El nombre de las cosas que no se dicen

El nombre de las cosas que no se dicen

Acto I – Matinal, Sarmiento al 800

—¿Por qué las ventanas no se abren hacia adentro?— pensó Abelardo, sin mirar el alféizar que se oxidaba como su abuelo—. Se abren hacia afuera y todo lo que uno dice se va, el sonido se pierde como el vapor de los fideos sobre el mármol.

Las 07:14. El reloj, de cuerda, con las agujas torcidas por la torpeza de los niños que ya no están. La madera de la mesa hablaba si uno apoyaba la oreja. El rumor del eucalipto en la cocina como un eco antiguo.

Abelardo había vivido siempre ahí, en ese departamento con el ascensor que subía como un fantasma tartamudo. Tenía sesenta y dos años, una panza más redonda que su fe y una camisa celeste con los botones flojos. Pero ese día algo era distinto. No era el sol. Ni el ruido de la calle. Era la palabra que no recordaba. Una que soñó a la noche.

—Vepógeno… ve… pogénico… no…— murmuró mientras revolvía el café con una cucharita que tenía el mango comido por los siglos.

El diario, arrugado. Las noticias no cambiaban, solo los nombres de los ministros. Se abrochó el saco y bajó por las escaleras. No confiaba en el ascensor. Nunca lo había hecho.

El mundo afuera era un mismo zumbido. Personas que cruzaban sin mirar. Un perro que husmeaba con la paciencia de un juez. Un niño que reía demasiado fuerte. Y el olor, ese olor dulzón a fritura rancia de los puestos del subte.

Abelardo caminó hasta la plaza como todos los jueves. Ahí se sentaba a observar los árboles como si fueran teatros ambulantes. Cada hoja que caía, una tragedia rusa. Cada rama torcida, un personaje que había vivido demasiado.

—Los árboles no gritan— pensó—. Pero cargan.

Sacó su cuaderno. Una libreta negra con márgenes desteñidos. Allí escribía cosas que no le decía a nadie. Palabras sueltas, frases huérfanas, pensamientos que ni siquiera él entendía. A veces creía que no eran suyos.

“Mi madre dijo una vez que las grietas también florecen.”

Recordó la cara de su madre, con esa piel como papel viejo. Una vez la vio llorar porque se le cayó una taza. “No es la taza”, le dijo. Pero nunca explicó más.

Los chicos jugaban a la pelota. Uno de ellos tropezó y se rió de su propio dolor. Abelardo pensó en eso: la capacidad de reírse del dolor cuando todavía no se lo ha nombrado.

—La vida es eso— dijo en voz baja—. Dolor sin nombre, risa sin razón.

Un pájaro pasó como una coma. El cielo se cerraba detrás suyo como una frase inconclusa.

Acto II – La memoria de las cosas rotas

La plaza quedó atrás, como una fotografía mal revelada. Abelardo volvió a caminar, las rodillas como dos nudos que crujían con cada paso. A veces sentía que lo seguían. No personas, sino momentos. Silencios pegajosos que le colgaban de los hombros. Cada esquina tenía un eco. Cada umbral una voz que ya no era.

—¿Cuánto pesa una promesa que no se cumplió?— se preguntó al pasar por la bicicletería cerrada de la calle Brasil. Ahí, en ese rincón, había prometido dejar de fumar. Nunca lo hizo. Ni lo uno ni lo otro: ni prometer ni dejar.

El viento se enredaba con los toldos. Una señora barría hojas como si fueran preguntas que nadie quería responder. La ciudad tenía aliento de metal y mugre, pero Abelardo la quería así, sucia, sincera, sin cosmética.

Entró al café El Progreso, con su piso ajedrezado y sus mozos que ya sabían cómo mirarlo sin preguntarle nada. No había cambiado en veinte años. Ni las sillas ni el olor ni la música que no sonaba. Porque ahí la música era otra: cucharitas, toses, periódicos que se abrían como alas mojadas.

Se sentó en la mesa del fondo. La que da contra el espejo. Pero el espejo no reflejaba, absorbía. Uno no se veía en él, se reconocía perdido.

—Lo de siempre, don Abelardo— dijo el mozo sin libreta.

—Pero que esta vez el café esté caliente, por favor. Hoy tengo frío.

El mozo asintió como si supiera que el frío no estaba afuera.

Mientras esperaba, sacó de su bolso un objeto envuelto en tela: una cuchara de plata. Pequeña. Ligeramente torcida en la punta. La dejó sobre la mesa como un santo de bolsillo. Era de su hermana.

Clotilde. Ella sí sabía usar las palabras. Las domesticaba. Podía decir “muerte” y sonar a jardín, o decir “felicidad” y que doliera. Pero hacía años que no hablaban. Algo se quebró. No un grito, no una discusión. Fue algo más triste: un olvido mutuo, una dejadez que se volvió costumbre.

Una cucharita y un silencio, eso quedó.

Tomó el café. Amargo. Apenas humeante. Pero algo adentro se aflojó. Un músculo en el alma, si eso existe.

—Hoy la voy a llamar— dijo. Y no lo dijo. Pensó. Pero lo pensó tan fuerte que el mozo lo miró como si lo hubiese escuchado.

Las campanas de la iglesia de San Telmo doblaron. O no. Quizás fue solo su oído, que inventaba sonidos para llenar huecos.

Recordó una vez, en un invierno, que Clotilde lloró por una canción. Él no entendió. Ella le explicó que había canciones que te hacían recordar cosas que nunca viviste. Eso le parecía cruel. Ahora entendía.

Terminó el café. La cuchara volvió al bolso. El cuerpo al mundo. Y el alma, quién sabe.

Acto III – Cosas que duermen en los objetos

Se fue sin pagar. El mozo ni lo notó. A veces lo hacía a propósito, para ver si alguien lo detenía. Nadie lo hacía. Como si se hubiera vuelto aire. No un aire ligero, no. Uno denso, viejo, como el de los altillos cerrados.

Bajó por Humberto Primo, sus zapatos hacían clip clop como caballos cansados. Las hojas crujían como papel de carta. Viejas cartas. Cartas que Clotilde le escribió y que nunca abrió. Por miedo. Por orgullo. Por esa sensación de que leerla sería traicionar algo. ¿Pero qué?

Se detuvo frente a una juguetería abandonada. El vidrio sucio. Detrás, un tren de madera roto. Un muñeco sin cabeza. Y una pelota azul que parecía flotar en la tristeza.

La vio. Una figura. A lo lejos. Camisa blanca, cabello largo. Podía ser ella. O una imagen, un error de percepción. Pero el corazón se le apuró. Se escondió detrás de un árbol como un niño. Ridículo. Viejo ridículo. Pero el cuerpo recordó lo que el alma negó durante años: que aún la buscaba.

La figura se desvaneció en la esquina. Como una nube que cambia de forma y ya no se puede nombrar.

—No era Clotilde. Era la culpa disfrazada.

Volvió a caminar. Cruzó la avenida como si no existieran los autos. Nadie lo atropelló. El mundo no interrumpía su tránsito.

En el pasaje Bethlem encontró a un chico. Sentado en el piso, flaco como rama, con un cuaderno y una lapicera.

—¿Escribís?— preguntó Abelardo, sin pensar.

El chico lo miró como si lo estuviera soñando.

—Sí. Pero no sé qué. Escribo para no romperme.

Esa frase le golpeó el pecho. Como si el universo hubiera usado la voz de un extraño para decirle lo que él no podía decirse.

—¿Y vos?— le preguntó el chico.

—Yo… escribía.

—¿Y por qué paraste?

—Porque me dolía demasiado escribir bien y me daba vergüenza escribir mal.

El chico sonrió. Una sonrisa muda, de esas que no llegan a los ojos.

Abelardo le ofreció la cuchara. La misma. La de Clotilde.

—Tomá. Te la doy. No la uso. No puedo usarla sin que me tiemble la mano.

—No puedo aceptar cosas tan tristes.

—No es triste. Es una cuchara. Lo triste está en uno.

El chico la tomó igual. La miró. Y dijo: “Gracias, señor”. Y no volvió a hablar.

Abelardo siguió su camino. Con el pecho más liviano. Con una herida menos o con una herida distinta.

Y entonces pasó.

Como en un sueño mal editado: el kiosco, el aroma a papel y menta, la radio vieja, el hombre detrás del mostrador con la cara de todos los padres muertos. Y la voz.

—Abelardo.

Era ella.

Clotilde.

Más arrugada. Más delgada. Pero viva.

No hubo abrazo. No hubo reproche. Solo una mirada. Una que decía: “Sabés que dolió, pero ya no duele igual”.

Él sonrió. Ella no.

—Estaba comprando figuritas para mi nieta— dijo ella. Como si el tiempo no importara.

—¿Cómo se llama?

—Lía.

—¿Y te quiere?

—Como se quiere a una mujer vieja que da caramelos y no juzga.

—Entonces hiciste bien las cosas.

Silencio.

—¿Y vos, Abelardo? ¿Vivís o solo pasás?

—Paso. Pero a veces me detengo.

Se miraron un poco más.

—¿Querés caminar?

—No. Me duelen las rodillas.

—Ah.

Y ella se fue.

Como si nada. Como si todo.

Acto IV – Donde se guardan las palabras no dichas

Volvió a casa caminando lento. Más lento que nunca. No porque doliera el cuerpo, sino porque ya no había apuro.

El ascensor seguía sin usarse. Trepó los escalones como si fueran preguntas. Cada piso, una década. Cada descanso, una mujer que no amó lo suficiente. Llegó al tercero jadeando suave, como quien reza sin fe pero con necesidad.

Entró.

La luz de la tarde dormía sobre los muebles. El polvo danzaba en el aire, como si celebrara algo. No había ruido. Ni dentro ni fuera. Solo el reloj, que seguía marcando sin saber para quién.

Se quitó el saco. Se sentó.

Miró el cuaderno negro. Lo abrió.

“Mi madre dijo una vez que las grietas también florecen.”

Leyó la frase con otra voz, como si no fuera suya. Era suya. Pero también era de Clotilde. Del chico del pasaje. De su madre. De nadie.

Entonces escribió. Sin corregir. Sin pensar.

“Hoy vi a Clotilde. Compraba figuritas. La amé en silencio y con torpeza. Pero aún así, la amé. Como se ama a una palabra que uno no sabe pronunciar.”

El sol se escondía como un animal cansado. Afuera, un perro ladraba sin dirección. Adentro, Abelardo respiraba como si cada bocanada trajera hojas secas y pan tibio.

Se levantó.

Fue hasta la cocina. Abrió un cajón.

Allí estaban: cucharas, tenedores, una tijera que ya no cortaba y un sobre viejo. Lo abrió. Una carta. De Clotilde. Nunca la había leído.

No lloró. No sintió culpa. Solo abrió el papel como se abre una fruta. Y leyó.

“Abelardo: no te escribo para reprocharte nada. Solo para decirte que te perdono. Que me perdono. Que las palabras que no dijimos también fueron parte del lenguaje. Que quizás ese fue nuestro idioma: el silencio lleno de cosas que querían ser amor.”

Volvió a doblar el papel. Lo puso en el cuaderno. Lo cerró.

Miró por la ventana. Las ventanas sí se abren hacia adentro, pensó. No las de vidrio, las otras. Las invisibles. Las que uno lleva en el pecho.

Y entonces, sin pensarlo demasiado, sin apuro ni dramatismo, escribió una última línea.

“No importa si nadie lo lee. Yo ya lo dije.”

Cerró el cuaderno. Se sirvió un vaso de agua. Caminó hasta la ventana. No la abrió. No hacía falta.

El cielo, entre violeta y gris, tenía forma de perdón.

Y así, en una casa vieja, en una ciudad que olvidaba a sus habitantes, un hombre cualquiera hizo las paces con todo lo que no fue.

FIN

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