Caminábamos por el parque de regreso a la casa. Ella caminaba a mi lado, los niños en derredor.
Había sido un fin de semana de locos. Un problema le siguió otro, como una cadena infinita de eslabones rotos. Requirió de toda mi paciencia, de toda mi integridad. Pero lo hice por ella.
Pude darme cuenta de que ella venía distraída, jugando con sus pies. Había llorado toda la tarde y tenía los ojos inflamados, pero lo disimulaba con una sonrisa traviesa. Podía engañar al mundo entero si quisiera, pero a mí no, que la conocía de pies a cabeza.
Sabía a la perfección cuándo estaba contenta y cuándo tenía una espina en el corazón.
Este había sido un fin de semana imposible, pero caminábamos intentando no pensar demasiado en ello. Saboreábamos los últimos instantes del domingo, aunque añorábamos la cama. Deseábamos dormir y olvidarnos de la pena de estos últimos días.
Ella me atrapó en mis cavilaciones y preguntó:
— Te eché a perder el fin de semana, ¿verdad?
La miré a los ojos, tenía esa sonrisa otra vez, aunque los labios le temblaban.
No contesté, sabía que esa pregunta no esperaba una respuesta.
La tomé de la mano y le regalé mi mejor sonrisa. Ella rio por un momento, luego seguimos nuestro camino, juntos entre el frenesí del domingo agonizante.
Había gente por todos lados.
En los dos años que había recorrido ese parque, no recordaba haberlo visto tan lleno. Niños corriendo de arriba abajo, gente riendo a carcajadas y muchos balones en el aire, camino a la canasta de basquetbol. Uno de estos balones vino directo a nosotros y estuvo a poco de caerle en la cabeza a la niña, pero alcancé a desviarlo en el último momento. La niña continuó jugando sin percatarse de lo que pudo suceder.
Pero ella si lo notó, sus ojos me dijeron «como si no fuera suficiente lo que te hice pasar el fin de semana, vienes a salvar a mi hija».
Le devolví la mirada, como diciendo «ese soy yo, siempre estaré aquí para ustedes».
El niño platicaba con sus amigos y se acercó a nosotros al llamado de su madre. Era un buen hijo y ella una buena madre. La miré un poco más. Me pregunté por qué la vida se empeñaba en hacerle las cosas tan complicadas.
Entonces ocurrió, la niña gritó «¡Papito!» y corrió a sus brazos.
Ahí estaba él, parado entre un montón de gente, observándonos como quien mira una obra de teatro. Tenía una sonrisa enorme. Tenía mucho carisma. Los demás corrieron a sus brazos.
Todos, excepto yo, por supuesto.
Papito se puso a contar una historia fantástica sobre dónde había estado los últimos tres años. No me tomé la molestia en prestarle atención, pues conocía a la perfección cómo terminaba.
Me acerqué a ellos. Él no me miró, como si pretendiera ignorar mi presencia. Como si fuera yo como esa cucaracha que se acerca bajo la cama y la ignoras, esperando que no se suba a las sábanas.
Caminamos las últimas calles hasta la casa. Él estaba al frente, conocía el camino a la perfección. A fin de cuentas, era su casa.
Cuando llegamos se detuvieron en la entrada. La historia de Papito se tornaba cada vez más fantástica. A cada giro o sorpresa los niños brincaban de la emoción, pero mi estómago se revolcaba.
Respiré profundo y metí la llave a cerradura, entonces hice eso que siempre hago cuando estoy nervioso: me reí y dije alguna tontería sobre lo incómodo que era abrir la puerta con la mano derecha.
Él me miro, por primera vez en la noche. No había sonrisa en su rostro, solo esa mirada asesina, como si me preguntara qué estoy haciendo aquí, ¿por qué no me he largado de su casa?
Entramos y seguí a los niños a la cocina. Estábamos muriendo de hambre, así que sacamos los tazones para preparar un poco de cereal con leche. En eso estábamos, cuando noté que mamá y Papito no estaban con nosotros.
¿Podría ser?
Fui hacia la recámara. El corazón estaba por estallarme. Ya no escuchaba nada, salvo esa vocecita en mi cabeza que me rogaba que no abriera la puerta, que no entrara y que, finalmente, no encendiera las luces.
Ahí estaban los dos, envueltos entre las sábanas.
Él tenía esa sonrisa que le comenzaba en una oreja y le terminaba en la otra.
Ella me miró y dijo:
— Solo quería ayudarlo, ¿no ves que necesita una paja?
Fue lo último que escuché esa noche. Luego, todo se puso gris y los oídos me reventaban. Sentía la cabeza pesada y mi cerebro se desconectó, no sé qué paso después. No sé si dije algo o tan solo tomé mis cosas y me salí de la casa, ignorando todo lo que se decía en mi alrededor.
Él me alcanzó en la entrada, me tomó por el brazo y me giró para verle la cara. Se reía a carcajadas y me decía cosas que mi cerebro no alcanzaba a comprender. Cuando se le acabó la risa, llegaron los golpes. Me tiró un gancho al hígado, pero por alguna razón alcancé a esquivarlo. Entonces me tiró un golpe a la cara con el otro brazo, pero me agaché en el último instante. Luego, como producto del puro instinto, lo alcancé con un gancho al mentón.
Calló al suelo inconsciente.
Mamá e hija corrieron junto a él. Me miraban con esa cara de reproche. Sus ojos me gritaban «vete, no quiero nunca verte».
–
Unos días después fui a ver al niño, ayudaba a sus abuelos en la panadería. Le habían puesto a freír en una sartén, pero —lo que sea que haya sido— estaba ahora todo calcinado. Su mirada estaba en el aceite, pero su mente viajaba a muchos kilómetros de distancia.
Lo llamé por su nombre. Me miró por unos segundos, como quien sale de un sueño largo y profundo, pero del que no quiere despertar. Luego se levantó y caminó hacia la bodega, ignorando a sus abuelos que gritaban alguna tontería sobre la carne que acababa de quemar.
Lo llamé una vez más, pero no me contestó.
Lo observé entrar a la bodega y ser engullido por la oscuridad.
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