Todavía sonaban los gritos de su madre cuando bajó las escaleras, apesadumbrado.

Tener un padre hipocondríaco añadía otro factor de tristeza y preocupación. Otro miedo más a los cotidianos y, por tanto, más razones para seguir escapando. Irse, alejarse, buscar el aire que le faltaba, andar hasta la extenuación y siempre en soledad, era la mejor forma de llorar. Llorar era uno de sus placeres.

Conocía muy bien la ruta a seguir porque, al menos al principio, siempre era la misma. Recorría los aledaños de su barrio que, hoy, bullía de gentes y, luego, se adentraba en la montaña.

Hoy, saludaba a todos los que se encontraba, incluso, con algunos de sus amigos, cruzaba amables palabras y, generalmente, provocaba sonrisas, cedía consejos o, simplemente, escuchaba a aquél que necesitaba ser oído.

Su casa era de las más humildes y pobres pero su madre la llenaba con su presencia por todas las esquinas. Su madre era su mejor casa. Su casa era el regazo de su madre.

Estaba situada en una barriada llamada Zoco de los Bueyes, en las afueras de Tánger. Una vez a la semana, llegaban numerosos ganaderos de la provincia y montaban un gran mercado de todo tipo de animales y, aquellos, por ser los más numerosos ocupaban la mayor parte del espacio.

Fue dejando el bullicio a sus espaldas y, poniendo su vista en la cima, comenzó a subir, lentamente, la ladera verde rodeado de eucaliptos. Las manos en sus bolsillos, la mirada lejana y enturbiada por pensamientos o palabras y, sobre su cara, una fuerte brisa que auguraba un atardecer con viento de levante.

Enfrascado en algunos versos sueltos e intentando enlazarlos, encaminó sus pasos hacia la ladera más al Este, aquella que lindaba con el Océano Atlántico y la que permitía mejores vistas desde los acantilados.

En uno de aquellos senderos se arremolinaba un grupo numeroso de campesinos inexplicablemente. Se acercó a ellos y, mientras lo hacía, puedo escuchar algunas estrofas del Corán cantadas con una voz melodiosa y pautada. Un viejo curandero, alrededor de una fogata, pasaba sus cánticos y algunas ramas humeantes por el cuerpo semidesnudo de un niño de poco más de tres años. El sonido de las olas se acompasaba extraordinariamente bien con los cánticos. Todos guardábamos silencio y todos nos dejábamos embrujar por el momento.

Escuálido, barbudo y muy sucio, aquél viejecillo tenía, en ese momento, el control de la vida, el control de la enfermedad y, desde su voz cantarina soportada por unos ojos brillantes, llenos de energía, transmitía al bebé algún tipo de sabiduría ancestral.

De repente, el niño gritó y se puso a llorar y todas las personas que allí estaban también gritaron asombradas. Alá es grande, Alá es Grande, Alá Es Grande……

Mientras el curandero se alejaba con su zurrón repleto de huevos y panes los padres del bebé lloraban de agradecimiento y eran acompañados en la alegría por todos los presentes.

En mi escaso conocimiento del árabe dialectal, crucé algunas palabras con una de aquellas personas y me confirmó lo que yo sospechaba: Aquél niño, jamás había llorado, todos pensaban que era mudo.

Continué mi paseo y, cuando alcancé la sima dejé resbalar unas lágrimas. Llorar también era uno de mis placeres.

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