EL ROSAL MILAGROSO DE LAS LEALTADES

EL ROSAL MILAGROSO DE LAS LEALTADES

EL ROSAL MILAGROSO DE LAS LEALTADES

Cuarenta minutos habían sido suficientes para dar por terminado el interrogatorio.

Consciente de que cuarenta horas, o cuarenta años no habrían hecho la diferencia, finalmente, Doña Antonia se puso en píe retirándose del sitio, en señal de haber finiquitado el ejercicio.

Aquella tarde, requirió a todos los miembros de la casa, uno a uno, preguntó nuestras versiones de lo sucedido, anotando, metódicamente cada respuesta, para posteriormente, cotejarla con los relatos anteriores.

Al detalle, escuchó las narraciones, iterando en su mente la secuencia de los acontecimientos, y afinó sus preguntas con un nivel de sagacidad imbatible, con la única finalidad de hacernos caer en alguna inconsistencia.

Pese a su determinación, no halló contradicción o disparidad alguna entre las distintas versiones ofrecidas por esposo, su hijo, e inclusive por nosotros, los criados.

Así, que se dirigió a todos,  explicando haber sopesado la evidencia, -que en sus palabras- describió como “contundente”. 

Su veredicto: 

“Nos encontramos frente a un verdadero milagro”. -Sentenció Doña Antonia-

La noticia, fue recibida al unísono por los habitantes de la casa, que, formados en una hilera encabezada por el doctor, esperábamos en el “hall” junto al balcón que colindaba con el salón de vistas; donde Juanita -la más joven de las sirvientas- rendía indagatoria, habiendo sido la última, en ser requerida.

Una vez terminó su discurso, Doña Antonia o “la Doña” -como frecuentemente la llamábamos-, Se posó frente a todos, observándonos por unos instantes, recorriendo la hilera de principio a fin con mirada inquisidora. A la espera, de que alguna de las “almas” presentes, osara contradecirla. Pero todos, nos mantuvimos impávidos, mirando hacia suelo y evitando desafiarla, hasta que, -al parecer-, satisfizo su necesidad de verificar nuestra sumisión, y dando vuelta, se dispuso a abandonar el recinto.

Tras de ella, emergió Juanita, esbozando una sonrisa triunfal, que disipó la tensión, rompiendo filas y provocando el retorno de todos a sus actividades cotidianas.

“No tan rápido Doctor, usted quédese” -Ordenó Doña Antonia-, dirigiéndose a su marido, sin dar vuelta a la cara.

“No crees, ¿cierto? ¡No me respaldarás!”-Afirmó-.

“Conoces mi opinión acerca de los milagros…” -contestó sereno el doctor-.

“Pero entiendo, que, desde siempre, tu sueño; ha sido que ocurra algo extraordinario en nuestras ordinarias vidas, que nos exalte sobre el resto de los mortales. Acertada o errada, sabes que nunca voy a contradecirte frente a los demás. No hablaremos del tema. Tienes mi lealtad…

“Entonces, ¿por fin llamarás al obispo?” -preguntó irónico a su esposa-.

“Si, lo haré esta misma tarde” -respondió “la Doña” con un aire entusiasta, ignorando la ironía de su esposo-. “Esta sagrada casa ¡debe ser bendecida!”

“No te ocupes mujer, encomendaré a Luis la tarea”. -Contestó el doctor- mientras se dirigía presto a buscar a su hijo, interceptándolo, al final del pasillo.

“¡Luis, hijo mío! tengo un encargo para ti”. -Exclamó en voz alta-, mientras tomaba al joven del brazo, retirándole con prisa a un sitio más privado. Una vez, se sintió en un espacio seguro, el doctor, cambió radicalmente su tono:

“¡Se que fuiste tú!” Reprochó enérgicamente, a su hijo.

“” La negra Margarita”, me contó que te vio rociar sobre el rosal, esas “cosas” con las que disfrutas quemando animales vivos. Tu madre, observaba a lo lejos la escena, y por eso, solo pudo percibir cómo se consumían sus rosas sin motivo aparente. No te delaté, porque sé, que ella te mandaría como castigo al ejército, y desconfío de lo que pueda pasar, si un día llegas a tener un arma en tus manos. Pero no temas hijo, tu secreto está a salvo conmigo. Sabes, que tienes mi lealtad…”

“No lo dudo, padre, ¡conozco de tu entereza! -respondió “el joven Luis”-. Sin embargo, creo que imaginaste todo loque dices. Quizá, habías bebido demasiado o entendiste mal lo que te ha contado “la negra Margarita”. Pude ver, cómo ese día, te tambaleabas sobre tus pasos, saliendo del cuarto de la cocinera. El alboroto de las rosas, probablemente mantuvo a todos distraídos, pero yo, ¡te ví!

No temas, padre, tu secreto, está a salvo conmigo. Como puedes ver… tú también tienes mi lealtad…”

“Entonces, no hay porque hurgar en el asunto. Sabio hijo mío…” -elogió el doctor- “Ve con Dios, y ocúpate de buscar ahora al señor Obispo”.

“¡Ya mismo padre! -respondió diligente el muchacho- antes de ir, le preguntaré a “la negra Margarita” si tiene encargos para la venida de su eminencia”. Y, se despidió del doctor, retirándose a la cocina.

Llegado al recinto, “el joven Luis” convocó a la criada:

“¡Margarita!” gritó asomándose tras el portón de la cocina.

“¡Mande joven!” respondió la mujer desde la alacena que estaba al otro lado de la pieza.

“Su excelencia viene y hay que atenderlo. Cuéntame, ¿necesitas algo para tal fin?”, -preguntó “el joven Luis”-, mientras llamaba a la sirvienta con el gesto de sus manos.

Atendiendo a la demanda del joven patrón, la vieja colgó el delantal, y alejándose con su dificultoso andar del resto de las criadas, se acercó al muchacho que aguardaba tras la puerta.

“No le dije nada a su padre” -susurró “la negra Margarita”-, ahogada por el esfuerzo de atravesar la cocina entera.

“Claro que no fuiste tú” -contestó “el joven Luis”- mientras señalaba a la alacena con disimulo.

“Sé, que ese día estabas contando el dinero que me “quitaste” por ayudarme a ingresar a mis “cosas” a la casa. Desde tu cuarto, evidentemente, no pudiste haber visto nada. Lo que no sé, es como salió mi padre borracho del cuarto de tu hija – la cocinera, la mujer del mayordomo-, que queda justo al lado del tuyo… sin que tú, vieras lo que estaba pasando”.

“Le digo que no vi, ni escuché nada, joven. Así como no veo ni escucho, lo que usted hace. Sus secretos, están a salvo conmigo. ¡Tiene mi lealtad! No pierda su tiempo en esta cocina, vaya a cumplir su deber… no tengo nada que decir al respecto… Mejor, déjeme preguntarle a mi hija, ¿qué materiales va a necesitar para preparar la comida del obispo?”. -respondió la vieja sirvienta-.

“Por supuesto, mi fiel Margarita, ve tranquila, no hay porque volver a mencionar el asunto. Tu ocúpate de deleitarnos con un gran banquete -sonrió “el joven Luis” despidiendo a la criada con un par de palmadas sobre su espalda”-.

“¡Mija!” -gritó de pronto, “la negra Margarita” -, devuelta a la cocina, dejando atrás la conversación que acababa de tener con el muchacho.

“¿Dígame mama?” -Contestó afanada la cocinera-.

“¡Venga conmigo! Hay que hacer compras para la venida de un cura importante, lávese las manos y quítese ese trapo sucio que nos vamos al mercado.”

En breve, la cocinera se alistó animada, y las dos criadas salieron departiendo juntas de la casa en dirección al mercado, pero una parada, -al parecer ya conocida- ensombreció el entusiasmo de madre e hija.

“¡Otra vez mama!” -Replicó la cocinera-.

“Hija, por caridad. Déjeme comprar lo que me quita el dolor y ¡no me joda!” -Contestó la vieja visiblemente atormentada.

“¿Y con que, piensa pagar esa maldita hierba mama? “-Cuestionó la cocinera-

“¡Con la plata que usted tiene y no me ha dado, por ejemplo! Se, que el día del alboroto de las rosas, en la casa de los patrones, el doctor salió borracho de su cuarto. Ya le he dicho: ¡Hay que quitarle toda la plata cuando bebe!, y seguro se la quitó, pero a mí, no me ha dado ni un real de ese dinero, y todos los días aguanto dolor, “mordiendo callada”, hasta que los patrones se den cuenta y terminen, ¡botándome a la calle por vieja e inservible!”.

“¡Lo hice mama!”, -se defendió la cocinera-

“Sí, se la quité, solo que me la ha robado. Creo, que fue mi marido para bebérsela en guarapo o para comprarle regalos a “la Juanita” -que es casi una niña y, además, no le da ni desprecio-. ¡Nunca le he negado nada!, cuido de usted. Quédese tranquila, nadie conocerá de sus dolencias. Sus secretos son los míos. Usted, tiene mi lealtad… Pero lo siento madre, esta vez no habrá no habrá consuelos. Le toca seguir aguantando”.

Y tras la acalorada discusión, las dos mujeres, se abrazaron llorando su desdicha…

Su llanto, fue interrumpido por la voz quebrantada de Margarita: “Ve tranquila “mija”, sigue tu quehacer, y vuelve por mí. A las cuatro de la tarde llegarán por nosotras, corre para que no te atrases”. -sugirió la vieja sirvienta a su hija-, intentando serenarse, mientras se sentaba en un taburete abandonado de la calle. La cocinera, partió sin demora.

Con una hora de atraso acudió el mayordomo por las dos mujeres, -a punto de caer de la carreta-, ¡ebrio hasta las uñas! Como pudo, montó el mercado en la caja de carga, y partió de vuelta a la casa, sujeto al juicio de un caballo que había aprendido a andar solo, dados los escasos momentos de sobriedad de su amo.

Iracunda, la cocinera increpó a su esposo por la demora, argumentando que contaba con poco tiempo para los preparativos, y que, gracias a su irresponsabilidad, se retrasaría aún más, pero él, acalló sus reproches con una única pregunta:

“¿Qué esperas mujer, de un hombre que debe servir fielmente, al mismo hombre con el que su esposa le es infiel? Sin embargo, no te abrumes, todavía no estoy tan borracho como para que tengamos esta conversación, entiendo por qué lo haces, sé que llevas “carga pesada”, lleva tranquila tu carga, y sigue cumpliendo con tu deber, que tu anciana madre y yo, necesitamos el dinero. Entiende que conozco tus secretos, no los uso, porque tú, tienes mi lealtad… “

Un silencio sepulcral reinó durante el resto del camino, destronado, solo por el amanecer del postrer día, cuando la confusión, y el alborozo inundaron la casa por la venida del prelado.

“La Doña”, se arregló desde temprano, ataviándose con sus mejores galas para el evento; su esposo y su hijo, -por su parte- fueron en persona a recoger al Obispo, mientras los criados preparábamos un festín sin precedentes.

Un poco antes del mediodía… llegó su santidad, a avalar el milagro ocurrido…

Sin demoras, Doña Antonia, le condujo al rosal, explicándole lo sucedido aquel día: De cómo contemplaba el jardín, – cultivado con rosas directamente traídas de Francia del huerto de Jean Baptiste – tras terminar su devocional de la tarde. Cuando repentinamente… las rosas se redujeron a cenizas “frente a sus ojos”, humeando marchitas y emanando un “olor a huevos podridos” como “cosa del demonio”. Su hijo, quien estuvo presente durante lo ocurrido, -a escasos pasos del rosal, podía certificar su versión; y de cómo, su esposo, un médico, -difícilmente impresionable-, se desplomó ingrávido, durante la escena, “seguro poseído por el Espíritu Santo”.

Su relato era incontrovertible, y podría ser corroborado con cualquiera de los sirvientes, quienes, -con total certeza-, contaríamos la misma historia… -aseguró Doña Antonia-.

El obispo escuchó la narración de “la Doña” con evidente escepticismo, pero tras disfrutar del banquete -atragantándose de comida hasta la gula-, beber “mares” de licor, manosear a Juanita y recibir una “jugosa” dadiva. Aceptó sin peros el milagro de lo ocurrido, y bendijo ampliamente aquel “virtuoso hogar”.

Al caer la noche Doña Antonia, anunció -para el júbilo de todos-, que Juanita, estudiaría en la ciudad. Así, devolvería con “algo de caridad”, “el favor concedido desde los cielos”. Emocionados, todos reconocimos con lágrimas, tal acto de generosidad…

La reunión se prolongó hasta el amanecer…

Habiendo sido consagrados, despedimos a su eminencia durante la mañana, -agradeciendo el honor de su vista- y casi nos retiramos a nuestras habitaciones.

Excepto por Doña Antonia y Juanita, se quedaron en el salón, recogiendo, el desorden provocado por la reciente reunión. A solas, aprovecharon para quemar juntas, el papel donde yacía escrito, el discurso con la versión de los hechos del “milagro del rosal” -redactado por Doña Antonia- que secretamente había ordenado a Juanita, persuadirlos a todos de contar la misma historia, “a quien quiera, que preguntase por lo ocurrido”.

La mujer y la niña, sonrieron, brindaron y hablaron reflexivas del carácter relativo de la maldad y la bondad; de los sueños, y del precio que cada cual debe pagar por alcanzarlos.

Presa del momento de complicidad, Juanita, intentó abrazar a Doña Antonia, en un acto fraternal que fue contundentemente, rechazado.

“Pensé que éramos amigas”. -Afirmo Juanita llena de desconcierto y decepción-

“¡Nunca lo seremos!”, -contestó categóricamente “la Doña”, evidentemente ofendida por la ligereza de la sirvienta-.

“¿Me cumplirá Doña, iré a la ciudad? Recuerde que conozco sus secretos…” -amenazó la niña a su patrona con voz temblorosa-

“No sé de qué secretos me hablas, ¡Niña tonta!” -Contestó “la Doña” en tono burlesco-

A un así, esta vez, pasaré por alto tu atrevimiento y ¡te cumpliré! Soy mujer fiable. Irás a estudiar a la ciudad como lo prometí, pero no lo olvides… eso pasará, solo, porque tú, tienes mi lealtad…”-Aseguró Doña Antonia-, mientras, contemplaba orgullosa desde el salón, su “Rosal milagroso”.

FIN

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