EL RUISEÑOR Y LA PRINCESA

CUENTO INFANTIL

En un jardín hermoso, que abrazaba un palacio de piedras enormes sostenido por columnas que se elevaban al cielo, cantaba un ruiseñor sus bellas melodías todas las mañanas. Su canto evocaba los sentimientos más románticos y los suspiros más profundos de todos lo habitantes del palacio, especialmente de la princesa Samira. Una niña tan hermosa y dulce que no existía en el reino nadie que no la amara con todo el corazón.

Cada mañana, como sucedía desde que ella tenía recuerdos, la princesa se despertaba con las melodías de la pequeña ave, que se posaba un momento en un rododendro, luego en una camelia o en un alto pino, y en cada árbol hinchaba su pecho hasta sacar unos silbidos tan agudos, dulces y potentes, que se empapaban los ojos de todos los habitantes del palacio. Pero no solo las personas del palacio admiraban las melodías del ruiseñor, en el jardín había toda clase de insectos, animalitos y otros pajaritos que también buscaban escuchar las melodías del pequeño cantor. Para eso se habían quedado a vivir en el jardín y allí polinizaban, regulaban las plagas de bichos y daban vida al extenso jardín, el jardinero sabía esto y por eso jamás espantó a ningún bichito, fuera este un pequeño conejo o una diminuta chinita, abeja y picaflor.

Un día, como tantos otros, la princesa quiso escuchar el canto del ruiseñor, y se asomó al balcón todavía somnolienta, la avecita estaba muy cerca esa mañana y cantaba con más dulzura que nunca, ella pudo verla y suspiró enamorada y admirada, el pajarito elevó su silbido y le dedicó las más hermosas melodías que jamás había entonado. Sin duda la pequeña ave también amaba a la hermosa princesita.

La niña pensó todo el día en el ruiseñor y casi no pudo dormir al llegar la noche.

A la mañana siguiente, y mientras el ruiseñor aun cantaba muy entusiasmado, la princesa mandó llamar al jardinero de forma urgente, le dijo:

-¡Quiero a esa ave en mi balcón!

Pero princesa, el ruiseñor no cantará igual en una jaula, eso traerá otras consecuencias y el jardín se verá muy triste…

– ¡Silencio!, interrumpió la caprichosa princesa, para mañana en la mañana quiero que ese pájaro cante solo para mi. Y así fue, el jardinero atrapó al pequeño plumífero y lo puso en una jaula muy hermosa, de vivos colores, con una pequeña cascada de agua en su interior y con un macetero de flores rojas que daban vida a la prisión en que se hallaba ahora la pequeña ave.

Pero aunque era una jaula hermosa no era más que una triste prisión.

Poco a poco el ruiseñor dejó de cantar sus bellas melodías, el jardín fue apagándose cuando las chinitas que comían pulgones dejaron de visitar las plantas del jardín, los conejos que cortaban la maleza se marcharon a otro jardín y este empezó a llenarse de plantas indeseables que poco a poco remplazaron las flores de temporada de vivos colores, las abejas dejaron de polinizar las flores y al mismo tiempo los grandes rododendros y las camelias decayeron en su floración y todo parecía tan triste y descolorido que hasta el jardinero perdió el interés en la poda de los árboles y el riego de las plantas.

Tal era la decadencia del jardín que la caprichosa princesa mandó llamar al jardinero y le pidió explicaciones.

El hombre le explicó a la niña el error que había cometido, le habló con una ternura paternal y le hizo ver lo malo de ser caprichosa y precipitada, le enseñó que todos los animalitos, aves e insectos del jardín se necesitan unos a otros y que el canto del ruiseñor los había unido bajo una causa noble y buena y que, finalmente, todos se beneficiaban del trabajo en equipo.

La niña lloró de pena al comprender su error y lo egoísta que fue, ella misma corrió al balcón y abrió la jaula llorando desconsolada, el pequeño pajarito extendió sus alitas y salió de la prisión cantando alegremente.

Se paró sobre las marchitadas ramas de un magnolio y allí entonó una canción que el mundo nunca había escuchado, cantó durante todo el día y antes de caer la noche el jardín era un hervidero de insectos, avecillas y animalitos diminutos.

Dos meses después el jardín volvió a su estado natural de hermosura y vida, los rododendros, las camelias, las azaleas y los magnolios daban sus flores en racimos que parecía que durante la noche los ángeles de Dios habían pintado de múltiples colores, el aroma a jazmín llegaba a la alcoba de la princesa y esta se despertaba alegre y con ansias de vivir al escuchar el dulce canto del ruiseñor.

Y así, por triste experiencia, la caprichosa princesa comprendió que los animales y las personas nos necesitamos unos a otros y que si todos trabajamos en equipo y nos respetamos, podemos hacer de este mundo un hermoso jardín.

Dedicado a la princesa más hermosa del reino, Samira.

Su papá.


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