El Retraso de Dos Minutos

Cada mañana, el viejo reloj de la sala marcaba las siete en punto con su tic-tac oxidado, y don Anselmo bajaba la escalera sin prisa, como llevaba haciendo cuarenta años en aquella casa de paredes húmedas en el pueblo olvidado. Tomaba el café solo, miraba el jardín por la ventana empañada y saludaba con un leve movimiento de cabeza a la fotografía de su esposa, muerta en el noventa y tres.

Aquella mañana, sin embargo, el reloj se detuvo a las siete y dos minutos. Anselmo lo observó con el ceño fruncido; nunca había fallado. Subió a darle cuerda, pero la llave giraba sin resistencia, como si el mecanismo ya no existiera. Al bajar, notó que la taza de café estaba llena otra vez, aunque él la había vaciado. El vapor subía en volutas lentas que dibujaban rostros conocidos.

En el espejo del pasillo, su reflejo tardó un segundo más en imitarlo. Anselmo se acercó. El otro Anselmo sonrió sin que él lo hiciera. Luego, con voz apenas audible entre el silencio, susurró desde el cristal:

—Bienvenido a casa, querido. Llevo cuarenta años esperándote.

El reloj volvió a sonar. Eran las siete en punto.

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