Él no lo sabrá

Él no lo sabrá

Una remolacha

23/05/2020

Aquella esquina. La expectativa de la cita. El sacrificio del día. Ver de cuerpo presente a quien no había dejado de habitar mis pensamientos un solo instante. Tiempo atrás, esgrimiendo el pretexto de prestarle unos libros, hallé la manera de fraguar un encuentro. La noche anterior apenas pude dormir, no tanto por la necesidad de evacuar mis cosas de estudiante en una habitación cuyo arriendo expiraba en tres días; sino por encontrar la forma más espontánea de insertar un giro inesperado en el chat de Messenger: convocarlo como cualquier «parcero» lo haría en ese caso.

Resolví hacerlo sin rodeos y él aceptó con tanta naturalidad que nadie sospechó de nadie. Me preguntó si disponía de tiempo, yo supuse que para conversar abierta y tendidamente siempre que por alguna afortunada casualidad nos encontrábamos. Accedí encantado y fijamos el encuentro al mediodía, me pidió mi número, yo me aventuré a pedir el suyo, pero antes él ya lo había hecho notar de una forma divertida: «yo no tengo celular, mi deporte es botarlos» así que fue un «no me llames, yo te llamo».

No era sangría desatada, sin embargo, debía entregar otros libros en la biblioteca, cerca al lugar de la cita. Caminé, pensando en una posible demora; puse el smartphone en su máximo nivel de volumen, cada dos minutos lo revisaba, compré un cigarro, estaba nervioso, tocaba de forma inconsciente mi bolsillo; fumé, volví a mirar el celular, volví a fumar. Nada. No quise almorzar para que no me agarrara en un arranque de afán, me senté en las escalinatas de un centro comercial, esperé, esperé y esperé. Conforme avanzaba los minutos idealizaba el encuentro, interrumpido por coléricos reproches de sentido común: «te van a dejar plantado», hasta que la demora hizo sus estragos tanto física como anímicamente. Esperé durante tres horas.

Olvidé el enojo en el momento que recibí una notificación de mensaje y apareció la burbuja del chat de un Quetzalcóatl familiar y despreocupado, que de cuando en cuando aparecía caprichosamente cual si hubiera saltado de la oscuridad primigenia trayendo consigo la luz de los días. «Mi friend, hasta ahora voy saliendo de la casa». Tuve que esperar otra hora… aunque con la certeza de verlo, no paraba de sonreír, ni de evocarlo. Almorcé, caminé un poco y respiré lleno de entusiasmo. De pronto, sentí vibrar el celular en mi muslo izquierdo, lo busqué con mano temblorosa, sabía quién era, asombrosamente logré dominar la voz en el momento preciso. Él, sin duda alguna. La voz de miel, pausada y tranquila, preguntado por mí, yo fingí no enterderle solo para escucharlo un poco más, y porque realmente el bullicio de la calle no permitía hacerlo. «Nos vemos en diez minutos en la avenida». Me dirigí hacia allá lentamente, como si con unos minutos de retraso bastaran para castigar sus horas de impuntualidad.

Luego el castigado fui yo porque no lo encontré en el lugar que proyecté verlo, utilicé la mirada periscópica tratando de sondear el lugar completo, un paseo fingido por las cuatro esquinas, volví sobre mis pasos, esquivé varios carros, volteé y miré a mi alrededor. Me resigné en pocos segundos. Esperar no es un negocio al que yo quisiera dedicarme.

De nuevo, mis ojos lo buscaban con ansiedad entre la multitud de personas que se juntaban a esa hora, hasta que por fin lo divisé en la esquina de enfrente, alto e irreverente, con el gesto serio que tanto me atraía. Sentí que el mundo se detuvo y una cascada helada se descolgó de mi cuello a los pies, eso fue como desmoronarse lentamente. Las personas, el ruido, la rabia; todo quedó anulado y en ese segundo inmortal él fue el centro del universo. Hicimos contacto visual y ambos nos acercamos al cruce de la calle, esperé quién de los dos tomaría la iniciativa de cruzar; él no lo dudo un instante y lo hizo con tal determinación cuando el semáforo se lo permitió, que, antes de ser un anónimo atravesando la cebra en una ciudad sin importancia, parecía un galán altivo paseándose por la alfombra roja. En mi fuero interno repetía casi frenético «no sonrías, no sonrías»; también temía que los nervios me impidieran respirar correctamente, como siempre me pasa con las personas que me gustan. Imposible no rendirse ante la amplia sonrisa y la radiante deferencia con la que me embistió justo antes de subir al andén. Me venció. En pocos hombres se encuentra una expresión tan auténtica.                                                                 

                                                                         (…)

Por aquel entonces ninguna otra razón me requería en aquella ciudad provincial, las clases en la universidad habían cesado por motivos de fuerza mayor que, cualquier persona que se haya formado en el seno de la educación pública entenderá. Los amigos se habían vuelto escasos, cada uno regresaba a sus asuntos por triviales que fueran, ensimismados y apagados por el sencillo acto del cierre de las actividades académicas, al extremo de reducir incluso los contactos digitales. Él, la única excepción, el faro en la noche sin estrellas.

Nuestras conversaciones virtuales eran extensas, en tono amigable y con un acento marcado de preocupación recíproca. El pegamento, sin duda, era el debate abierto y sincero dejando ver nuestras posturas generalmente opuestas, eso sí con un humor y una familiaridad que iban en aumento. Los temas eran tan variados que me sorprendía hasta donde podíamos llegar. Lo sentía como un amigo de toda la vida, y eso que apenas habían pasado unos meses desde que lo había conocido accidentalmente y por un impulso fortuito de cortesía.

Sí, recuerdo haberlo visto en una clase, callado, meditabundo y atractivo; sin embargo, como cualquier mortal que causa una impresión efímera y se olvida con rapidez, tanto que ni siquiera noté que había cancelado la materia en aquella ocasión. Semestres después escuché su nombre en boca de algunos compañeros que resaltaban sus logros académicos en otros cursos. En aquel entonces ni siquiera tuve la curiosidad de interesarme por él. La oportunidad de conocerlo no se dio sino hasta en mi penúltimo semestre de carrera, en un viaje.

                                                                          (…)

Visiblemente solo y un poco apartado del grupo, en el primer día de excursión, él seguro no la estaba pasando de maravilla. Debajo del sol de mediodía, secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. Justo en el momento en que íbamos a entrar a una iglesia, me surgió la idea de dedicarle, aunque fuera unas palabras que estuvieran en el punto intermedio entre la amabilidad, procurando integrarlo a una conversación común, y la atracción genuina que ejercen aquellas personas de las que uno desea ganarse su amistad. No recuerdo con exactitud las palabras que le dirigí, pero sin duda ese fue el espíritu que las acompañó. Bien podrían haber sido nimiedades del tipo: «Mucho sol, ¿no?, ¿una pola o qué?» o algo por el estilo, él agradeció el acto y me correspondió con un interés inmediato y aunque ese no fue el inicio de nada, al menos no morí en el intento.

Los dos mañanas siguientes apenas crucé palabras con él; comentarios sueltos o alguna frase matizada de ingenio, dispuesto a capturar su atención, él igual de amable y con la disposición natural contestó todas las preguntas, o siguió los juegos que yo le proponía, pero como dicen en mi pueblo no era «ni agua ni pescado», es decir, no le era de gran importancia. Aun así, desde la primera noche en que pernoctamos en un pueblito de una brisa eterna, situado en los estribos de la cordillera, noté su alteridad por encima de todos los demás compañeros de curso. En especial, cuando nos reuníamos para hacer el resumen del día al final de la jornada y él brillaba por sus aportes sucintos, por los conceptos bien escogidos y, sobre todo, por una labor etnográfica que adelantaba casi en la clandestinidad y que enriquecía la experiencia de la práctica. Hablaba con los lugareños de forma tan familiar que parecía que los conociera de siempre.

Empecé a dirigirme de forma indirecta a él, haciendo notar sus pequeños logros del día valiéndome de la verborrea académica, por la que pasaría inadvertido mi creciente interés por él. En el bus aprovechaba los segundos de confusión mientras cada uno regresaba a su silla para mirarlo de reojo. A algunos compañeros los conocía desde el inicio de la carrera, otros eran de cursos electivos, de tal manera que no quedaba un solo espacio de soledad, todos eran absorbidas por la vida colectiva: almuerzos, fotos, conversaciones; y en las madrugadas, alcohol y cigarrillos.

La tercera noche de la práctica fue el comienzo de esta historia. Estaba de un humor excelente, pese al agobiante viaje en el que visitamos tantos lugares y en el crepúsculo nos emocionó la propuesta de quedarnos en un «pueblo de brujas», fue la mejor elección. Nos hospedamos en un hotel hogareño, amplio, renovado. La vida es sosiego en un pueblo de calles empedradas y solitarias, donde ningún alma se atrevía a salir más allá de las 7:30. Caminamos por aquel idílico poblado con la única compañía del susurro de las ramas. Antes que espectral, acogedor. De regreso la piscina, que nos esperaba tibia, el contacto con ella era vivificante. Algunos dispusieron mesas y trago por doquier. De noche, todos parecían reactivados, sonrientes, relajados.

No salí de la piscina, allí conversé, tomé, me moví como pez en el agua, y tuve la fortuna de conocer a quien hoy es mi anhelo, mi teorema, mi amor imposible. Llegó esbelto, sin camiseta; preguntó si el agua estaba fría, nomás al primer contacto se contuvo de meterse a nadar. Después de acomodarse en el borde de la alberca habló con un compañero en común. En la distancia yo lo encontré muy agradable por lo que alcanzaba a escuchar. Cuando me di cuenta de que tenía en su hombro izquierdo un tatuaje, al parecer de Quetzalcóatl, me animé a preguntarle y él lo confirmó.

-Los aztecas lo confundieron con Hernán Cortés y su séquito de lunáticos. Atiné, señalando el brazo.

-Aunque suena poético, ya son quinientos años de un cuento inventado por los españoles. Respondió entusiasmado. Justo en el momento en que sus ojos de ébano por fin se detuvieron en mí.

En seguida, nos explayamos sobre las supersticiones de los mexicas, los imperios mesoamericanos, las divinidades y, en fin, fue el alba de «nuestra» relación. El tercer compañero animaba la conversación, proponiendo temas interesantes, pero de ninguna manera apropiados para la ocasión.

Giramos hacia las anécdotas personales y cuando resultamos hablando de alpinismo, y específicamente de los puntos clave en una ruta hacia el nevado, sentenció mirándome «ah, pues, que usted debe conocer». Me sorprendió la gracia con que me dijo detrás de líneas «antes, ya había oído de ti». Me sentí orgulloso e intenté hallar el posible enlace entre él y yo, en realidad fueron dos enlaces: una pareja de amigos que nos guiaron en nuestra primera escalada a la nieve, a quienes yo admiraba y respetaba demasiado. Y por lo visto él también, pues, sus palabras solo emitían consideración y gratitud. Luego, con la presencia de otros compañeros tuvimos más confianza, bromeamos, ensayamos marometas al borde de la piscina, hicimos competencias de nado, e incluso improvisamos un partido de waterpolo que nos dejó exhaustos. Cerca de la madrugada salimos descalzos a comprar cigarrillos, fumamos y para desentonar con el ambiente festivo de los demás, los mismos tres, tuvimos un debate sobre el bien y el mal, argumentando desde los clásicos Rousseau, Maquiavelo y Hobbes. Ahí descubrí su espíritu crítico, su perspicacia, su incondicional disposición para discutir tanto los temas académicos, como existenciales y los más mundanos. Y con una gran habilidad para refutar argumentos que, inmediatamente se ganó mi respeto, lo consideré como uno de los míos. 

                                                                             (…)

Él es tan amplio que podría contener contradicciones, su sencillez me hace pensar que es un hombre que trata a todos con la misma deferencia, no es selectivo; para él todos merecen la misma atención, un campesino, una señora, o el más brillante de los intelectuales. En todos los ambientes se siente cómodo, aunque en efecto prefiere rodearse de gente sin tantas preocupaciones académicas; es huidizo y apenas si se hace notar. A menudo se deja sorprender, se emociona, y uno se puede perder en la inmensidad de su pensamiento. Bien podría estar hablando de los problemas de la justicia ritual azteca y en dos minutos, pasar a hablar de las «farras» del fin de semana. Aprecia la disciplina a la que se dedica y no discrimina las cuestiones esotéricas más irrelevantes. No está ni en lo sagrado ni en lo profano, tal vez en un intermedio o quizás trasciende esas dualidades y está más allá de los arquetipos. Es lo más cercano que he estado a un «dios» y aunque soy ateo, estaría dispuesto a adorarlo como tal, ¿Eros no atiende razones?

Estos días sin él han sido duros y al mismo tiempo balsámicos, pues aún no me acostumbro a echarlo de mis pensamientos. Siendo sensato no es que habláramos a menudo, o nos viéramos con frecuencia, nada de eso. Una mirada basta para caer en la trampa, de la irrelevancia a la cima del amor, hay muy poco camino. Como todo, al inicio se enciende la curiosidad: lo amistas en Facebook, stalkeas: ves sus fotos, revisas sus publicaciones, uno o dos likes para no levantar sospechas en su biografía. Mi manía de enamorarme de hombres heterosexuales y nunca concretar nada. Luego llega el periodo de la niebla, cuando se nublan lo sentidos y caemos rendidos ante la magia de lo que no se puede controlar. La repetición de los instantes que se atesoran en la memoria, la dedicatoria del primer y el último pensamiento del día; las fotos que no me canso de acariciar con la mirada, de mimar; las fantasías en los insomnios y esos momentos cálidos donde su imagen me proporciona un intenso placer.

                                                                                (…)

En un momento lo tuve al frente mío. No sé si fue ensoñamiento o realidad, pero lo vi triunfal mientras el sol agonizante arrancaba destellos bronce de su cabello. Ahí estábamos estrechándonos las manos con una tardanza recíprocamente acordada. Me encantó la forma en que me miraba, con aires de superioridad debido a los varios centímetros de estatura que me sacaba. Y la sonrisa coqueta, la palabra justa en el momento justo, sus dientes algo torcidos. Ahora que me pongo a pensar, en aquella tarde… en esa esquina… hasta el transeúnte más desprevenido habría dicho, no sin cierta complicidad, que éramos pareja. De haber sido así… le habría dado un largo abrazo, hubiera aspirado su olor de machito justo a la altura de las clavículas y el cuello; quizás él me hubiese agarrado de los hombros instantes después de haber terminado el abrazo y sin duda me hubiera dado un beso que disiparía todas mis dudas, al mismo tiempo en que yo le sostuviera la mandíbula, sintiendo los suaves pelos de su barba. Nada de eso.

La invitación a un café fue lo más apropiado, para mí todos los encuentros casuales con él eran citas y, en esa ocasión, como fue una cita acordada terminó siendo un encuentro. Bendito encuentro en el que lo noté más blanco que de costumbre, debido a los excesos de la noche anterior. Estaba pálido, pero sin ojeras. La voz opaca empezó a dirigirse a mí con cierta intimidad y alcancé a percibir en medio de su trasnocho una nueva etapa en nuestra amistad. Creo ya éramos más cercanos. Lo digo por la proximidad de nuestros cuerpos, también amparados por lo reducido del espacio, el roce de nuestras piernas debajo de la mesa y el contacto visual directo, sin apenarse. La luz amarilla que inundaba estancia aumentó la disparidad de los pelos castaños que, sobresalían orgullosos por encima de su labio superior, en busca de sus colegas más frondosos al final de las mejillas. Una barba extrañamente llamativa, a poco tiempo de cerrarse y que justo en el mentón deslumbraba por su color cobrizo.

Hablamos durante horas, mientras se vaciaban tazas de tinto humeante, de los aztecas y la historiografía de la Conquista, la historia global y nuestra relaciones con las mujeres. Me gustaba que él hablara más, sentirme acorralado en el laberinto del lenguaje, escuchar sus disquisiciones, entrar en el detalle del gesto. Su mano derecha extendida sobre la mesa, su dedos largos, las venas que se perfilaban finamente. Yo interrumpía su disertación para aclarar una idea o para realizar mi propia intervención que creo no dejaba de ser agobiante, quizás aburrida. Seguí de cerca sus movimientos, hasta los más inconscientes, su respiración lenta; cuando deslizaba su mano izquierda sobre los muslos y a veces la detenía un momento para rozar su entrepierna, todo de una forma sutil, casi imperceptible. Esto era realmente excitante para mí, incluso llegué a sentir que se me ponía dura. Menos mal, a la sombra de la mesa.

La despedida llegó, algo incómoda e inesperada, alargando el tiempo más de lo debido, como si no nos quisiéramos separar todavía, hubo un breve silencio; pero la corta distancia de la buseta que avanzaba con prontitud hasta nosotros hacía inminente un apretón de manos; cordial, antes que cálido. Yo no pude resistir la tentación de tocarlo una vez más, porque lo vería por última vez aquel año. Cuidando de no ejercer la fuerza que delataría lo mucho que lo había deseado, que lo deseo, le agarré el brazo muy cerca del hombro durante unos segundos suficientes para que él subiera los escalones del bus, «Qué esté bien, se cuida»-le dijé- aunque para mis adentros: «me vas a hacer una falta del carajo». Él sonrió y me dijo «igualmente, parcero». Lo bastante afable para que no se confundiera el gesto con mi entusiasmo. Me quedé observándolo unos instantes mientras se alejaba, adivinando la silla que tomaría, hasta que caí en cuenta que no era su novio, ni nada por el estilo, sino un simple conocido con aspiraciones a convertirse en un amigo y desempeñando el papel con ojos de enamorado; así que roto el encanto inmediatamente saqué el smart y fingí mirar los mensajes de la barra de notificaciones, haciendo la espera para tomar mi buseta.

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