El refugio de los sentidos

El refugio de los sentidos

Hay estaciones del año que no solo marcan el cambio del clima, sino también el ritmo del alma. A veces, uno cree que simplemente pasa de un mes a otro, que las hojas caen, que el aire se enfría y que la vida continúa con su curso habitual. Pero si uno se detiene —si de verdad se detiene— y respira hondo, descubre que hay una transformación más profunda ocurriendo, algo casi imperceptible a los ojos apurados, pero evidente para quienes saben mirar con el corazón abierto.

Fue en medio de uno de esos otoños verdaderos —los que no necesitan calendario para anunciarse— que todo comenzó. Un otoño que no solo cambiaba los árboles, sino también a las personas. Las mañanas llegaban envueltas en una bruma espesa que parecía traer consigo la memoria de los sueños, y el sol ya no subía con prisa. Se tomaba su tiempo, desperezándose detrás de las colinas, tiñendo el paisaje con una luz más baja, más suave, como si no quisiera despertar bruscamente al mundo. La naturaleza entera comenzaba a recogerse. Era como si todo respirara con un poco más de calma, como si incluso el viento eligiera moverse en susurros.

En aquel entonces, vivía en una cabaña de madera que no destacaba en el mapa, pero que se había convertido en el centro de mi universo. Rodeada por un bosque que parecía detenido en el tiempo, era un lugar sin grandes lujos, pero con todos los dones esenciales: un techo bajo el cual pensar, ventanas amplias para observar la danza del clima, y silencio… mucho silencio. Allí, lejos de las ciudades, el ruido humano se volvía memoria lejana. En su lugar, los sonidos del entorno adquirían una voz más clara: el crujido de las ramas al viento, el lejano goteo de la lluvia en las hojas, el canto puntual de algún ave solitaria. Era un lenguaje que se aprende con los días, una lengua antigua que no necesita traducción.

Y es que en ese retiro no buscaba escapar del mundo, sino regresar a él desde otro lugar. Un sitio donde el tiempo no estaba marcado por relojes, sino por los ciclos de la luz, por el olor de la tierra mojada, por el sabor del primer café de la mañana. Ah, el café… ese elixir oscuro y aromático que, en aquella rutina sin apuros, se convertía en un verdadero ritual. Nada se comparaba con ese momento en que, aún envuelto en la lana tibia de una manta, me acercaba a la cocina y encendía la vieja estufa de hierro. El agua comenzaba a cantar su canción en la tetera, el grano recién molido liberaba su aroma profundo, y la taza se llenaba lentamente de algo más que bebida: de presencia.

Ese primer sorbo, tomado con las dos manos, mientras la ventana mostraba un paisaje de niebla y hojas danzantes, era un acto de comunión. En él no había distracción, no había prisa, no había carencia. Solo gratitud. Cada mañana se repetía ese instante como una plegaria silenciosa: “Gracias por estar aquí. Gracias por este momento sin nombre.” Y entonces comenzaba el día, no desde la obligación, sino desde la contemplación.

La lluvia, fiel compañera de esa época, no venía a interrumpir ni a perturbar. Era una presencia amable. Llovía con constancia, con música, con paciencia. No era una tormenta: era un arrullo. Las gotas descendían como versos líquidos, componiendo melodías sobre el techo de zinc, acariciando los cristales, escribiendo efímeras palabras sobre la tierra. Salir a caminar bajo esa lluvia era como entrar en otro mundo. El bosque se transformaba: los colores se intensificaban, los aromas se hacían más vivos, y el alma —tan propensa al ruido— encontraba allí una tregua sagrada.

Poco a poco, fui entendiendo que no necesitaba más que eso: aire limpio, café caliente, lluvia suave y silencio para pensar. Era como si la naturaleza misma me estuviera enseñando a vivir de nuevo, no desde la acumulación, sino desde la profundidad. Descubrí que el amor puede tomar muchas formas, y una de las más puras es este amor hacia lo natural, lo cotidiano, lo aparentemente simple. Un amor sin exigencias, sin promesas, sin artificios. Solo estar, observar, y sentirse parte de algo inmenso y hermoso.

Los días se sucedieron con esa calma dorada que solo el otoño puede ofrecer. Las hojas seguían cayendo, la lluvia seguía cantando, el café seguía humeando. Y en ese escenario, sin otro testigo que el susurro del bosque, nacieron estas palabras. No como un discurso ni como un mensaje, sino como una confesión, una entrega. Un poema, sí, pero también una carta de amor. Una carta a la naturaleza, a la lluvia que limpia y acompaña, al café que despierta y consuela, y a esa tranquilidad que, en un mundo acelerado, se convierte en el mayor de los tesoros.

El Refugio de los Sentidos

En un rincón donde la lluvia murmura,

las gotas caen suaves, como un canto de cura.

Cada susurro del viento trae consigo

el abrazo de la tierra, un amor antiguo.

El aroma del café se eleva en el aire,

una danza cálida que invita a soñar.

Con cada sorbo, siento cómo se enciende

la llama de la paz que en mi ser se extiende.

Los árboles se visten de verde brillante,

bailando al compás de un ritmo constante.

Las flores despiertan con colores vibrantes,

pintando el paisaje de sueños distantes.

La lluvia acaricia el suelo sediento,

un bálsamo puro que calma el tormento.

Los ríos cantan su melodía eterna,

y en su fluir encuentro mi paz tierna.

En este refugio donde todo es sereno,

la naturaleza abraza con amor pleno.

Cada instante es un verso que brota del alma,

y en su belleza infinita, hallo mi calma.

Así celebro la vida en este rincón,

donde el café y la lluvia danzan en canción.

En cada gota y sorbo, la tranquilidad viene,

y mi corazón se llena de todo lo que sostiene.

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