Marco
histórico del relato
Desde
el inicio de la guerra, los pueblos de Don Benito y Villanueva de la
Serena se habían mantenido en poder de la República, al impedir las
milicias que las tropas africanistas del teniente coronel Juan Yagüe
Blanco cruzaran el Guadiana y tomaran Medellín. Pero a finales de
julio de 1938 la situación del frente cambió. Franco siempre había
temido que la comarca de La Serena, lindante con la carretera hacia
Madrid, le diera un sobresalto algún día. Por lo tanto, mientras el
Ejército Popular se preparaba para la ofensiva del Ebro, su última
baza para sostener a la República, el Caudillo ordenó atacar la
retaguardia extremeña. Durante la batalla de la Bolsa de la Serena
(20-25 de julio), las fuerzas rebeldes combatieron a las tropas de la
XX Brigada Mixta desplegadas hasta la Sierra de las Cruces, siguiendo
las márgenes de los ríos Guadiana y Guadaméz. Los republicanos del
VII Cuerpo del ejército, a las órdenes del coronel Arturo Mena Roig
y con su Cuartel General en Cabeza del Buey, disponían de unos
dieciocho mil hombres, enfrentados a los noventa mil efectivos,
contando con el apoyo de la aviación germana e italiana, que mandaba
el general Gonzalo Queipo de Llano desde su feudo sevillano,
Lograda
su victoria, los prisioneros de esta campaña militar sumaron
alrededor de quince mil hombres y hubo más de tres mil fallecidos.
Siguiendo las órdenes de Queipo, la represión de los militantes y
simpatizantes del bando republicano por toda la comarca de la Serena
resultó sangrienta. Por su sadismo, las ejecuciones de civiles en
Cabeza del Buey, Castuera, Quintana de la Serena y Zalamea, forman
parte de la crónica de los crímenes de guerra cometidos en
Extremadura, al igual que los fusilamientos de los combatientes
republicanos en la plaza de toros de Badajoz. Una masacre ordenada
por Yagüe y ejecutada por los comandantes Carlos Asensio Cabanillas,
Antonio Castejón y Heliodoro Rolando de Tella. Todos ellos
responsables de la llamada «Columna de la Muerte».
* * *
El
puente de hierro
Era la hora del toque de
queda y estábamos sentados a la mesa cuando escuchamos los ruidos de
motores procedentes de la calle y, de seguido, varias voces justo
antes de aporrear nuestra puerta. Alarmados, mi padre se levantó
para abrirla, desoyendo los ruegos de mi madre para que no lo
hiciera, tratando de dar la cara para protegernos. Enseguida, cuatro
hombres vestidos con el uniforme de las milicias de Falange ─camisa
azul con las mangas remangadas, el emblema del yugo y las flechas
sobre el pecho, boina de color rojo, cartucheras de cuero, pantalones
caqui, calzados con botas y polainas─, entraron en casa con
altanería y armados con pistolas. Saludaron de forma marcial y el
que mandaba el grupo, con los tres galones rojos de cabo en las
hombreras, nos advirtió que venían a buscar a mi padre. Él era uno
de los pocos funcionarios del Ayuntamiento que, poco antes de
iniciarse los combates, no habían querido huir con el alcalde hasta
Ciudad Real, por no dejarnos a nuestra suerte.
Cierto que la caída del
frente ya se veía venir, y mi madre lo advirtió como enfermera que
atendía a las decenas de heridos que cada día llegaban al colegio
del Santo Ángel, convertido en hospital de sangre. Pero tampoco mi
padre se engañaba, conociendo lo faltos que estábamos de moral,
fuerzas, armas y alimentos, aunque en casa todavía no pasábamos
hambre, gracias a la huerta de los abuelos, con la que más de una
vez socorrían a los vecinos. Sin embargo, pese a las súplicas de mi
madre para que pusiera tierra de por medio, no hubo forma de
convencerlo. Él era un civil, ya algo mayor, que no había luchado
ni militado en ningún partido político. Además, siempre se negó a
formar parte de los tribunales populares que cometieron los delitos y
atrocidades más graves en nombre de la República. Antes al
contrario, procuró evitar los abusos y violencias de los comunistas
libertarios, dando cobijo en las dependencias municipales a varias
personas acusadas de fascistas, facilitando su huida a la llamada
zona nacional. Lo mismo que buscó acomodo en las casas particulares
para los cientos de refugiados que llegaban al pueblo huyendo de los
frentes de guerra. En consecuencia, confiaba en la justicia y
honradez de los vencedores.
Los falangistas pidieron
a mis padres que se mantuvieran tranquilos y les aseguraron que él
sólo iba a ser interrogado por los mandos de la Legión, en las
dependencias de la Casa del Conde de Orellana, ahora sede de su
cuartel general. También les mostraron las órdenes que tenían de
arrestar a todos los que habían colaborado con los alcaldes
«comunistas», para depurar sus posibles responsabilidades y en ese
listado figuraba el nombre de mi padre.
Mostrándose digno y
aparentemente resignado a marcharse, mi padre intentó
tranquilizarnos dándonos un fuerte abrazo al Nano y a mí, aunque
los milicianos le impidieron que hiciera lo mismo con mi madre.
Tenían prisa y se lo llevaron de casa en zapatillas y con algunos
malos modos, que a mí me parecieron aciagos.
Viendo cómo se iba mi
padre, el Nano se echó a llorar y buscó refugio en los brazos de mi
madre. Yo aguanté firme y reprimí mis lágrimas, porque al
despedirse de mí, él me había dicho por lo bajito y para que nadie
lo oyera:
─¡Noni, (por Antonio)
ya eres mayor y tienes que ser fuerte! Si no vuelvo pronto, cuida de
tu madre y de tu hermano.
Mirando con desprecio a
esos fascistas, yo los hubiera escupido y pateado de no sentirme
paralizado por la rabia y el temor. Aun así, y antes de que salieran
por la puerta, fui capaz de encararles y llamarles «cobardes». De
ahí que uno de ellos, flaco y con bigotito, se girara para mofarse
de mí, diciendo una grosería a su compañero:
─¡A lo mejor este
mozuelo ya tiene pelos en los huevos, y convendría que también él
nos acompañara! Al fin y al cabo, ¡de tal palo tal astilla!
─No me parece que el
chicuelo tenga más de doce o trece años, aunque esté alto para su
edad ─respondió el aludido─. Deja que crezca él y su hermano
pequeño, para que ambos puedan servir a la nueva España.
Oyéndolos, a mi madre
le pudieron los nervios y comenzó a llorar y suplicar por sus hijos.
Enseguida me abrazó sin soltar al Nano, que temblaba de pies a
cabeza y sollozaba con convulsiones parecidas al hipo. En realidad,
mi hermano se llama Diego, pero yo le digo Nano por «enano», un
mote cariñoso. Sólo tiene siete años, pero está bajito y algo
escuchimizado para su edad. Mis padres dicen que por culpa de la
guerra no puede alimentarse y crecer como es debido. Lo cierto es que
ya no tenemos leche, carne o huevos, que hoy escasean y son un lujo.
De hecho, el Nano estuvo a punto de morirse por el sarampión que
pilló en otoño. De no haber sido por mi madre, que consiguió la
medicación para eliminar sus fiebres y diarreas, el sarampión que
hubo en el pueblo se lo habría llevado por delante tal y como
sucedió con otros niños.
Con la intención de
darle otro adiós a mi padre, salimos a la calle que estaba desierta
por el toque de queda. Bajo el resplandor de la Luna nueva,
aguardaban dos motos con sidecar y un par de camiones militares, con
hombres dentro de los remolques cubiertos por lonas. Nos llegaba el
rumor de voces que delataban su presencia y vimos algunos soldados
moros con el uniforme de regulares, turbantes en la cabeza y los
fusiles al hombro. Dos de ellos auparon a mi padre al segundo de los
remolques, al tiempo que los falangistas se subieron en las motos que
tenían de procedencia alemana (Zundapp Ks 750).
A continuación, el
miliciano con los galones de cabo ordenó en voz alta:
─¡Vámonos! ¡Ya
tenemos suficientes rojos por esta noche! Y los conductores de los
transportes iniciaron el ronquido de sus motores, dispuestos a
emprender su marcha en dirección a la calle Ancha.
Las lágrimas que había
reprimido hasta entonces humedecieron mis ojos y pude ver a mi padre
asomado en la trasera del camión diciéndonos adiós con la mano.
* * *
De mi desamparo me sacó
el abrazo de mi madre, que nos estrechó al Nano y a mí contra su
cuerpo, ofreciéndonos consuelo. Una vez dentro del hogar, sentí el
vacío y la ausencia de mi padre, mirando con tristeza los platos de
la cena sobre la mesa, con las sopas de pan, ajo y un poco de tocino
frías y a medio terminar. También percibí la amargura reflejada en
el rostro de mi madre y el temor asomado en la cara infantil de mi
hermano. Era como si ella hubiera envejecido por momentos, con las
cuencas de sus ojos hundidos por la tristeza y enrojecidos por el
llanto. Yo no sabía qué hacer para consolar a mi madre y ninguno de
los tres decíamos una palabra, quizás rumiando nuestra indignación
e impotencia. Finalmente, fue madre la que rompió el silencio que se
había adueñado de nosotros y la que nos sorprendió diciéndome:
─¡Noni, hijo mío! Sé
que esta noche no tenemos ningún pase que nos permita salir y eludir
el toque de queda. Ni siquiera un justificante de mi trabajo como
enfermera, porque los médicos franquistas desconfían de nosotras,
se han adueñado del hospital y rechazado nuestra ayuda, pese a que
tienen decenas de enfermos y heridos. Pero después de lo que ha
pasado, no me resigno a quedarnos en casa lamentándonos y sin hacer
nada. Tú eres un chico decidido y valiente, que has crecido y te has
endurecido a base de ver muertos y heridos, ayudando a los vecinos
sepultados bajo los escombros de los bombardeos. También has sufrido
nuestras estrecheces sin quejarte y cuidando siempre de tu hermano,
además de visitar y preocuparte por los abuelos, yendo y viniendo
con encargos por todo el pueblo cuando nos ha hecho falta. Y todo
ello, sorteando con argucias los controles militares, gracias a los
pases y justificantes falsos que tu padre nos proporcionaba con los
sellos y membretes del Ayuntamiento.
Por eso he pensado que,
si te atreves y te sientes con fuerzas, podrías ir ahora mismo a
casa de los abuelos para contarles que los fascistas se acaban de
llevar a tu padre. Mi suegro, todavía tiene amigos en el Casino que
son de derechas y quizás mañana temprano puedan hacer algo por
él… Hijo, ¿qué te parece mi propuesta? ¿Te atreves a asumir ese
riesgo?
─¡Claro que sí,
madre! ¡Es una gran idea y la noche no me da miedo! ¡Ojalá y el
abuelo consiga salvar a padre y traerlo de vuelta a casa! Me iré
corriendo a verlos sin que nadie me vea y les contaré todo lo
sucedido.
─¡De acuerdo
entonces, querido hijo! ¡Aunque no te confíes y ten mucho cuidado
con las patrullas y el toque de queda! Tienes la ventaja de que sólo
eres un muchacho y para los soldados no representas ningún peligro,
pero, aun así, ¡no te dejes ver ni coger! Échate por los hombros
mi chal negro para que no se vea el blanco de tu camisa y aléjate de
las paredes encaladas. Ten en cuenta que la Luna podría delatarte si
te pones al descubierto. Aprovecha la oscuridad de la noche y muévete
con sigilo. Luego, quédate con los abuelos y no vuelvas hasta
mañana. En cuanto salgas, atrancaré la puerta y no abriré a nadie.
Mi madre, que a
diferencia de padre sí era religiosa, se despidió de mí haciéndome
en la frente la señal de la cruz, antes de darme un par de besos,
ponerme su chal sobre los hombros e insistir en que tuviera cuidado y
no me dejara ver por nadie. Antes de salir de casa, me calcé mis
botas del colegio y le dí un beso a mi hermano, que seguía con todo
el susto en el cuerpo, rogándole que se tranquilizara y cuidara de
mamá en mi ausencia. Luego, salí y me deslicé con rapidez buscando
las sombras, hasta alcanzar el extremo de la calle de San Juan,
procurando que no se oyeran mucho las pisadas de mis botas sobre los
cantos rodados de la acera y los charcos que había dejado la lluvia
caída a media tarde de una tormenta de verano. Con cada paso, me
latía fuerte el corazón y sentía una congoja oprimiéndome el
pecho, porque era consciente del peligro que corría padre y la
esperanza que madre había depositado en mí.
* * *
Por fortuna, la casa de
los yayos no estaba demasiado lejos de la nuestra, justo al final de
la calle Ancha, casi enfrente del parque de Las Albercas y lindando
con las afueras. Ellos viven junto con mi tía Lola, en un viejo
caserón con el doblado para guardar las cosechas y chacinas en la
planta de arriba, además de un patio trasero. La edificación está
rodeada por un amplio terrero cercado por una tapia que hace esquina
con las márgenes de la carretera. Sumado al zaguán de la entrada,
en el tapial hay un portón grande con dos hojas de madera que dan
paso a la cuadra de las mulas, que ya les habían requisado, y al
huerto en el que cultivan tomates, verduras y hortalizas, además de
un gallinero muy menguado de aves de corral. Eran las reliquias de
sus tiempos de agricultor y ganadero, que yo conocí de pequeño
jugando con los borreguitos y los mastines que cuidaban del rebaño y
servían para alejar a los lobos.
Calculé que a buen paso
no me llevaría más de quince minutos llegar hasta su casa, y pensé
en lo mucho que yo quería a mi abuelo Manuel y cuánto lo admiraba.
También sentía devoción por mi abuela Elena y la tía Lola, la
hermana pequeña de mi padre, quien vivía con ellos porque seguía
soltera, dado que según decían, le habían matado al novio en la
guerra. Tal y como asegura mi madre, esas dos mujeres son la bondad
personificada y yo mismo, su ojito derecho por lo mucho que me
quieren. Por desgracia, no me quedan más abuelos, porque los de
madre murieron cuando su casa fue alcanzada por las bombas de la
artillería y la aviación fascista que, durante tres días seguidos,
bombardeó Badajoz en los primeros días de agosto de 1936, antes de
que las tropas rebeldes tomaran la ciudad y fusilaran a cientos de
republicanos en la plaza de toros.
Sentí la punzada de la
tristeza y el dolor que nos habían causado todas esas muertes,
sumadas a las de los abuelos al principio de la guerra. Entonces, el
Nano no entendió bien lo que pasaba, porque a los padres de nuestra
madre los veíamos menos por vivir lejos de Don Benito. Aunque fue lo
mismo que ya sufrimos al tener que despedirnos de mi pequeña hermana
Adela, que se llamaba igual que madre, por culpa de una tosferina mal
curada apenas cumplió los cinco años. Madre acababa de destetar a
Diego cuando tuvimos que darle sepultura. Mi hermano no se acuerda de
ella y sólo la conoce por las fotografías, pero yo sí la echo de
menos y el único consuelo que nos queda es que la pobre se libró de
conocer esta maldita guerra.
Dándole vueltas a estos
tristes pensamientos, se me puso un nudo en la garganta y a punto
estuve de echarme a llorar otra vez por la emoción, pero comprendí
que todo eso era el pasado de mi infancia y procuré centrarme en la
tarea que tenía por delante. Después de dos años de guerra, ya
había aprendido de mi familia que la primera obligación que
teníamos todos era la de sobrevivir. Por ello, el que ahora los
fascistas se hubieran llevado a mi padre no presagiaba nada bueno y
me llenaba de congoja.
Cierto que después de
la muerte de mi hermana, mi padre dejó de ser creyente e ir a misa,
pero nunca hizo mal a nadie que yo sepa. Cierto también que sus
simpatías siempre han estado con la República y públicamente
defiende a los jornaleros, porque bajo la Monarquía estos vivían
sometidos a un odioso régimen feudal. Muchos vecinos lo saben y
antes de la guerra mi padre votó a Manuel Azaña y después al
Frente Popular. Seguro que por eso alguien lo habrá denunciado
llevado de la envidia o su mala fe. Ya me lo había advertido el
abuelo, porque la gente es ruin y ahora en el pueblo muchos se están
vengando y ajustando cuentas con los republicanos. Su temor era que
mi padre pudiera estar en la diana por su cargo público y sus
simpatías políticas. Desde luego, el yayo acertó, porque es un
hombre sabio aunque casi no tenga estudios.
* * *
Como cada noche, las
calles estabas a oscuras y las contraventanas de las casas
permanecían cerradas para que no se vieran las velas encendidas en
su interior. Hacía tiempo que el alumbrado no existía, salvo para
los hospitales y algunos edificios oficiales, pero yo conocía bien
el barrio y el resplandor de la Luna nueva bastaba para sortear las
pilas de escombros, los postes caídos, los hoyos de las bombas y
cualquier otro obstáculo. Aumenté el ritmo de la marcha al pisar la
calle Ancha, iniciando una ligera carrera y cuando ya había cubierto
un buen trecho de esta, pude distinguir de lejos las luces de los
camiones con los detenidos, parados cerca del parque de Las Albercas.
Nos habían engañado, no iban al centro del pueblo, ni a la mansión
del Conde de Orellana, sino camino de las afueras.
Decidí esconderme para
ver el camino que tomaban y me agazapé en el hueco del primer zaguán
que encontré al paso. Advertí entonces que los vehículos estaban
retenidos en un control improvisado por los legionarios, con sacos
terreros y un madero atravesando la calzada y sostenido entre dos
caballetes. Eran días de mucho calor y aunque por la tarde había
llovido y la noche traía algo de fresca, estaba sudando por la
caminata y me sobraba el chal de mi madre. Calculé que me faltaba
muy poco para alcanzar la casa de mis abuelos y hacer sonar la aldaba
de hierro en su puerta de entrada, pero aquel grupo de soldados me
impedía conseguir mi propósito.
Por fortuna, los
militares no me vieron ni oyeron mis pasos. Conté seis o siete y los
seguí con la mirada. Iban armados con fusiles y se paseaban en torno
al puesto de control. Me iba a resultar imposible siquiera acercarme
más al lugar sin delatar mi presencia ni llamar su atención.
Tampoco sabía si se iban a quedar allí toda la noche, y la única
opción para burlarlos era rodear el caserón y saltar por detrás el
tapial del huerto. Pero deseché esa idea porque me sabía incapaz de
hacerlo por su altura y mis fuerzas. Por lo tanto, ¿cómo iba a
poder contarles lo sucedido en casa, ni quedarme a pasar la noche con
ellos? En esa situación, ¿qué podía hacer para avisarles y tratar
de salvar a mi padre?
Seguía dándole vueltas
a la cabeza cuando los legionarios retiraron el madero y el convoy
con los presos se puso en marcha de nuevo. Aproveché la ocasión
para recular sin que me vieran y largarme por un estrecho callejón
que conducía a un amplio descampado existente frente al parque y la
carretera. Salté dentro del surco de la trinchera que allí me
encontré y, pisando algo de barro junto con algunas vainas de
munición, pude alejarme del puesto de control buscando refugio entre
los árboles del parque. Apenas había cruzado al otro lado de la
calzada cuando los camiones, precedidos por las motos de los
falangistas, pasaron por delante de mí enfilando la carretera de
Medellín. Imaginé que conducían a los detenidos hasta el castillo
de esa localidad, porque en el pueblo se rumoreaba que en ese lugar
ya habían encerrado a la mayoría de los prisioneros capturados en
el frente del Guadiana. No sabía si habría más vigilancia por el
camino y podría evitar los puestos que seguro tendrían los
fascistas, pero mi voluntad de continuar caminando por esa carretera
se impuso al miedo del silencio y la oscuridad de la noche, sólo
rasgados por el sonido de los grillos y el brillo de la Luna.
Medellín está a unas
dos leguas del pueblo (la legua de posta equivale a unos 4 km.).
Lo normal es que andando se tarden casi dos horas en cubrir esa
distancia. En mi caso, yo estaba seguro de que podía hacerlo
corriendo en la mitad de tiempo. Para distraerme, me puse a pensar en
lo mucho que me gustaba correr. Ya lo hacía a menudo cuando iba o
volvía de la escuela, también jugando a la pelota con mis amigos, o
persiguiendo a las chicas antes de que se dejaran coger. Sin contar
cuando corríamos a los refugios del pueblo avisados por las sirenas
de los bombardeos.
Conocía bien ese
trayecto y lo había recorrido muchas veces, yendo a nadar en verano
con los amigos a las riberas del Guadiana. Solíamos bañarnos a la
altura del puente de piedra que llamábamos romano, sin serlo, aunque
sí muy antiguo. Pero desde el inicio de la guerra, todo el cauce del
río se había convertido en el frente y los republicanos lo habían
sembrado de trincheras, parapetos y casamatas con nidos de
ametralladoras, por lo que ya no se podía hacer. Como tampoco
disfrutar de los baños en las aguas mansas del río Ortiga, lindante
con el pueblecito de Mengabril, una pequeña villa poblada por
labriegos dedicados al cultivo de los ajos.
Pensando en el frescor
del agua, sentí sed por primera vez y eché de menos el no haber
cogido mi cantimplora de explorador. Llevaba un buen trecho corriendo
por esa antigua calzada romana, que en la escuela nos habían dicho
que desde siempre unía Mérida con Córdoba, y no habían pasado más
camiones. La Luna nueva iluminaba los campos de labor, además de
algunos viñedos y olivos. Me faltaba poco para llegar al cruce del
desvío hacia Mengabril, el pueblo que estaba a poco más de una
legua, y dudé si podría seguir hasta Medellín sin toparme con la
línea del frente o algún campamento de soldados. La noche estaba
tranquila y silenciosa, y aparte del canto de los grillos o el croar
de las ranas en el cercano río Ortiga, no se escuchaba ningún ruido
sospechoso que me sobresaltara. De no ser por la guerra, aquella
podía haber sido una plácida noche de verano, igual a las que
disfrutamos en tiempos de paz, con toda mi familia reunida para la
cena al aire libre en el patio de los abuelos, con aromas a jazmines,
begonias y geranios.
La aparente serenidad de
la noche de pronto se vio alterada por los ladridos de muchos perros.
Pensé que algún zorro u otro cazador nocturno de gallinas en los
cortijos los habría puesto en alerta, pero de repente, alcanzar el
cruce del camino a Mengabril y escuchar los tiros todo fue uno. Sin
duda, eran descargas cerradas de fusilería que, a intervalos de poco
tiempo, se sucedieron tres o cuatro, seguidas por los ladridos
caninos. Alarmado, algo me dijo en mi interior que aquellas ráfagas
no eran de combates, y pensé que en las cercanías del pueblo de los
ajos estaban fusilando a la gente.
Preso de mi zozobra,
eché a todo correr por el desvío hacia Mengabril y el lugar de
procedencia de los disparos. Ese camino no estaba asfaltado y corría
casi paralelo a las vías del tren, que hacían el recorrido entre
Don Benito y el poblado de Los Gamitas, pasando por Mengabril. Esa
vía ferroviaria ahora está desierta porque los republicanos, antes
de su retirada, dinamitaron los estrechos puentes de hierro que
servían para cruzar los ríos Ortiga y Guadaméz. Al poco tiempo de
recorrer esos caminos, pisé las rodadas que los camiones habían
dejado sobre el barro y la tierra húmeda por las lluvias recientes.
Reconocí que marchaba por los senderos que llaman de la Mugre, más
propios de carros y carretas que de vehículos con motor.
* * *
Quizá llevaba corriendo
diez o quince minutos seguidos cuando tuve que detener mi alocada
carrera por un flato, que me punzó el lado izquierdo del abdomen y
me obligó a tomar aliento. Ya no se escuchaban más tiros y parecía
que también los canes se habían callado. Debía de estar a menos de
una legua del río Ortiga cuando vi a lo lejos la luz de unos faros
que se acercaban por los caminos en paralelo a las vías del tren.
Enseguida me puse en guardia y con rapidez me oculté de ellos,
echándome al suelo entre las cepas de un viñedo que había cerca
del sendero. Me sentí paralizado por el miedo y noté cómo la
humedad de la tierra se pegaba a mi cuerpo. El ruido de los motores
se hizo más próximo y el suelo amplificó el sonido de la marcha
del convoy. Al alcanzar mi posición, conté un par de camiones
militares seguidos de dos motos con sidecar. El corazón me dio un
vuelco. Sin duda eran los mismos que se habían llevado detenido a mi
padre. Al parecer, regresaban al pueblo, pero iban de vacío, a
excepción de los soldados moros que pude identificar sentados en los
remolques que ahora iban sin lonas y al descubierto. Tuve un funesto
presentimiento. Pero debía estar seguro de esos indicios que me
advertían de la desdicha de esos pobres inocentes entre los que se
encontraba mi padre.
Me levanté del suelo
con la ropa empapada por el barro y mi sudor. Todavía me flaqueaban
las piernas y ni siquiera tomé la precaución de volverme a cubrir
con el chal de mi madre, que dejé tirado entre las cepas del viñedo.
Tenía la boca seca y arranque un pequeño racimo de uvas. Estaban
verdes y ácidas, pero me sirvieron para ensalivar y deshacer el nudo
que sentía en la garganta. Regresé deprisa al camino y eché a
correr de nuevo siguiendo las vías en dirección a Mengabril. El
silencio que percibía a mi alrededor no presagiaba nada bueno.
No podría decir cuánto
tiempo tardé en alcanzar el cauce del río Ortiga, pero no debió de
ser mucho. Con precaución, y a cubierto entre los cañizos de la
orilla, con los pies chapoteando en el agua embarrada, observé los
restos del puente ferroviario que había a pocos metros de distancia.
Los hierros retorcidos de las vías y su armazón, que los
republicanos dinamitaron a finales de julio de 1937 para proteger su
repliegue, ahora se hundían en las aguas del río. Los militares,
también volaron el antiguo viaducto de piedra (barroco S. XVII)
existente y desde entonces, ya no había otra forma de llegar al
pueblo más que vadeando el río. Supuse que el convoy, por las
dificultades del vadeo, no habría cruzado la corriente.
Pero entonces… ¿Dónde
estaban los hombres que llevaban y qué habían hecho con ellos?
La respuesta la tenía
delante, aunque de primeras, me costó reconocerla. Mirando el
entorno del puente de hierro con más atención, pude distinguir en
la penumbra algunos bultos dispersos sobre las vías del tren que
conducían al mismo. Parecían los sacos terreros que los zapadores
utilizan en los parapetos y, tomando mis precauciones por si fuera un
puesto con soldados, me fui acercando muy despacio y casi reptando
por el suelo. El zumbido de las moscas y mosquitos me hizo comprender
la realidad, y el espanto me obligó a levantarme de un brinco y dar
un alarido… ¡Los bultos eran personas muertas! ¡Y esos cobardes
fascistas y moros los habían asesinado a sangre fría! Dejando
tirados sus cadáveres cómo si fueran animales sobre las vías del
ferrocarril.
La mayoría de ellos
estaban tumbados de espalda, con la sangre de los orificios de las
balas empapando sus ropas. Ya no me engañaba y perdí toda
esperanza. Tenía que encontrar el cuerpo de mi padre y lo busqué al
tiempo que manoteaba el enjambre de moscas que revoloteaban sobre mi
cabeza. Conté, sin proponérmelo, hasta dieciocho hombres, y volví
a chillar de desesperación cuando identifiqué a mi padre por sus
zapatillas. Lo tapaban un par de cuerpos atravesados por encina del
suyo que mostraban disparos en la cabeza. Tiros de gracia que les
habían dado para rematarlos en una escena que resultaba repulsiva.
Empleando todas mis
fuerzas y superando el horror, arrastré los dos cadáveres que
descansaban sobre mi padre y luego le di la vuelta a su cuerpo. Lo
abracé tomándolo por los hombros y sentado entre los muertos,
recliné su cabeza sobre mi pecho, igual que él hacía conmigo de
pequeño. Me deshice en un mar de lágrimas y maldije a todos sus
asesinos. Maldije también a la guerra, a los moros y los fascistas,
y acabé maldiciendo a Dios. Primero me había arrebatado a mi
pequeña hermana; luego, a mis abuelos maternos y ahora; a mi padre.
Me juré que jamás volvería a confiar en él ni en su Iglesia. La
misma que llamaba «Cruzada» a esa odiosa guerra.
* * *
Amanecía, cuando una
patrulla de soldados legionarios me encontró con el cadáver de mi
padre abrazado entre los muertos. No tenía fuerzas para resistirme y
mis extremidades estaban dormidas por el peso de su cuerpo. Luego,
todo pasó muy rápido. Me llevaron de vuelta al pueblo en una de
esas motos alemanas con sidecar y hasta tuvieron la desfachatez de
dar el pésame a mi madre, después de anunciarle la ejecución de su
marido. Tampoco nos dejaron dar una sepultura cristiana a mi padre, y
lo enterraron en una fosa común con el resto de los detenidos a las
afueras del cementerio de Mengabril. Al parecer, hicieron lo mismo
con los vecinos depurados en Villanueva de la Serena, que fusilaron
en la pequeña localidad de La Haba.
Dos días después, las
nuevas autoridades inscribieron en el Registro Civil a todos esos
civiles ejecutados de vil manera bajo el «eufemismo» ─así lo
llamó mi familia─, de «muerto en choque con la fuerza pública al
ser liberado este pueblo».
Y en esa larga lista de
nombres figuraba el de mi padre: Pedro Ruiz Lozano, de 41 años y
funcionario municipal.
Firmado:
David Casado
Rabanal
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