrientas que cazaban en las sombras, guiadas por el sufrimiento y el calor del cuerpo humano.

Tras largos días de rastreo, combates menores y casi congelarse en cuevas improvisadas, el grupo logró lo imposible: hallaron el artefacto. Rimón lo activó usando un verso cuidadosamente escrito, y una onda de energía luminosa barrió el bosque, alejando los horrores que los habían estado cazando.

Esa noche, celebraron. Un fuego, risas tímidas, incluso Thylia bajó la guardia lo suficiente para reírse con Timoteo. Sylwen se apartó un poco, sentada sobre una roca, observando las llamas como si buscaran respuestas en ellas.

—Pensé que no te gustaba la compañía —dijo Rimón, sentándose a su lado.

—Me gusta más que estar muerta —respondió sin mirarlo.

Pero lo que no sabían… es que uno de los wendigos, uno que había mutado más allá del poder del artefacto, los acechaba. Había resistido el impulso mágico y ahora, hambriento y furioso, se deslizaba entre los árboles como un fantasma.

El grito llegó de repente.

Timoteo, que se había alejado apenas unos pasos para recoger más leña, fue el primero en caer. Su cuerpo golpeó la nieve sin hacer ruido. Cuando el grupo se volteó, solo vieron una mancha oscura abalanzarse sobre ellos.

El combate fue desordenado. Nadie tenía sus armas a mano. Rimón apenas alcanzó a conjurar un par de hechizos con voz temblorosa. Sylwen peleó con una rama afilada, mientras Thylia trataba de proteger al cuerpo de Timoteo, llorando por primera vez en años.

Cuando por fin lo vencieron, el silencio fue peor que el rugido del monstruo. No por la amenaza… sino por lo que ya no estaba: Timoteo.

El fuego se apagó. La rabia brotó.

—¡Si no lo hubieras dejado ir solo! —gritó Thylia, apuntando a Rimón.

—¡Todos estábamos distraídos, tú incluida! —replicó él.

—¡Él confiaba en nosotros! ¡Confiaba en ti, Rimón! —Thylia lo empujó—. ¡Y tú solo juegas con palabras!

—¡No era tu deber cuidarlo, Thylia! ¿O solo cuidas lo que te conviene?

Sylwen los miró… y no dijo nada. No hacía falta.

El grupo se disolvió ahí, entre la nieve teñida de rojo. Cada uno se fue por su cuenta. Nunca más volvieron a trabajar juntos. Nunca más volvieron a mencionar a Timoteo.

Años después, cuando Sylwen se encontró con Edrid, llevaba aún esa sombra en el corazón. No lo hablaba, pero lo sentía. Porque en las noches más silenciosas, cuando el viento soplaba como aquel día en los bosques congelados… podía oír el grito otra vez.

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