Estoy frente a la ventana de mi cocina, observando las bonitas hojas otoñales del jardín vecino tomar vuelo y abandonar los árboles de donde surgieron. Como si no fuera la falta de savia lo que las obligará a dejarse llevar por el viento; sino el simple deseo de desafiar, etéreas, la gravedad.
He observado por esta misma ventana la casa de Isaac, al menos dos mil veces. Mentiría si dijera que es un paisaje que me desagrada.
A diferencia de mi casa, que solía ser decorada con macetas y arbustos repletos de flores y la primavera parecía acompañarnos sin interrupciones, la casa vecina siempre fue custodiada por árboles. Crecen a sus anchas de la manera que les plazca, y no dependen de una visita mensual de un jardinero, ni de la planeación previa de un decorador de exteriores. Simplemente, son libres.
Y ahora que nadie habita la casa, y solo los fantasmas de una vida feliz rondan por su jardín, deben depender de sí mismos más que nunca. Aunque nadie esté aquí para observar sus ramas alzarse al cielo.
Sabía que venir era una mala idea, pero la imagen a distancia de lo que sería mi llegada no es nada, en comparación con cómo se siente observar de cerca lo que, en algún momento, formó parte del rompecabezas de mi vida, y hasta ahora, piezas perdidas, que al encontrarse con el resto se unen tan abruptamente que duelen. Duelen más de lo que me creo capaz de soportar.
Abro la puerta de la cocina y me alegra que la inmobiliaria la haya dejado sin llave, porque no tengo nada más que un billete de 20 en el bolsillo, y en caso de necesitar un cerrajero, dudo que sea muy útil, además de que ¿como se supone que lo llame sin un teléfono móvil a mano?
El aire templado, el mismo que arroja las hojas de los árboles en un poco duradero vuelo, me acaricia el rostro. El calor que aún perdura parece estar en una batalla con el frío que lucha por establecerse. Pero ¿a quién intentan engañar? Esto es pleno abril. El sol seguirá aquí un tiempo.
Empiezo a avanzar entre los arbustos secos y macetas vacías, que en un tiempo lejano fueron portadores de hermosas flores y bajo un cielo despejado y casi sin nubes, no puedo evitar sentir que soy una intrusa en este lugar; como si al mudarme a mil kilómetros de distancia, ya no fuese digna de adentrarme en los jardines de mi infancia. Sacudo la cabeza, intentando sacar esa idea de mi mente. Yo no decidí irme, si decidí volver. Aunque solo por unos minutos.
Debo admitir que siempre me agrado que la casa de Isaac y la mía no estuviesen separadas por una cerca, o un muro. Nunca fue necesario, no con las notorias diferencias de nuestros jardines.
Llegó a «la frontera» como Isaac solía llamar al punto exacto donde nuestros padres nos contaron que se separaban las dos casas. Allí no había árboles, ni flores, solo un breve espacio de pasto -sorprendentemente- verde.
Intento no observar los esqueletos de los capullos que florecían en alegría hace muchos años, y me adentro en el páramo de árboles salvajes. Mi páramo, y el de Isaac. Nuestro páramo, aunque el no este aquí, para observarlo por última vez conmigo. Su última visita fue hace muchos, demasiados otoños.
Me detengo de golpe y respiro pausada y repetitivamente. «No se lo que puede llegar, pero sea lo que sea, iré hacia ello riéndome». Aquella frase de Moby-Dick, aquel curioso libro que en algún momento Isaac había leído, y que él mismo me citó una noche, aparece en mi mente sin darme tan solo un segundo para preguntarme ¿Por qué? Tal vez simplemente sea la voz de Isaac, que tanto necesito, que viene hacia mi.
Me río. Es una risa gangosa y algo histérica, pero ¿qué más da? Isaac no querría verme llorar.
El prefería verme trepar árboles.
Y yo prefería intentarlo, antes que llorar.
Tomó asiento sobre el mullido pasto, sin cuidar la caída de mi falda, el pudor que se lo trague la risa. Observó bajo otra perspectiva los árboles. Cerca de «la frontera» crecen algo separados entre sí, pero aún desde abajo se puede ver como a la distancia se acercan cada vez más. Hojas con hojas, protegiendo la gigantesca casa de la mirada de intrusos. A pesar de como me siento ahora, nunca fui considerada una. Y por eso Isaac, me reto a trepar al menos 5 árboles de su jardín, cuando tenía 10 años. No le molestaba que fuera yo quien pisara sus cortezas.
Ahora si que me río con ganas. Recuerdo su sonrisa traviesa y sus ojos brillantes como si sólo hubiesen pasado unos minutos. Quizás en mi memoria si sea así. Quizás jamás haya dejado atrás ese momento.
Cierro los ojos, y suspiro. ¿Por qué el aire huye de mis pulmones cada vez que me rió?
Isaac jamás tuvo ese problema. Él podía reírse de mí y respirar al mismo tiempo. Yo me sigo perdiendo en risas ahogadas. Pero aquel jueves de verano en el que intente subir al primer árbol, mi risa no se presentó en ningún momento, ni siquiera ante los comentarios de Isaac. Ni siquiera frente a su risa de niño.
Era un jueves de verano y el cielo nos observaba limpio, sin nubes. El sol había decidido acompañarnos y el calor se adhería a la piel, y nos recordaba en forma de sudor que el verano estaba allí, con nosotros.
Isaac había colocado una hamaca paraguaya entre dos árboles extrañamente pelados, y yo me encontraba frente a él. Observando detenidamente el árbol que se ramificaba desde el suelo hasta lo que a mi me pareció el infinito, pero solo eran dos metros.
-Y ¿debo subir esta cosa?- le había preguntado yo poco convencida.
-Pues sí- me contestó Isaac, como si la respuesta fuese la más obvia de todas las posibles.
La sensación de que el árbol me sonreía desde lo alto fue como un impulso nervioso que activó la energía de mi cuerpo, y con una confianza que probablemente jamas volveré a sentir, mis manos se aferraron a la corteza del árbol y mis pies intentaron adherirse a ella.
La palabra para describir ese primer intento, sin duda, es fracaso.
Seguía estando a dos centímetros del suelo con los pies dolorosamente clavados en la pie del árbol, cuando Isaac me avisó:
-Tus manos están sangrando.
Recuerdo haber observado mis manos con una expresión de estupefacción pintada en el rostro y con la leve pero certera sospecha de que me costaría disimular los cortes irregulares ante los meticulosos ojos de mi madre.
La corteza del árbol era hermosa, pero manchada de suaves gotas escarlatas parecía estar llorando, aunque Isaac opino que parecía que alguien había muerto allí.
-Quizás- comente yo- el que ha muerto es mi orgullo.
Esa vez los dos reímos.
En mi mente solo habían transcurrido unos poco minutos, pero me sorprendió enormemente al entrar a la casa de Isaac, ver el reloj de péndulo que dictaba las 6 de la tarde. Cuatro horas en la que mi piel había cedido a la fuerza de mis intentos.
-Si vuelves a hacer que mi niña pierda sangre, te verás en graves problemas, Isacc- había regañado Irene a mi vecino.
Irene, que recuerdo.
Su rostro, y el de su hermana Lupe, quien se encargaba de mi casa, eran el claro ejemplo de la lucha, curtidos por el esfuerzo de años. Y sus cuerpos fuertes y capaces, deteriorándose con el paso del tiempo. Todo de ellas sigue tan nítido en mi memoria, que podría jurar que jamás se han ido de mi lado.
Irene sonrió al entregarnos a cada uno un vaso de su limonada, la cual preparaba con una receta especial que solo Lupe y ella conocían.
«Orina de los dioses» la había bautizado Isaac «Un sabor celestial»
Esa bebida ejercía un gran poder sobre nosotras. Todas las palabras desaparecían de nuestra mente y nuestras bocas solo servían para saborear su sabor, aunque esa vez el contacto con el frío vidrio del vaso despertó un leve ardor en mis palmas abiertas y aún rojizas.
Aunque eso no me importo, ni siquiera a la noche, cuando sin poder dormir, volví al jardín de Isaac.
No era la primera vez que me adentraba en él con la oscuridad rodeándome, pero si la primera que la luna era mi única acompañante.
Jamás seré capaz de olvidar lo valiente que me hacía sentir el estar alejándome de las flores que brillaban en la noche y viendo los árboles sumidos en el poder de las tinieblas. Vestida con un pijama veraniego y con el cabello cayendo sobre los ojos comencé a correr como si la sensación del húmedo aire fuera lo más placentero del mundo. Aunque quizás si lo fuera, al menos un poco.
Las voces del jardín me llenaban los oídos. La luna parecía inundar con su pureza todo lo que me rodeaba y quizás fue la belleza del momento el único aliento que necesitaba para intentar trepar al árbol una vez más.
Con la ausencia del sol quemándome la nuca, y rodeada de las sombras de los árboles era mucho más sencillo concentrarse, pero mis manos seguían resbalando por la corteza áspera y dura, y a diferencia de la primera vez si notaba el ardor, pero era maravilloso.
No había risas, no había comentarios. Solo estábamos el árbol y yo.
Juraría que podía oírlo respirar.
Por fin mis pies encontraron la forma de mantener mi cuerpo en equilibrio y mis manos enrojecidas disfrutaban de acariciar el árbol.
Ni siquiera cuando la piel de mi pie fue atravesada por una rama caprichosa, sentí verdadero dolor. La emoción de lo que sentía bloqueaba todos mis sentidos, y todo lo absorbía un sexto, que parecía fusionar los 5 básicos.
Olía la naturaleza manar de la corteza rugosa, como si pudiera atravesar el aire.
Veía la grandeza de la vegetación danzar en mi mente, mezclando todos mis pensamientos.
Oía el canto silencioso de la noche, alentándome.
Saboreaba la sensación de estar bajo la noche, acompañada de una salvaje y embriagadora paz.
Tocaba la belleza que otorgaba oxígeno al mundo, que confiaba en que lo merecía.
Sentía.
Sentía la emoción, ese era el único lugar donde tal magia ocurriría.
Y no quería irme, pero como si hubiese cometido una grosería, el árbol decidió que así fuera.
No había notado que las hojas verdes me rozaban la cabeza, y al levantar la vista, me di cuenta.
Estaba a punto de llegar a la copa, pero no lo logre.
En un descuido en el que la luna era todo lo que yo contemplaba, mis pies parecieron notar a la distancia del suelo que me encontraba, y caí.
Lo único que recuerdo, es la gravedad golpeándome el rostro y la espalda, como si quisiera reducir mi cuerpo a un fino palo. Lo siguiente, un dolor agudo y profundo en la espalda, mis gritos pidiendo socorro y rostros. Muchos rostros borrosos y palabras rodeándolos, pero solo al día siguiente y con la presencia de un doctor pude comprender que la muerte había estado a punto de llevarme consigo.
El reto concluyó allí, Isaac no insistió, pero la culpa y el remordimiento lo llevaron a realizarme un regalo hermoso.
Habían transcurrido 3 semanas, y estaba a punto de dejar las muletas, precaución del doctor. Nos habíamos reunido bajo la sombra del árbol de donde caí, y nos entreteníamos contando los pájaros que trinaban sobre las ramas de este.
De repente un suave peso llegó a mis rodillas. Una caja. Blanca y coronada por un bonito moño dorado.
-Para tí- había comentado Isaac, sin ninguna explicación.
Abrí la caja retirando el moño y colocándolo sobre la cabeza de Isaac a modo de sombrero y mi rostro debía ser la perfecta encarnación de la sorpresa, ya que mi reacción logró una divertida carcajada de su parte.
Contenidos en las paredes de cartón me observaban al menos 24 libros que mi amigo había elegido con especial cuidado, para mi.
Nunca volví a vivir un verano tan divertido.
Me doy cuenta de que estoy llorando, al sentir un fuerte dolor de cabeza y la falta de agua en mi organismo.
Pasó la manga de mi saco por mi rostro, y ahora las lágrimas están allí entre la lana.
Isaac no querría verme llorar.
Preferiría verme trepar árboles.
Comienzo a correr, y mi corazón bombea sangre desesperado.
Mi árbol favorito pareciera sonreírme cuando llegó ante el. Respiro agitadamente, pero no perderé si quiera un segundo sobre la tierra.
Mis manos se aferran sobre la corteza del árbol y descalzo mis zapatillas para que mis pies también sientan su cálida dureza.
Siento como el dolor de cabeza se intensifica, como si 10 años de recuerdos la estuvieran golpeando.
Una década después de haber descubierto la magia que me hacía sentir feliz, y haberla compartido con Isaac días y noches enteras, un 16 de octubre de la nada me había quedado sola.
Las maletas estaban en el camión de mudanzas antes de que pudiera siquiera despedirme.
Mi madre y su esposo eran las únicas personas que permanecían a mi lado, aunque no era su presencia la que yo necesitaba.
Lupe e Irene se habían ido dejando tan solo el eco de su recuerdo bombardeando la casa que anhelaba su retorno.
La familia de Isaac lloraba en silencio a kilómetros, lejos de mi.
Y su cuerpo, el del amigo que me había regalado la oportunidad de sentir el aroma de la naturaleza, los días más felices de mi existencia, los libros más hermosos jamás leídos, y la sonrisa más puras a cada minuto, yacía bajo tierra, con una lápida sobre su cabeza como única compañera.
Las amarillentas hojas me tocan la cabeza, y algunas caen ante el roce, vuelan frente a mis ojos, y puedo imaginar como si comenzaran a unirse formando el cuerpo de Isaac.
Podría verlo una vez más, podría decirle adiós.
Esta vez lloro sin remordimientos, permito que las lágrimas bañen mi rostro, y que el dolor de cabeza me torture.
La brisa mueve la copa del árbol y siento como si me hablara:
-Sigo aquí. Justo aquí, a tu lado – la voz de Isaac sale de entre la brisa y el crujir de las hojas y toma vuelo en mi mente.
Es una sensación tan nítida que puedo hasta percibir su aroma, el aroma de la bondad.
Mi vista se vuelve cada vez más borrosa, y siento que a mi alrededor todo se tambalea.
-Te amare por siempre- susurro sin siquiera escuchar mi voz, y de la nada me envuelve su recuerdo. Las lágrimas van cesando, al imaginarme sus ojos sobre mí, la sensación de estar al borde de una caída comienza a alejarse ante la imagen de sus brazos sosteniéndome.
Sonrió y vuelvo a permitirme llorar, ya que esta vez mis lágrimas son gotas de emoción y nostalgia que me vuelven a llenar de energía, una a una.
No se que sucederá cuando salga de la casa y entregue nuevamente la llave. No tengo idea de que vendrá a continuación pero pase lo que pase, iré hacia ello con su recuerdo grabado en mi memoria, y su risa saliendo a través de la mía.
FIN
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