“Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.” —J.L. Borges
Nadie vio al hombre llegar a la orilla del río que corría entre los campos dormidos. Nadie lo observó atravesar los sauces que inclinaban sus ramas sobre el agua, ni escuchar el rumor de su paso sobre la tierra húmeda. A los pocos días, sin embargo, los aldeanos comprendieron que aquel hombre no buscaba refugio ni compañía; venía a ocupar un lugar que existía más allá de los mapas y de la memoria común.
El sitio que eligió era un claro donde la bruma parecía flotar eternamente, y en el centro se erguía un círculo de piedras cubiertas de musgo. Se tendió allí, con los ojos cerrados, y esperó. Su propósito no era descansar: era soñar, y no soñar con cualquier cosa, sino con un ser íntegro, que pudiera existir en la vigilia como había existido en su pensamiento.
Al principio, sus sueños eran fragmentos: voces inconexas, movimientos confusos, luces que se desvanecían antes de tomar forma. Pero poco a poco, cada noche, fue dando vida a un discípulo, un hombre que reunía la esencia de todas las virtudes y todas las dudas. Lo soñaba con precisión, con ternura; no lo tocaba, no lo nombraba, solo lo observaba crecer en la penumbra de su mente.
Con el tiempo, comprendió que la tarea de soñar un hombre era más ardua que cualquier obra material: porque el soñador y el soñado se entrelazaban, y cada emoción, cada pensamiento del primero influía en la carne y los huesos del segundo. No había prisa; cada latido, cada instante de silencio, era necesario.
Una tarde, al abrir los ojos, el hombre descubrió que su discípulo se movía en un mundo paralelo, tan real como el suyo. Comprendió entonces que la creación no consistía en imponer forma, sino en permitir que lo imaginado se revelara por sí mismo, en su propio tiempo, con su propia luz.
Nunca sabría si el discípulo existía realmente o solo en su pensamiento. Pero eso dejó de importarle. Lo importante era la experiencia de haberlo concebido, de haber participado de un acto de pura atención y devoción, y de haber comprendido que todo lo que el hombre aspira a hacer en la vigilia – crear, enseñar, amar – se asemeja, en su perfección, a un sueño cuidadosamente sostenido.
El hombre se levantó y observó cómo el sol atravesaba la bruma. Aunque el discípulo no estaba a la vista, percibió en el aire un hilo de vida y promesa.
Comprendió que cada acto de creación deja un rastro invisible, y que lo soñado, de algún modo, continúa existiendo, aguardando ser descubierto por otro que también sueñe.
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