Cuando me desperté no recordaba nada, mi mente estaba tan vacía como lo oscuro del paisaje en el que me encontraba.
Tenía el torso desnudo y un calor intenso quemaba mi piel.
Estaba tumbado en el suelo y a lo lejos un tenue destello de luz de luna parecía vigilarme.
Intentaba llenar mis pulmones de aire con una sensación extraña de no poder inhalar ni una pizca, como si no hubiera oxígeno, pero tampoco lo necesitaba.
Clavé mis dedos en lo que pudiera ser tierra humeda y mis manos parecía que se perdían en el fondo sin encontrar un final.
Intenté levantarme varias veces y a cada intento más se hundía mi pesado cuerpo en aquel siniestro terreno. Mis ojos se apagaban, llevándome a la más infinita oscuridad, hasta que una convulsión elevó mi cuerpo casi inerte por encima del perverso bosque en el que me encontraba.
Suspendido en el aire un fuerte olor me hizo salivar tanto que me olvidé por completo de lo extraño de aquella situación.
Busqué desde allí arriba de donde venía aquel aroma que tanto hambre me ansiaba y mi olfato me llevó en apenas dos segundos hasta el cuerpo de un ciervo que yacía moribundo.
Mi primer impulso fue morder el cuello del animal herido y no me despegué de él hasta verme saciado de aquella grotesca sed.
Allí pasé un tiempo arrodillado ante el cadaver, analizando la situación, observando cada parte de mi cuerpo como si lo estuviese descubriendo por primera vez.
Mi piel pálida hacia ver un entramado camino de múltiples venas azules casi verdosas, mis dedos largos y huesudos acababan con unas uñas grisaceas puntiagudas y afiladas. Toqué mi cara, ni un solo bello había, ni cejas, ni pelo en la cabeza tenía.
Urgué en mi boca descubriendo unos afilados colmillos que no paré de acariciar intentando adivinar que vida tuve y qué futuro me esperaba…
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